Agárrenlo.
Menfis toma por un brazo a Moñito, Hueso por el otro. Apostado en la puerta, Quince hace una señal indicando que el campo está libre. Romero empuña la faca.
Te aviso que vas a sangrar como un chancho.
Moñito cierra los ojos.
Dale antes de que me cague.
Romero se pasa la lengua por los labios, se acerca y, con movimiento veloz, hace un tajo en el pecho de Moñito. El grito de dolor es sofocado por la mano libre de Hueso, que le tapa la boca. Lo sueltan, se tira al suelo cubriéndose la herida. La sangre mana entre sus dedos. Romero se vuelve y ordena:
Vamos.
Salen del baño velozmente y en silencio. Giran y se alejan a paso vivo hacia el pabellón. Quince tiene agarrado por el brazo a un muchacho asustado que cumple condena por vender marihuana. Lo toma por el cabello de la nuca y acerca su cara a la de él.
Ahora andá, corré y decile a Morales que hay un preso herido en el baño. ¿Entendiste?
El muchacho asiente varias veces con la cabeza. Quince lo suelta, lo empuja por el pasillo y va a reunirse con los otros.
Hace una hora que se apagaron las luces. Las tres sombras se mueven con sigilo en la penumbra para reunirse junto al catre de Romero. El resto de los presos duerme, o hace que duerme, nadie presta oídos al susurro de la conversación. Es mejor no saber.
Falta poco para que amanezca. Rotundo espera con la puerta entreabierta, mirando hacia fuera. El patio está iluminado por los reflectores instalados encima de las casetas. Dentro de ellas, los guardias se aburren. Las luces se apagan. Rotundo sale, corre hacia el muro. Cuando está a dos metros, la paloma vuela por encima de los alambres. Al golpear contra el suelo emite un sonido amortiguado por el envoltorio. Rotundo la recoge y trota de regreso a la puerta; cuando la está cerrando, las luces vuelven a brillar. Por el camino deshace el paquete y tira los trapos en un tacho. La enfermería también está a oscuras. En su cama, fajado con un vendaje, Moñito no duerme, pero tampoco hace movimiento alguno. En el pasillo, con los brazos cruzados, ronca López, el guardiacárcel. Dentro de la oficina, con luz de pecera, el doctor Artusi conversa con Paulina, la enfermera. Agazapado tras las hileras de camas, Rotundo se aproxima a Moñito.
Llegó el encargo.
Moñito produce un fajo de billetes que Rotundo toma y guarda. Levanta el colchón, embute el 32 y se va. Moñito lo saca, verifica que está cargado y lo devuelve al mismo lugar.
Poco antes de que amanezca, Artusi y Paulina se acercan a la cama de Moñito, uno a cada lado. La enfermera saca un termómetro del bolsillo de su uniforme y lo sacude con energía. Se inclina para colocárselo a Moñito bajo el brazo. López sigue dormido. Moñito mira hacia la puerta vidriada, en la que se trasluce el perfil de Romero. En una serie de movimientos coordinados, toma al médico por la corbata, le da un empujón a la enfermera, haciéndola tropezar con los pies de López y caer, y tira de la corbata forzando a Artusi hacia la cama. Se sienta, saca el revólver, apunta a López a la cabeza y grita:
¡No te movás! ¡Ahora, muchachos!
Romero, Hueso y Menfis entran a la carrera. Quince se queda en la puerta vigilando el pasillo. Romero se coloca a un paso de López y lo baja de un cabezazo. Moñito salta de la cama y le ordena a Artusi y Paulina que se sienten en el suelo, cuando lo hacen le pasa el revólver a Romero y se aposta en la ventana. Del resto de los presos internados, los que pueden se sientan en sus camas a observar la acción. Con los jirones de una sábana, Hueso ata a López, Menfis al médico y Romero a la enfermera. Un anciano se incorpora penosamente en la cama y levanta el brazo flaco y correoso, semejante a una raíz.
Loco, llevame. No puedo, viejo, estás muy arruinado.
Menfis se reúne con Moñito junto a la ventana, aferran los barrotes y los sacuden. Gracias al trabajo que Moñito estuvo haciendo toda la noche, la reja se suelta enseguida. Menfis la mete dentro de la habitación y la deposita con suavidad en el suelo. Quince abandona su puesto, traba la puerta con una cama y se une al resto. Vestidos con las batas de los médicos, los cinco salen por el vano al tejado, y se dirigen hacia el muro que da a Bermúdez. Una teja se quiebra. La pierna de Quince se cuela en el agujero. Menfis trata de jalarlo por un brazo, pero está atrapado. Oyen carreras que vienen desde el patio, silbatos, órdenes. Dejan a Quince atrás y corren hacia el escape.
Rechoncho, bajo, calzando sus anteojos tipo Lennon, Bolita Rossi, al volante del Peugeot, aguarda inmóvil en la esquina de Bermúdez y Nogoyá, con la vista fija en el paredón.
Hueso tira la cuerda hecha con sábanas anudadas por encima de la pared y comienzan a escalarla uno a uno.
Bolita la ve volar, pone el motor en marcha y se acerca lentamente.
En la ventana por donde salieron asoman guardias armados. Romero les dispara parapetado en una mocheta. Cuando el último de sus compinches desaparece tras el muro, escala él también y pasa al otro lado. Descendiendo lo más velozmente que puede, ve a los demás metiéndose ya dentro del auto que los espera. Dos metros antes de llegar al suelo, se suelta. Corre y se zambulle en el asiento trasero. Antes de que termine de cerrar la puerta, Bolita pisa el acelerador y salen disparados por Melincué. Están de suerte, cruzan las seis bocacalles sin disminuir la velocidad y sin que nadie se les atraviese en el camino. Bolita clava los frenos en la plaza Da Vinci. Con la sangre martilleándoles las sienes, bajan y cruzan separados el parque para abordar tres autos distintos. El barrio se llena de sirenas.