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La celda de castigo es una olla a presión donde se recuece el odio. Está solo en este agujero alejado del mundo y de los otros, amigos o enemigos, prisionero de una cabeza que no se detiene un instante de día o de noche, despierto o dormido.

Y la cabeza, hermano, puede comerte.

No sabe cuántos, hace muchos días que se acabaron los cigarrillos. En las paredes demasiado próximas del calabozo, con los ojos abiertos o cerrados, se proyectan los recuerdos. Allí está él. Romerito le decían entonces, once años. En el barrio El Peligro, a la puerta de la casilla que habitaba con madre, tres hermanas y ese padre que, enmarcado en el hueco que hacía las veces de entrada, lo estaba echando de la casa. Ya no había lugar para él. Ya no quería seguir alimentándolo porque no traía nada. Ese hombre tosco y rudo, escaso de palabras y de gestos, reconcentrado y amargo, le imponía el destierro con su metro ochenta de músculos, sus ciento cincuenta kilos y sus manos de obrero, dos racimos de bananas oxidadas. Afuera, a la calle, a la intemperie. Allí donde era menos que nadie, un niño solo en la selva de chapa y cartón, con lágrimas por única defensa. Se volvió para alejarse. El estrecho camino de barro se abrió a sus pies como una avenida hacia la desolación. A poco andar lo alcanzó Pocha, su hermana mayor. Lo corrió para despedirse con un beso y su medio sándwich de mortadela, mientras la villa se hacía noche. Buscó refugio en la banda del Pato Ronco, esos que dormían bajo los puentes o en los vagones abandonados del ferrocarril. Anibita, un chiquilín más o menos de su misma edad que vendía estampitas de los santos en los trenes, lo presentó, y eso lo hizo su amigo. Una vez hasta lloró con él. Anibita lo consoló, y nunca le contó a nadie que lo había visto lagrimear porque extrañaba a su mamá. Romerito se incorporó a la banda de pillos desgreñados que se entrenaban en el raterismo para, algún día, si lograban vivir lo suficiente, convertirse en verdaderos criminales. Lo recibieron como a un animal apestado. Se quedó en un rincón mientras la pandilla decidía si era de alguna utilidad. Algo había que aportar a la miserable comunidad para pertenecer a ella y contar con su protección. Lo único que Romerito tenía entonces era su cuerpo. Muchas madrugadas, cuando le fallaba todo lo demás, tuvo que entregárselo a Pato, hediondo de cerveza de descarte, para que le diera matraca. Muchacho correoso con algo de ventrílocuo, Pato ya había matado dos veces. Eso lo transformó en el cabecilla indisputado. Romerito, apenas un niño, era el último orejón del tarro. Entendió que seguiría siendo nadie mientras no realizara la hazaña que habría de colocarlo al mismo nivel de peligrosidad que sus cofrades. Alguien a quien se debe respeto. La oportunidad se presentó después de que robaran la carnicería. Uno de ellos los delató y vino la policía. A algunos se los llevó, otros huyeron por los pajonales que anticipaban el río. Lo que quedó de la banda se reunió bajo los sauces de un recreo abandonado. Allí se montó el juicio, presidido por Pato Ronco. Estaban hambrientos y extenuados. Era una noche de invierno y había que descubrir al alcahuete. Luego de un cabildeo, Pato decidió que Anibita era el culpable. No había nada que probar, en verdad le tenía bronca porque Rosaura, la piba que vivía debajo de los andenes, lo prefería. Todos lo sabían. Lo cierto es que Pato lo llevó a trompadas y patadas hasta la orilla, cerca de los juncos manchados de petróleo, donde lo puso de rodillas. Allí sacó su revólver casero. A Romero le parece verlo, temblando en su mano.

Un puto caño recortado al que le había colocado un cerrojo de puerta y un resorte que impulsaba al percutor, todo montado sobre un cacho de madera y fijado con varias vueltas de cinta adhesiva. Una sola bala.

Pato se lo apoyó en la cabeza a Anibita, que lloraba y juraba su inocencia, pero la decisión estaba tomada y tenía que morir. La angustia fue un puñal que se le clavó a Romerito en el pecho, pero desde adentro. Se interpuso entre Pato y Anibita. El abierto desafío paralizó a la miserable corte. Pato no podía creer lo que estaba sucediendo.

¿Querés que te queme a vos también?

Romerito puso su mejor cara de malo para contestar.

No, quiero que me dejes a mí.

Pato lo miró un instante, sonrió, y le entregó el fierro.

A ver, macho, si te animás.

Romerito tomó el lugar del verdugo. Anibita lo miraba llorando, desde abajo, con la nariz desflecada de mocos tendidos y la boca babosa rogando.

No me matés, Romerito, no me matés.

Deseó que la bala no saliera, que el trabuco fallara como sucedía con frecuencia. Pato le pegó en el hombro.

Dale, ¿qué esperás?

Romerito cerró los ojos y tiró del gatillo. El estampido se fue lejos, rebotando en los sauces, los juncos y las olas del río. Cuando los volvió a abrir, Anibita estaba desparramado en la mugre con los ojos abiertos, un títere sin hilos con la boca llena de sangre. Todos los demás gritaban excitados. Romerito se entregó a un demencial baile de alaridos y gestos desmañados. Desde entonces no fue más Romerito y Pato no volvió a servirse de él. Había matado, era alguien. Pero nunca se le fue el dolor por Anibita, sangre y mocos, pantalón corto, patitas de tero, tendido a la orilla del río.

El sonido de la cerradura interrumpe la evocación. Morales, en el vano de la puerta, lo mira con media sonrisa.

Levantate.

Romero lo contempla ensoñado. No entiende.

Volvés al pabellón. Al Pescado lo largaron.