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No le cuesta nada encontrar el Besitos. Local turbio, con el gorila de rigor apostado a la puerta y cortina roja. Afuera puede haber sol, lluvia, puede ser de día o de noche. Adentro son siempre las seis de la mañana. El bar está casi vacío de clientes. Su entrada convoca la atención de las putas acodadas en el mostrador, de Gumer, el regente que cuchichea con ellas, del muchacho que oficia de barman y se aproxima.

¿Qué le sirvo? Un whisky. ¿Nacional o importado? Nacional.

El muchacho pone un vaso sobre el mostrador, sirve en la medida, la vuelca y agrega un par de chorritos.

¿Hielo? No, gracias.

Regresa la botella a la estantería y vuelve junto a Gumer. Entra un hombre. El Perro le saca la ficha de inmediato: Poroto Molinari. Ladrón solitario, un artesano, no hubo cerradura que pudiera resistir sus finos dedos. En sus buenos tiempos lo llamaban «el as del choreo». Se escurrió todo lo que pudo, y no lo hizo mal, pero al final perdió, como todos. El problema fundamental del delincuente es que está siempre apurado, huyendo de acá para allá, mientras que la policía tiene todo el tiempo del mundo. Puede sentarse a tomar mate a la espera de que cometa el error que lo haga caer: una mina despechada, un rival vengativo, un cómplice que lo vende, el cana que lo protegía y de repente lo entrega, la víctima que lo reconoce en la calle, o la simple casualidad de pasar por el lugar equivocado. Hay criminales que entran en la cárcel como si fuera su casa. Se acomodan enseguida, reconocen a los capos, se adaptan y se juntan con quienes pueden protegerlos, no se meten en quilombos innecesarios y cumplen su condena tranquilamente. Hasta se diría que disfrutan de la vida previsible y sin urgencias de la prisión, del descanso que implica no tener que andar huyendo. Pero ese no fue el caso de Molinari. Tarde se dio cuenta de que había nacido para la libertad. Las paredes de la celda lo asfixiaban, su olfato era demasiado extremadamente sensible para el tufo de los pabellones, su estómago por demás delicado para el bodrio con que lo alimentaban. Su temperamento taciturno lo hacía poco fiable a ojos de la población carcelaria. Para colmo, era físicamente cobarde. Los otros presos la tomaron con él, se sirvieron de él, lo gastaron. Como regalo de despedida, un guardián le pisó las manos. La cárcel lo arruinó. Salió con el terror a volver instalado en las tripas. Fue pintor, albañil, bandoneonista, cantor aficionado, pocero. Se hizo alcahuete de los delincuentes corajudos. Mandadero, espía, informante. Ninguna cosa que implicara ponerse en riesgo, nunca quiso enterarse de nada. Ahora levanta la vista vidriosa de su copa para mirar a Lascano y lo reconoce. No personalmente, su memoria no es tan buena, pero sí su función. A un cabezazo del regente, una de las chicas se acerca a Lascano haciendo campanear una minifalda más ancha que larga.

¿Me invitás una copa, papi?

Lascano le sonríe apenas.

Más tarde puede ser. Decile a Poroto que se acerque.

Los ladrones, al llegar a viejos, se hacen cuenteros, levantan juego o venden cocaína. Molinari se sienta a medias en un taburete junto a Lascano y ensaya su sonrisa estúpida.

¿En qué andás, Poroto? Limpio, ¿qué necesita? Saber de una piba que anduvo por acá. ¿Quién? Amalia. Ni idea.

Lascano pone la foto de Amalia sobre el mostrador y la señala. Poroto palidece, se le borra la sonrisa. De soslayo repara en que Gumer lo está observando. Discretamente, Lascano le pone una mano en la rodilla y la cierra con fuerza.

Tenés dos posibilidades, Poroto, me contás lo que sabés o te llevo a la comisaría.

En rápida sucesión, Molinari mira a Gumer, a la puerta y a Lascano. Ruega con los ojos.

Yo no le dije nada, ¿okey?

El Perro lo suelta.

No te preocupes. Bueno, hable con la Pocha. ¿Quién es? Antes laburaba, ahora maneja un cabarute por el lado de Constitución. ¿Cómo se llama el lugar? Litle Lav.

Subrepticio, Lascano le pone un billete en la mano. Molinari la cierra de inmediato, se la lleva a la boca, tose y mete el dinero en el bolsillo interior del saco.

Yo no le dije nada, ¿eh? Está bien, tomátelas.

Gumer lo sigue con la vista mientras se dirige a la puerta con la cabeza gacha. Un paso antes de salir, Poroto le echa una ojeada nerviosa. Lascano alza la mano en dirección al barman.

¿Qué te debo?

El taxista que lo recoge en la puerta del Besitos maneja de costado, echado sobre el volante, abrazándolo con rencor. Lascano le indica que tome para el lado de Constitución. El chofer lo mira por el espejo, pone en marcha el reloj y arranca.

¿No había mercadería en el putero? Había, pero estoy buscando a alguien. ¿A quién, se puede saber?, las conozco a casi todas. Amalia. A esa no la tengo, pero muchas se cambian el nombre.

El coche frena junto a la puerta del tugurio. Neón Little Love, gorila en la puerta, cortina roja. Adentro, la música a todo volumen.

Saca la mano, Antonio,

que mamá está en la cocina.

Dame un beso, Lupita, que tu mami no nos mira.

Saca la mano, Antonio, que me puedo entusiasmar,

y si mamá nos viera nos tendremos que casar.

Tras el mostrador, una mujer grande, Pocha, habla con el lavacopas. Lascano se acomoda en un taburete al final de la barra. Dos chicas bailan con un tipo en la pista. En las paredes se alinean los reservados donde se reúnen las otras chicas, sentadas en grupos de dos o de tres. No puede distinguir las caras en la penumbra de la que asoman sus piernas. Pocha se acerca.

¿Qué te sirvo? Whisky. ¿Hielo? No, puro, en vaso largo.

La mujer toma la botella y el vaso y los apoya sobre la mesa. Se agacha a buscar el jarrito medidor.

Ando en busca de una piba.

Pocha emerge, destapa la botella y arrima la medida al pico. El Perro pone la foto sobre la barra y señala.

Se llama Amalia.

Gestos apenas perceptibles que para Lascano son una sucesión de instantáneas. El movimiento de las manos de la mujer suspende botella y medida en el aire una milésima de segundo. Tras las pestañas postizas, una sombra cruza sus ojos. La comisura se frunce en un tic involuntario. Inhala y exhala corto. Sirve generosamente en el vaso de cóctel.

No la conozco. Pero tengo a Jazmín. Dieciocho añitos recién cumplidos, un bomboncito, ¿querés que te la mande? No, gracias. Bueno, cualquier cosa, a la orden.

Hay algo mecánico, militar, en el giro de Pocha con que le da la espalda para retirarse. Camina arreglándose el rodete. Su cuerpo aún conserva ciertas formas, sus modales tienen la displicencia de alguien que ya se cansó de todo. Al Perro lo ataca un repentino y denso malhumor, bronca consigo mismo: se precipitó con la pregunta. La puso en guardia y sabe que ya no va a sacarle información. Tendría que haberle pedido al taxista que lo esperase. Se siente cansado, toma un cuarto del vaso de un trago y se arrima a la caja.

¿Qué le debo?

Cuatro de la mañana. Mala noche. Alta y delgada, Juja regresa al departamento con ese paso errático que agita sus rulos teñidos de naranja. Veinte metros antes de llegar lo ve. Poroto la espera semioculto en el umbral. Juja mete la mano en la cartera, saca un cigarrillo, lo enciende, aspira profundamente, suelta el humo que se queda flotando en el aire, pegado a la bruma, y se detiene junto a él.

¿Qué hay, Poroto?

Molinari la mira con ojos de perro, se pasa la mano por la nuca.

Quería verte.

Juja aprieta el cigarrillo con los labios y aspira. En simultáneo larga el humo frunciendo los labios como si fuera a silbar, tira el pucho al suelo y lo aplasta con su zapato de tango.

Pasá, pero sin hacer ruido, el nene duerme. ¿Cómo está? Más o menos, el clima de acá es una mierda para el asma.