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La sombra rechoncha y nerviosa precede al doctor Martín Cillo por el largo muro de la prisión. Porta un maletín trajinado y repasa con insistencia los pocos pelos que va dejando la calvicie. Con paso de muñeco ansioso, llega hasta el portón. Acodado en el mostrador, un poco demasiado alto para su estatura, tamborilea con los dedos sobre la tabla a la espera de atravesar los controles.

En el pabellón, Yancar va al encuentro de Romero. Le entrega unos billetes doblados en dos y sujetos con una banda elástica. Romero los revisa como quien pasa las hojas de un libro.

Esto se pone cada vez más flaco, Pescado.

A Yancar le parece conveniente no decir nada. Aguantar la mirada desafiante y cargada de desprecio del Loco, deseando que se vaya pronto. Con él, nunca se sabe.

¡Yancar!

El vozarrón de Morales lo rescata. Romero hace desaparecer el dinero y Yancar acude junto al guardiacárcel.

A una de las mesas en la sala para las visitas, rodeado de presos que conversan en voz baja con sus familiares, Martín acomoda ansiosamente sus papeles. Yancar se sienta frente a él.

¿Qué hay, Tordo? Tengo buenas noticias. Me parece bien, yo sólo tengo malas. ¿Qué pasó? El Loco Romero. ¿Está acá? Y más loco que nunca. Me está sacando guita con una pala.

Martín rebusca algo en su maletín. Se le ilumina el semblante cuando lo encuentra. Un escrito con dos copias que coloca sobre la mesa.

Te puedo sacar. Si estoy hasta las pelotas. No tanto, hay un recurso, pero es muy difícil que te lo den con tus antecedentes. ¿Y? Existe la posibilidad de comprar a uno del juzgado. Los martes el juez juega al golf y firma sin leer. Cuesta un montón. ¿Cuánto?

El abogado escribe una cifra y se la pasa a Yancar. Lee, rompe el papel en mil pedacitos y los mete en el bolsillo de su camisa. Estira las piernas bajo la mesa, se recuesta contra el respaldo de la silla y cruza los brazos sobre el pecho.

¿Cuánto es para vos? Lo de siempre. Dale para delante.

Martín toma el escrito, lo gira hacia Yancar y le ofrece una estilográfica.

Firmá acá y acá. ¿Esto cuánto tiempo va a llevar? Unos días, ponele un mes. Entonces tenés que conseguir que me separen del Loco. Si sigue en el pabellón no voy a durar tanto. Dalo por hecho.

Yancar se pone de pie y lo contempla desde su altura con una mirada de complicidad en la que viborea la desconfianza. Martín guarda el escrito en el maletín y lo cierra. En un gesto automatizado, retrocede dos pasos para evitar tener que mirar a Yancar desde tan abajo.

Romero fuma acostado en su camastro y hojea un ejemplar gastado de Gente. Morales se ubica a sus pies y golpea el colchón con la rodilla. Romero baja la revista.

¿Qué hay? Seguime.

Romero hace un rollo con la publicación y se levanta. Morales se toca los bigotes y lo mide con arrogancia.

La revista se queda.

Salen al pasillo, donde se les une Rotundo. Se coloca detrás de Romero y emprenden la marcha.

¿Adónde me llevás? Tranquilo, ya te vas a enterar.

El misterio no dura mucho. A poco andar, Romero se da cuenta de que se dirigen a las celdas de aislamiento. Morales se detiene junto a una de ellas y se vuelve.

Contra la pared, las manos arriba.

Romero obedece. Morales cabecea en dirección a Rotundo.

Palpalo.

Romero gira la cabeza. Rotundo le pone una mano en la nuca y con los pies lo obliga a separar los suyos. Romero pega la frente a la pared mientras el guardiacárcel lo revisa.

¿Y esto, por qué?

Rotundo se retira un paso.

Limpio.

Morales le sonríe.

El jefe lo ordenó. Quiere evitar que se la des al Pescado.

La rabia inunda la cara del Loco. Rotundo retrocede otro paso, separa los brazos del cuerpo y cierra los puños. Señalando el reducido cubículo, Morales ordena con calma amenazadora.

Entrá.

Para ponerlo en la celda de castigo tienen que achacarle una falta. Una mancha en su prontuario que amputa la posibilidad de salir por buena conducta. La indignación le entrecorta las palabras.

Quiero hablar con el jefe.

Morales se pasa la mano por el cabello. Rotundo se acerca un paso hacia Romero.

Entrá, te digo.

Romero insiste.

Quiero hablar con el jefe.

Rotundo lo empuja, suave pero decidido, hacia el interior de la celda. La puerta se cierra con un golpe. Romero le da un puñetazo. Las llaves dan vuelta al cerrojo. Eco de pasos que se alejan por el corredor. Silencio. Único sonido: el de su respiración.