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La entrada al edificio se asemeja a la de un castillo. Largas alfombras, muebles de estilo y el inevitable hombre de gris que controla el acceso.

¿Señor? Vengo a ver a la señora Taborda. ¿De parte…? Lascano.

El tipo lo mira de pies a cabeza mientras levanta el teléfono y marca tres números.

Hay una persona para ver a la señora… ¿Su nombre… me dijo? Lascano. Lascano… Espero…

El enorme ventanal junto al escritorio da a un jardín frondoso, una fuente de mármol con cabeza de león que vomita agua. El verde brilla en contraste con el muro de piedra por donde trepa un ámbar, todavía rojo, en todo su esplendor.

De acuerdo, gracias… Puede pasar, piso 13. ¿Por dónde? ¿Ve esa puertita al fondo? Vaya por ahí.

A pesar de ser pequeña, la puerta pesa una tonelada. Blindada sin duda, hecho que corrobora el sólido cerrojo. La atraviesa, cuatro escalones que dan a un pasillo parecido al de una prisión. Los pisos se suceden lentamente en el mezquino espacio del ascensor.

En el hall hay una sola puerta, toca el timbre. Oye pasos acercándose. La abre una jovencita de piel aceitunada con traje de mucama azul a lunares, delantal con volados y mirada al suelo. Sin decir palabra le hace un gesto, casi una reverencia, para que pase, y cierra.

Sígame, por favor, la señora lo espera.

Atraviesan una cocina de higiene hospitalaria en la que podría hacerse una fiesta para cincuenta invitados. Les lleva sus buenos dos minutos llegar hasta la sala por un pasillo con suelos de roble que huelen a recién encerado. La joven se detiene junto a una puerta doble y lo anuncia.

Señora, llegó el señor Lascano.

Sofía viste una túnica azafrán, lleva un vaso de whisky, un cigarrillo y carga más joyas que Tiffany’s. Sus ojos son de un verde deslumbrante, y su sonrisa aún guarda los destellos de una belleza en vías de desaparición. Es menuda y parece frágil. A Lascano le sorprende la firmeza de su mano.

Mucho gusto. Encantado. Perdón, este animal te hizo subir por la puerta de servicio. No tiene importancia. Ya lo voy a poner en su lugar.

A Lascano le sorprende el tuteo y la familiaridad con que lo trata.

¿Qué te puedo ofrecer? Agua, por favor.

Sofía se vuelve hacia la mucama que se quedó a la puerta.

Ya oíste. Sí, señora… Por favor, toma asiento.

Lascano se acomoda en un sillón donde podría dormir una siesta hasta el día del juicio final. Sofía camina diez pasos hasta un secreter, regresa con un sobre que deposita en la mesita frente a Lascano, se sienta en la chaise longue y cruza las piernas. El Perro mira el sobre. La mujer despliega otra de sus sonrisas de cincuenta quilates.

Lo prometido. Todavía no la escuché. Pero lo harás, para eso viniste, ¿no es así? ¿Nos conocemos? Sí, pero parece que vos no me recordás. Ilústreme, por favor. El nombre de Sarah ¿te dice algo? ¿Debería?

Entra la mucama y deposita en la mesa un plato sobre el que coloca una copa de cristal, y la llena hasta la mitad con agua mineral francesa que sirve de una botella cuadrada. A pesar de lo mullido del asiento, el Perro comienza a sentirse incómodo, fuera de lugar.

Gracias, Chinita, por favor alcanzame el álbum y la carpeta que están en el escritorio. Sí, señora.

Sofía toma el libro con tapas de cuero, lo abre y pasa las páginas.

Gracias, eso es todo. Cerrá la puerta.

La muchacha se retira, silenciosa como un fantasma. Sofía le pasa el álbum abierto y señala una de las mujeres de la foto en medio de la página.

Esta es Sarah.

Lascano saca los anteojos y se los calza. Se queda atónito, la otra mujer de la foto es su madre. Joven, sonriente, sujetándose la capelina apoyada en la baranda del puente, en el Rosedal. A los pies de las mujeres cae la sombra de quien tomó la fotografía. Vuelve a mirar a la que le señaló Sofía. Regresan a su mente mil recuerdos de infancia con aquella hermana mayor de su madre a quien había olvidado por completo.

¡La tía Sarah!

Sofía lo mira divertida y algo conmovida.

Mi mamá. O sea que somos primos. Así es. No sabía que tenía una prima rica. No sabés lo que me costó encontrarte. Pero ¿qué pasó? Tu madre odiaba a Taborda y él a ella. ¿Quién es? Fue… mi marido. Juan Taborda, el rey de la carne. Yo también terminé odiándolo. Cuando me casé con él nos peleamos y no volví a ver a tu madre hasta el día de su entierro. Te recuerdo muy seriecito, junto al ataúd, tragándote el llanto. Juan siempre fue un celoso patológico. En esa época yo era más frágil, pero nunca le perdoné que nos hubiera alejado. Desde entonces vivo con la sensación de haber quedado en deuda con Elisa.

Lascano deja el álbum sobre la mesa y bebe un trago de agua.

Lo del trabajo ¿fue una excusa? De ninguna manera, necesito que encuentres a alguien. ¿A quién? Tengo que contarte una historia. Adelante.

Sofía se pone de pie, va hasta la puerta, abre, mira hacia el pasillo, la cierra y vuelve.

Lo mejor que hizo Taborda en toda su vida fue morirse… y dejarme todo su dinero. Yo no era como tu madre, ella eligió el amor, yo preferí la riqueza. Taborda fue un canalla, pero muy vivo. Era un as para sobornar a funcionarios del gobierno. En eso no tenía igual. Malhumorado, bajo, gordito, presumido. Fíjate si sería retorcido que, siendo un antisemita rabioso, se casó conmigo. Tuvimos una hija, Amalia. En verdad parecía más hija de tu madre que mía. Era soñadora, idealista, y el dinero le parecía una carga. Taborda fue un padre celoso al extremo. La perseguía constantemente. Cuando se enteró de que Amalia andaba con un tipo casado, veinte años mayor que ella, le dio un ataque de nervios. Eso y un negocio turbio que se destapó en tribunales al mismo tiempo le reventaron el corazón. Una sorpresa, yo pensé que no tenía. Afortunadamente mi modista, para el funeral, me hizo un tocado con velo. Yo no podía borrarme la sonrisa de la cara.

Sofía ríe con ganas, a Lascano comienza a caerle simpática la prima.

Volví a mi casa y me encerré tres días con una caja de champán. Tenía más dinero del que jamás iba a necesitar, todavía era joven y sentía unas ganas locas de divertirme.

Se pone de pie, ensaya una voltereta graciosa. En un instante parece haber rejuvenecido treinta años. Vuelve a sentirse divertida, bella y distante de todo pesar.

Aquellas fiestas eran dignas de verse. Como decía Charly Menditeguy, el rey de los playboys: la ley era la moda, el esplendor su decreto reglamentario, y el placer, el bien supremo.

Instantáneamente, de nuevo, vuelve al presente. Toma asiento y regresa la señora madura y acaudalada.

Supongo que ahora ha llegado el momento de recoger las cenizas de aquellas celebraciones…, pero no quiero hablar de eso.

Sofía toma el álbum, lo abre, rebusca y se lo pasa abierto a Lascano.

Mirá, mirá.

En medio de un gran salón, bajo los caireles, aparece Sofía enfundada en un largo vestido largo labrado de ramas y hojas que juegan como una alucinación con el esmeralda de sus ojos, sonrisa de vértigo y una copa flauta en la mano donde burbujea el champán dorado. La rodea una corte de galanes de bigotito pretencioso, altos, elegantes, deportistas y cornudos. A ojos vista, Sofía se deja adorar.

Había que ver a esos hombres. Atléticos, distinguidos, cultos, de buenas maneras: hijos de alta cuna pero sin un centavo. A mí no me importaba, yo tenía fortuna y eso me hacía independiente. Pero cometí un error: me enamoré.

Sofía señala a uno de los galanes en la foto.

Abeledo Perret, un crápula que nunca pude sacarme de encima. Es lo que pasa con los tipos sin dignidad, jamás se ofenden, y mirá que le di motivos de sobra. En fin, siempre me gustaron los chicos malos. Dan muchos disgustos, pero son los mejores amantes. Lo traje a vivir acá. Con Amalia fue odio a primera vista, vivían peleándose, y yo en medio. Hasta que ella se hartó y se fue de casa.

Lascano carraspea para interrumpirla.

¿Es a ella a quien tengo que encontrar?

Sofía se pone seria, en un segundo envejece veinte años. La amargura le traza una profunda arruga en la frente.

No, ella murió. Oh, lo siento.

Sofía hace un gesto para espantar los recuerdos que revolotean como moscas por su frente. Sus ojos están líquidos cuando vuelve a mirar a Lascano.

Tres, cuatro años después, Amalia volvió. Estaba embarazada. Vivía en Mar del Plata con un muchacho de clase obrera. Imaginate. Pero me dijo que era feliz con él. ¿Qué le puede importar más a una madre? No quiso mi ayuda, ni mi dinero y, sobre todo, no quiso saber nada de Abeledo. Me citó en un café para evitar cualquier posibilidad de encontrarse con él. Cuando nació Candela fui a verlas, tuve que hacer mil malabarismos para que Abeledo no se colara. Estuve tres días en el Hermitage. Ella se enojó conmigo porque les llené la casa de juguetes, muebles, heladera y despensa repletas, un televisor y un robusto fajo de billetes en la cuna de la nena. Pero se los dejé igual. Un mes más tarde, ella y Candela, su hija, desaparecieron. Se inició una investigación que no llegó a nada.

Sofía baja la cabeza, se tapa los ojos queriendo borrar lo que ve dentro de su mente. Su voz se quiebra.

La encontraron en un descampado, medio comida por los perros.

Lascano siente el impulso de levantarse y abrazarla. Sofía lo adivina y levanta una mano para detenerlo.

Ya está, ya pasa. ¿Qué querés que haga? Quiero saber qué pasó con Candela, estoy segura de que está viva en algún lugar. Quiero que la encuentres y la traigas conmigo.

Ahora la mirada de Sofía es un ruego desesperado.

¿Cuánto hace de todo esto?

Sofía da un golpecito en la carpeta.

Está todo ahí. No va a ser fácil. Lo sé, Veni, lo sé.

Que lo llame por su apodo de infancia disuelve cualquier resistencia que Lascano pudiera haber tenido.

¿No querés saber cuánto te voy a pagar? Lo que a vos te parezca estará bien… No sé si sos muy vivo y estás obligándome o confiado hasta la ingenuidad. Sofía, ya me estás pagando una fortuna sólo por escucharte, lo que sea estará bien… si es que decido aceptar.

La puerta se abre y entra el famoso Abeledo. Lascano tiene la sensación de que el tipo estuvo escuchando la conversación. Todo en él es largo, serpenteante. El cuello de garza remata en una cabeza diminuta, lleva el cabello blanco tirante, peinado hacia atrás. La piel, pálida y lisa, contrasta con sus ojos negros. Su mirada es opaca, como la de un jugador de póquer que ambiciona saberlo todo del otro sin revelar su juego.

Querido, este es Venancio Lascano, un primo con quien me reencontré casualmente. Estábamos recordando cosas de la infancia.

Abeledo le extiende una mano desconfiada a Lascano. El contacto desagrada a ambos.

Mi amor, debemos prepararnos para la cena con los Schmitt. Por supuesto, Venancio ya se iba.

Como impulsado por un resorte, Lascano se pone de pie. Sofía lo imita. Con empaque de bailarín de tango, Abeledo retrocede para dejarle paso. Sofía recoge la carpeta, mete dentro el sobre con el dinero y se lo da a Lascano.

No te olvides tus papeles.

Lascano lo toma con la mayor naturalidad que puede. Una coreografía muy ensayada: la mucama ya está allí.

Chinita te acompaña hasta la puerta. Ahora que nos reencontramos espero que nos mantengamos en contacto. Así será.

Al besarlo, Sofia murmura al oído de Lascano.

Gracias.