Cordero toma asiento, se quita los anteojos y la mira. Pausa.
No tengo buenas noticias, Sofía.
Ella ya lo había leído en sus ojos.
¿Será doloroso?
El médico vuelve a colocarse los lentes.
El dolor no es problema, hoy tenemos drogas para controlarlo hasta… donde sea necesario.
Sofía supo que iba a decir… hasta el fin.
¿Cuánto tiempo?
Cordero sabía que iba a preguntarlo.
Eso dejalo para las películas. Cada organismo es distinto, reacciona de manera diferente.
Ella cruza las piernas y se deja caer contra el respaldo del sillón. Cordero es el mejor en su especialidad. Sofía cierra los puños con fuerza.
¿Cuánto? Sofía, yo practico la medicina, no la adivinación. Dejate de macanas, Cristóbal, te conozco desde chico. No puedo prever cómo va a reaccionar tu organismo. A tu edad debería evolucionar lentamente…
El teléfono suena con timbre débil. Con gesto malhumorado, Cordero se disculpa y atiende. Es su secretaria que se adelanta, él le había dicho que lo llame a los diez minutos. Clarito se lo dijo, hasta se lo hizo repetir. Siendo su hora de salida, no quiere esperar… Mañana la pondrá en su lugar.
Sí, Cristina…
La voz del doctor se aleja. Sofía vuelve la vista hacia la ventana. Las ramas de las tipas que bordean la avenida del Libertador se mecen lentamente; algunas arañan los vidrios. El sol, cayendo, las pinta de ocre.
Está bien, Cristina, vaya no más… Hasta mañana…
Cordero corta y se queda mirando a su paciente, apretando los labios, sin quitar la mano del teléfono.
Sin embargo, hay cosas que podemos hacer para retrasar la evolución.
Sofía se vuelve hacia él con determinación.
Ni hablar. Pero Sofía… Mirá, Cristóbal, lo único que me queda es salir con alguna elegancia, con algo de dignidad. No tengo ningún interés en llegar al fin hecha un monstruo, una bestia pelada, como le pasó a Chiquita.
Cordero se pone de pie.
Es su decisión. ¿Al menos va a dejar que la controle?
Sofía saca a relucir la sonrisa que la hizo famosa en los salones de la clase alta.
Hay que exprimir al paciente hasta el último momento, ¿verdad? Sofía, no estoy pensando en el dinero.
La mujer pasea una mirada admirativa por el consultorio. La única alfombra que diseñó Polesello, dos Fader, un Kuitca y tres ensayos a carbonilla de Dalí. Muebles tan finos que están firmados por el ebanista, la estilográfica Montegrappa Classical Greece. Se levanta.
No, claro, ¿cómo se me ocurre?
Cordero deja pasar la ironía.
Te acompaño a la puerta. Gracias.
Sofía siente un mareo y se aferra al brazo del doctor.
¿Está bien?… No es nada…
El médico se adelanta y le abre la puerta. Se miran. Él la toma suavemente por los hombros y le da un beso en la frente.
Valor, Sofi, rezaré por usted.
Sofía sacude la cabeza y lo palmea en la espalda.
¿Cómo es posible que un hombre brillante de la ciencia crea en esas pavadas? Creer o reventar, Sofía. No, Cristóbal, te equivocás: creer y reventar. ¿Acaso tus estudios no te enseñaron que estamos condenados?
Javier sale del auto, lo rodea corriendo, pero no llega a tiempo, Sofía ya abrió la puerta y se mete en el asiento trasero. El chofer cierra y da la vuelta al coche para colocarse al volante. De pronto Sofía percibe que su extrema solicitud, su exagerada obsecuencia, su permanente zalamería, siempre le han resultado antipáticas, son los signos serviles del traidor, de alguien que odia a quien sirve. Toma la decisión de despedirlo en cuanto encuentre un reemplazante. Ya no hay tiempo. Si una cosa aclara esta situación es que todo es ahora o nunca. El auto enfila hacia el sur. Es hora punta. El grueso del tránsito se dirige hacia el norte, aglomerado y trabado. Su camino está despejado y claro. Hay pocas cosas que le den más placer que ir en una dirección cuando todo el mundo va en la contraria. La esquina de Salguero es un caos. El tráfico transversal se detuvo y tapona la avenida. Sofía se reclina contra el asiento y observa la fila de pasajeros que esperan el ómnibus. Ya no recuerda cuánto tiempo pasó desde la última vez que utilizó un transporte público que no vuele. Le parece admirable que la gente común, luego de ocho o diez horas de trabajo extenuante y tedioso, tenga la fuerza para subirse a esos catafalcos superpoblados, malolientes y endebles para hacer un viaje de dos horas de vuelta a sus casas, a sus aburridas vidas. En la cola hay una joven embarazada que le recuerda a Amalia. No se parece lo más mínimo, pero una panza es una panza.