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La pequeña Victoria duerme. Eva se echa una camisola por encima del cuerpo desnudo. El roce del algodón le produce algo así como un escalofrío, pero no exactamente. Abre las celosías verdes al paisaje, también verde, al mar también verde, a la arena mojada. Se apoya en el dintel de madera, mellado por el sol y la sal. Hace varios días que llueve. Mira hacia el alto camino que viborea en la serra do mar por donde vendrá Antonio. Está segura de su regreso, él siempre vuelve. Y así es, pero presiente alguna otra cosa, no sabe bien qué en este preciso momento. El aguacero le recuerda sus quince años, la lluvia que terminaba por borrarles la memoria a los pobladores de Macondo, cuando aún era un lugar que no figuraba en el mapa de la Muerte. Pero esta no tiene la virtud de lavar los recuerdos. Buenos Aires es una ciudad que relumbra en la cartografía de la Parca. Quisiera que Antonio ya estuviera allí para que sus palabras la ayudaran, una vez más, a aceptar hechos imposibles de comprender. Lo que pudo haber sido y no es. Siente claramente, ahora sí, que esta lluvia está trayendo algo, la evocación serena y triste de la ciudad que no ha vuelto a pisar. Tanto amor perdido… Antonio hace días que está raro. Nunca lo ha visto así, ensimismado, rehuyendo la conversación, alejándose por la playa, ofuscado, solitario. Le parece muy extraño, teniendo en cuenta la velocidad y la profundidad con que se adaptó a la cultura brasilera, al contrario de ella, que nunca dejó de sentirse extranjera. Fuseli, no. La gente no le cree que sea argentino cuando lo oyen hablando en portugués. A ella se le mezcla constantemente con el italiano y el castellano, en un galimatías que le anuda la lengua. Antonio se volvió un chef experto en cocina brasilera: carne do sol, moqueca de camarao, paozinho de batata, peixe assado no leite de côco son sólo algunas delicias de un recetario que no cesa de ampliar. Eva no ha dejado un minuto de extrañar el asado criollo. A él le gustan su gente, su música, sus modos, sus lluvias y su sol. Eva prefiere el reparo, la sombra, siente nostalgia de la ironía de los porteños, y desde que llegó, el tango es lo que más armoniza con el estado de su espíritu. Ella sale únicamente cuando es imprescindible, se encuentra más a gusto en la casa, con su hija y sus cosas. A Fuseli le encanta la vida social. Acá descubrió su arrolladora vocación por la oratoria. Pasa horas y días estudiando los temas más diversos para las conferencias que dicta por todo Sao Paulo, donde ya se ha convertido en una celebridad entre los universitarios, los artistas y los escritores. Eva se recluye a rumiar su tristeza.

Su padre fue un hombre de una simpleza genial. Recién ahora lo entiende, cuando a dos mil kilómetros de distancia se desliza lentamente hacia el fin, arrasado por el accidente cerebral que lo confinó a un limbo que lo protege de todos los recuerdos, de todos los pesares. La esposa, su madre, proveyó cuanto pudo la dignidad necesaria mientras buscaba a Juan, el hijo de su hermana Estefanía, que fue secuestrada, torturada, violada, drogada y arrojada al inconsciente mar. Quizás en estas aguas que ahora contempla desde su atalaya, algo de ella flote todavía. Y Antonio que aún no regresa…

Mierda, carajo, vida puta, tener tantas razones para la melancolía…

… y Eva tan lejos de todo aquello en la geografía, pero el dolor, por viejo no menos penoso, siempre cerca. Levanta la vista nublada a la carretera por donde aparece, solitario —no es época de turistas—, el auto celeste en el que Antonio desciende la serra. Debe de venir escuchando a Rita Ribeiro cantando «Impossível acreditar que perdi você», o el incomparable «Déjà vu» de Natalia Coox. Está ahí no más, pero los caprichos del mato alargan el camino con miles de curvas y recodos, desde donde, a la sombra de los árboles y las enredaderas, le gusta imaginarse que una onza lo mira pasar. Hermana pequeña del leopardo manchado y fiero, con ojos que despiden rayos de hambre y de pasión. Le recuerdan los del hombre que amó, aquel tipo salvaje y tierno al que balearon los perros de la dictadura cuando trataba de salvarla de ellos y de sí misma. La pequeña Victoria se revuelve en su cama. A Eva se le ocurre que su hija lo está soñando, tantas veces se sorprendieron pensando lo mismo, sintiendo lo mismo. Tantas veces la ayudó a llorarlo mientras, a respetuosa distancia, comprendiendo sin preguntar, dolido también él, Antonio se ocupaba de que el té de jengibre hirviera lentamente a fuego chico. Ahora está llegando y desea que lo haga antes de que Victoria despierte, para sentarse en la terraza, tomarse de las manos y conversar de quien fuera su amigo, su amor, la razón de este presente del cual la furia en uniforme lo desterró. La vida hoy es buena y triste gracias a él.

Ni un solo momento, macho, hombre solo en el mar, he dejado de extrañar tu cuerpo.

Tampoco su silencio, su mirada llena de ausencias, sus manos lentas, y rápidas, su sexo irguiéndose dentro de su cuerpo, llenándola, completándola, desvaneciéndola en la cruz de la pequeña muerte. Un nunca más que no puede aceptar. Contra todos los pronósticos de que el tiempo iría borrando su presencia; contra la sabiduría de las gentes experimentadas en duelos, está todavía encallada en la incredulidad, en la resistencia a creer que haya muerto. Por la Rua Lontra ya oye el motor asmático de la bolinha jadeando la cuesta. Bajo la ventana, el auto se detiene con un bufido de alivio que siempre parece presagiar su deceso. Antonio baja, levanta la vista hasta la ventana desde donde Eva deja caer una sonrisa triste que dice necesitarlo. Pero esta mañana él no le responde con la suya, que promete abrazos, oídos atentos, palabras certeras. Se lo ve pálido, absorto, irreconocible. Este hombre que parece haberlo visto todo, reflexionado todo, para quien nada es extraño sobre la tierra o bajo ella, ahora tiene el gesto complicado de quien se ha topado con un fantasma. Lo observa trepando las escaleras a paso meditado, cargando dos bolsas de plástico celeste. Su cuerpo le adelanta noticias tremendas. Eva abandona la ventana y sale a recibirlo en la terraza. Antonio la abraza con fuerza inusual. Su voz es un choro en el oído de ella.

Ay, Eva.

La revelación que está a punto de producirse los sienta a la mesita sobre la que él pone un ejemplar de La Nación, dos días viejo. A ella, en un relámpago, le viene a la cabeza el tema de su infancia que Estefanía no dejaba de escuchar: «Who wants yesterday’s papers».

Tengo que contarte algo.

Eva se vuelve rápidamente hacia él preguntando sin hablar. La boca del hombre insinúa una sonrisa, sus párpados se cierran, vuelven a abrirse pausadamente y asiente con la cabeza.

¿Qué cosa?

Con infinita preocupación, Antonio se cubre la boca con la mano. Su voz es un hilo.

El Perro está vivo.

El asombro pinta su máscara en el rostro de Eva. Antonio ríe y llora al mismo tiempo.

¿Qué decís? Que está vivo.

Silencio. A Eva la invade un ciclón de sentimientos que se confunden. Pero en el ojo del huracán reina la calma, la certeza. La muerte de Lascano nunca se instaló dentro de ella. Su alma empecinada jamás lo aceptó, nunca sintió que se hubiera cortado el hilo invisible que los une. Ahora las palabras de Antonio le gritan que tiene razón, que siempre la tuvo. Que Lascano muerto fue una idea equivocada, irreal, que no se había engañado, que su deseo no la había extraviado, que está vivo, vivo, vivo. Antonio se suelta en una carcajada, se abrazan, bailan bajo la lluvia que ahora cae mansa como una bendición, y ríen, y se besan, y sienten que la alegría les va a hacer estallar la sangre.

¿De verdad? De verdad. ¿Cuándo te enteraste? Hace una semana, cuando llamé a Buenos Aires. ¿Y recién ahora me lo decís?

Antonio se separa de Eva con la cabeza gacha. En un instante se convierte en un niño avergonzado.

Perdoname, pero presiento que voy a perderte.

Eva le pasa la mano por la cabeza con ternura.

Vos nunca vas a perderme…

…le dice, pero su mirada se extravía hacia el sur, vagando por la bruma que difumina el horizonte.