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Anochece, las calles están desiertas y brumosas. Esta ciudad, que puede albergar a cuatro millones de personas en verano, fuera de temporada, con una población que no llega a los quinientos mil, tiene algo siniestro, algo de pueblo fantasma. Barrios mortecinos, cuadras y cuadras de casas de vacaciones vacías y castigadas por los vientos cargados con el salitre del Atlántico. A cada curva o bache que el ómnibus atraviesa, la carpeta se desliza un poco más por las rodillas de Lascano dormido, hasta que finalmente cae y lo despierta. La chica sentada a su lado se pone de pie y lo ayuda a recoger los papeles diseminados bajo los asientos.

Tenga, abuelo.

Lascano se queda mirándola. Ella no aparenta ser tan joven, ni él tan viejo para que lo llame así. Se detiene en su piel suave, lisa y sin manchas, y piensa que sí, que es muy probable que tenga edad para ser su abuelo. Le agradece y no le habla más. Hasta bien pasado Dolores, el Perro estuvo releyendo la carpeta que le entregó Sofía, los recortes de prensa que dieron cuenta del hallazgo del cuerpo de Amalia, a la entrada de Mar del Plata, en Camet, a un costado de la carretera. En la espalda de la chica el homicida había escrito «puta» a punta de cuchillo. Unos artículos mencionan a un carnicero y un cartonero, sospechosos de ser los autores del crimen, que fueron detenidos por la policía bonaerense. Otros referidos a una docena de policías que estarían involucrados en la prostitución según el fiscal del caso. La anteúltima refiere que la investigación atribuye esa y una docena de muertes más a un asesino de prostitutas al que los periodistas apodan «el loco de la ruta». Fotos de Amalia, sola; con Miguel Ángel, su marido de la clase obrera; con Candela bebé. Lascano calcula la edad que tendría ahora esa niña. Otra foto, Sofía y su sonrisa, abrazando a una Amalia muy seria, en segundo plano, borroso pero reconocible, Abeledo con sus ojos helados. Por último, una breve nota que comenta la renuncia del fiscal.

El ómnibus entra en la terminal dando bufidos y se acomoda en la dársena como una ballena cansada. Al bajar, un viento húmedo azota a Lascano de camino a la panza del transporte para recuperar su maleta. No lo necesita, pero le hace señas a un changarín para que lo ayude. Es un hombre de su edad, lleva un delantal gris, municipal y sucio; la cabeza cubierta de canas que amarillean, al igual que sus bigotazos, por efecto del charuto de hoja que medio fuma y medio masca. Carga el equipaje, rengueando hacia la salida al lado de Lascano.

¿Le busco un taxi, jefe? Dele.

Atraviesan el hall antártico junto al resto de los pasajeros. En los umbrales de los comercios cerrados dormita la gente de la calle sobre colchones desechados o cajas de cartón desplegadas, con las zapatillas atadas a las muñecas. Un perro se rasca, bosteza, se acuesta junto a su amo, cruza las patas delanteras, sobre las que apoya el hocico, y cierra los ojos. El changarín le abre la puerta y pone la maleta en el suelo, al final de la cola del taxi. Lascano saca un billete y se lo entrega. El papel desaparece rápidamente entre las ropas del hombre.

Dígame, ¿dónde está la joda?

El tipo lo mira, se saca el pucho de la boca y señala calle arriba.

Vaya al Besitos, tres cuadras para allá. Gracias.

El changarín regresa el tabaco a su boca, emite un gruñido, se vuelve y desaparece en el hall de la estación. Lascano alza la vista. En la esquina titila el neón del hotel Las Tres Estrellas. Levanta su equipaje, abandona la fila, camina hasta allí y se aloja en una habitación del primer piso, desde donde se ve la calle. Mira la hora y se tira en la cama vestido para aplacar los rigores del viaje. Acá se perdió el rastro de Amalia y acá es donde pretende recuperar el hilo de sus últimos pasos. De noche la ciudad es otro mundo. Es otra gente la que va por sus calles, la que está al acecho y ve bajo el agua, la que lucra con el vicio de los demás. Y es de noche cuando se sale a cazar.