30 de agosto de 1889

El joven doctor se despidió de su esposa en el andén de Southsea, embarcó en el expreso a Londres de las cuatro y cuarto y llegó tres horas más tarde a Victoria Station. Abriéndose paso entre el ruido y el bullicio, salió de la estación y paró una calesa.

—Al hotel Langham, por favor —le dijo al cochero mientras, ruborizado por la expectación, entraba en el vehículo.

Se recostó en el asiento de cuero desgastado mientras el coche enfilaba Grosvenor Place. Hacía una noche estupenda de finales de verano, inusual en Londres, y una luz mortecina inundaba las calles repletas de carruajes y los edificios oscurecidos por el hollín, hechizándolo todo con su resplandor dorado. A las siete y media, apenas empezaban a encenderse las farolas.

El doctor no tenía a menudo ocasión de subir a Londres, y miraba con interés por la ventanilla de la calesa. Cuando el cochero giró a la derecha hacia Piccadilly, divisó el palacio de St. James y la Royal Academy, bañados por el resplandor crepuscular. Las multitudes, el ruido y el hedor de la ciudad, tan ajenos a la campiña donde residía, lo llenaban de energía. Innumerables cascos de caballo resonaban en la calzada adoquinada y las aceras bullían de gente de toda condición social: funcionarios, abogados y aristócratas convivían con deshollinadores, vendedores ambulantes y distribuidores de comida para gatos.

Al llegar a Piccadilly Circus, el coche giró bruscamente a la izquierda hacia Regent Street y, tras pasar por Carnaby y Oxford Circus, se detuvo en la entrada de carruajes del Langham. Había sido el primer gran hotel erigido en Londres y seguía siendo, con diferencia, el más elegante. Mientras pagaba al cochero, el doctor alzó la vista para contemplar la ornamentada fachada de arenisca, con sus ventanas francesas y sus balcones de hierro forjado, sus elevados gabletes y sus balaustradas. Sentía cierto interés por la arquitectura, y supuso que la fachada era una mezcla de academicismo francés y neorrenacimiento del norte de Alemania.

Tan pronto como cruzó la fabulosa entrada, llegó música a sus oídos: la de un cuarteto de cuerda, oculto tras una cortina de lirios de invernadero, que interpretaba a Schubert. Se detuvo a contemplar el magnífico vestíbulo, atestado de hombres sentados en sillas de respaldo alto, leyendo ejemplares recién planchados del Times y bebiendo oporto o jerez. Flotaba en el aire el humo de cigarros caros, mezclado con aroma a flores y perfume de mujer.

En la puerta del comedor se encontró con un hombre pequeño, bastante corpulento, vestido con levita de velarte y pantalones de color pardo, que se aproximó con paso enérgico.

—Usted debe de ser Doyle —dijo estrechándole la mano.

Lucía una amplia sonrisa y un fuerte acento americano.

—Soy Joe Stoddart. Me alegro de que haya podido venir. Acompáñeme, el resto acaban de llegar.

El doctor siguió a Stoddart, que fue abriéndose camino entre mesas cubiertas por manteles, hasta llegar a un rincón al fondo de la sala. El restaurante era aún más opulento que el vestíbulo, con revestimiento de madera de roble aceitunado, friso de color crema y complejas molduras en el techo. Stoddart se detuvo junto a una suntuosa mesa a la que había sentados ya dos hombres.

—Señor William Gill, señor Oscar Wilde —irrumpió Stoddart—, permítanme que les presente al doctor A. Conan Doyle.

Gill, un famoso diputado irlandés a quien Doyle reconoció, se alzó y lo saludó inclinándose con afable gravedad. La pesada cadena de oro albertina de su reloj de bolsillo se meció por su amplio chaleco. Wilde, que estaba en mitad de un sorbo de vino, se limpió los labios con una servilleta adamascada mientras le indicaba a Conan Doyle con un gesto que se sentara en la silla vacía que había a su lado.

—El señor Wilde nos estaba entreteniendo con el relato de una fiesta a la que ha asistido esta tarde —señaló Stoddart mientras tomaban asiento.

—En casa de lady Featherstone —añadió Wilde—. Ha enviudado hace poco. A la pobre mujer, la pena le ha encanecido el pelo.

—Oscar —dijo Gill riendo—, es usted muy cruel. Hablar de ese modo de una dama.

Wilde hizo un gesto de desdén con la mano.

Milady seguro que me lo agradecería. En este mundo solo hay una cosa peor que el hecho de que hablen de uno, y es que no lo hagan.

Hablaba deprisa y en tono bajo y educado.

Doyle examinó a Wilde con disimulo. Era un hombre imponente. De estatura casi gigantesca, llevaba el pelo más largo de lo que dictaban los cánones, con la raya en medio y peinado hacia atrás con sumo cuidado; sus facciones eran angulosas. La ropa que vestía resultaba de una excentricidad que rozaba la locura. Llevaba un traje de terciopelo negro muy ajustado a su gran cuerpo, con bordados florales en las mangas y abombado en los hombros. Alrededor del cuello lucía un encaje de tres hileras con el mismo brocado que adornaba las mangas. A ello se sumaba el atrevimiento de vestir calzones cortos, igualmente ajustados, con medias de seda negra y zapatillas con lazos de grogrén. Un botonier formado por una inmensa orquídea blanca colgaba de su chaleco de color pardo claro; pendía tanto que parecía que pudiera chorrear néctar en cualquier momento. Unos gruesos anillos de oro brillaban en los dedos de sus indolentes manos. Pese a la idiosincrasia de su vestimenta, la expresión de su rostro era afable y equilibraba el ardor de sus ojos pardos. Y, aun con todo esto, el hombre exhibía una sensibilidad y un tacto extraordinarios. Hablaba con una curiosa precisión, e ilustraba su discurso una peculiarísima colección de pequeños gestos.

—Es todo un detalle por su parte obsequiarnos así, Stoddart —dijo Wilde en ese momento—. En el Langham, nada menos. De lo contrario, habría tenido que ingeniármelas yo solo. No porque necesite que me inviten a cenar, por supuesto. Solo los que pagan sus facturas carecen de dinero, ¿saben?, y yo no pago las mías.

—Temo que descubrirá que mis intenciones son únicamente comerciales —replicó Stoddart—. Quizá sepa que he venido aquí a crear la edición británica de Lippincott’s Monthly.

—¿Filadelfia ya no es lo bastante grande para usted? —inquirió Gill.

Stoddart rio, luego miró a Wilde y después a Doyle.

—Albergo la intención de asegurarme, antes de que concluya esta comida, una novela de cada uno de ustedes.

Al oír eso, Doyle experimentó una gran emoción. En su telegrama, Stoddart había sido impreciso sobre las razones por las que quería cenar con él en Londres, pero el hombre era un conocido editor americano y aquello era exactamente lo que Doyle había querido oír. La consulta había empezado con más lentitud de lo que le habría gustado. Para ocupar su tiempo, había estado preparando borradores de sus novelas mientras le llegaban los pacientes. Las últimas habían tenido cierto éxito. Stoddart era el hombre que necesitaba para incrementar su progreso. Doyle lo encontraba agradable, incluso encantador, para ser americano.

La cena estaba resultando una delicia.

Gill era un tipo entretenido, pero Oscar Wilde era, como poco, excepcional. A Doyle lo cautivaba el elegante movimiento de sus manos; esa lánguida expresión que tanto se animaba cuando relataba alguna de sus peculiares anécdotas o exponía sus divertidas agudezas. Para Doyle, era casi mágico que, gracias a la tecnología moderna, se hubiera transportado en apenas unas horas de un adormilado pueblecito costero a aquel lugar tan elegante, donde lo acompañaban un eminente editor, un diputado y el popular defensor del esteticismo.

Llegaron los platos en abundancia y con celeridad: tostas de gambas a la cazuela, galantina de pollo, callos rebozados, crema de bogavante. Al comienzo de la velada, les habían servido vino tinto y blanco, que no había cesado de fluir generosamente. Era asombrosa la cantidad de dinero que tenían los americanos; Stoddart se estaba gastando una fortuna.

El momento elegido para aquella reunión era de lo más acertado. Doyle acababa de empezar una nueva novela que a Stoddart sin duda le gustaría. Su penúltima obra, Micah Clarke, había recibido críticas favorables, si bien su novela más reciente, sobre un detective, inspirada en parte por su viejo profesor de universidad Joseph Bell, había tenido una acogida un tanto decepcionante tras aparecer en Beeton’s Christmas Annual… Se esforzó por unirse de nuevo a la conversación que mantenían. Gill, el diputado irlandés, cuestionaba la veracidad de la máxima según la cual la fortuna de los amigos genera el descontento propio.

Cuando Wilde oyó esto, le brillaron los ojos.

—Al cruzar una vez el desierto —replicó—, el diablo llegó a un lugar donde una serie de demonios atormentaba a un ermitaño. El hombre se libraba fácilmente de sus perversas propuestas. El diablo, siendo testigo de su fracaso, se acercó a darles una lección. «Lo que hacéis es demasiado burdo —dijo—. Permitidme un momento». Dicho esto, le susurró al hombre santo: «A tu hermano lo han hecho obispo de Alejandría». Los celos ensombrecieron de inmediato el rostro sereno del ermitaño. «Algo así —dijo el diablo a los demonios— es lo que yo aconsejaría».

Stoddart y Gill rieron a carcajadas, y acto seguido iniciaron una discusión sobre política. Wilde se volvió hacia Doyle.

—Cuénteme —le dijo—. ¿Va a hacer un libro para Stoddart?

—Desde luego me lo estaba planteando. Lo cierto es que ya he empezado a trabajar en una nueva novela. Tenía pensado titularla Una madeja enmarañada o El signo de los cuatro.

Wilde juntó las manos encantado.

—Apreciado colega, esa es una excelente noticia. Confío sinceramente en que se trate de otra aventura de Holmes.

Doyle lo miró sorprendido.

—¿Insinúa que ha leído Estudio en escarlata?

—No lo he leído, querido. Lo he devorado. —Wilde se llevó la mano al chaleco y sacó un ejemplar de la edición de Ward Lock & Co., con el título en caracteres vagamente orientales, tan en boga—. Hasta he vuelto a echarle un vistazo cuando he sabido que cenaría esta noche con nosotros.

—Es usted muy amable —señaló Conan Doyle, a falta de una respuesta mejor.

Lo asombraba a la vez que lo satisfacía que el príncipe de la decadencia inglesa disfrutara de una modesta novela de detectives.

—Albergo el presentimiento de que tiene usted en Holmes la materia prima de un personaje excepcional. Pero… —Y aquí Wilde hizo una pausa.

—¿Sí? —inquirió Doyle.

—Lo que he hallado más extraordinario ha sido la credibilidad de la trama. Los detalles de la labor policial, las pesquisas de Holmes me han parecido esclarecedoras. Tengo mucho que aprender de usted en ese sentido. Entre la vida y yo, ¿sabe?, hay siempre una neblina de palabras. Yo arrojo por la ventana la probabilidad en favor de una frase y la posibilidad de un epigrama me lleva a abandonar la verdad. Usted no adolece de ese mal. Y no obstante… no obstante creo que podría hacer mucho más con ese Holmes suyo.

—Le agradecería que se explicara —repuso Doyle.

Wilde bebió un sorbo de vino.

—Si ha de ser un detective verdaderamente excepcional, una persona extraordinaria, tendría que ser más excéntrico. El mundo no necesita otro sargento Cuff, ni otro inspector Dupin. No, haga que su humanidad aspire a la grandeza de su arte. —Hizo una breve pausa, pensativo, y acarició distraído la orquídea que le colgaba del ojal—. En Estudio en escarlata define a Watson como «extremadamente perezoso». A mi juicio, debería otorgar las virtudes de la disipación y la indolencia a su héroe, no a su chico de los recados. Y haga a Holmes más reservado. Que no «brille el deleite en sus facciones», ni «ría con sonoras carcajadas».

Doyle se sonrojó al identificar la desafortunada fraseología.

—Debe conferirle un vicio —prosiguió Wilde—. Los virtuosos son tan banales que, sencillamente, no los soporto. —Hizo otra pausa—. No solo un vicio, Doyle, una debilidad. Déjeme pensar… ¡Ah, sí! Ya recuerdo. —Abrió su ejemplar de Estudio en escarlata, pasó rápidamente las páginas, encontró un pasaje y comenzó a citar al doctor Watson: «Podría haber sospechado que era adicto a algún narcótico, de no ser porque la sobriedad y la higiene de toda su existencia hacían imposible semejante idea». Volvió a guardarse el libro en el bolsillo del chaleco—. ¿Ve? Tenía la debilidad perfecta en las manos, pero la dejó escapar. ¡Rescátela! Haga caer a Holmes en las garras de alguna adicción. Al opio, por ejemplo. No, el opio es tremendamente corriente hoy en día; las clases bajas lo han hecho suyo. —De pronto chascó los dedos—. ¡Ya lo tengo! El clorhidrato de cocaína. Ese es un vicio novedoso y elegante que tal vez pueda servirle.

—Cocaína —repitió Doyle con aire algo indeciso.

Como médico, había prescrito alguna vez una solución al siete por ciento a pacientes que sufrían agotamiento o depresión, pero la idea de convertir a Holmes en adicto le parecía, en principio, completamente absurda. Aunque le había pedido su opinión a Wilde, en realidad lo incomodaban sus críticas. Al otro lado de la mesa, proseguía la disputa amistosa entre Stoddart y Gill.

El esteta dio otro sorbo a su vino y se echó el pelo hacia atrás.

—¿Y qué hay de usted? —inquirió Doyle—. ¿Hará un libro para Stoddart?

—En efecto. Y lo haré por influencia suya o, mejor dicho, de Holmes. ¿Sabe?, siempre he creído que no existen libros morales o inmorales. Los libros están bien escritos o mal escritos, eso es todo. Pero me atrae la idea de escribir un libro sobre el arte y la moral. Pretendo llamarlo El retrato de Dorian Gray. ¿Y sabe qué? Creo que será un relato espeluznante. No una historia de fantasmas, precisamente, sino una en la que el protagonista tenga un final terrible. Una de esas historias que uno desea leer de día, no a la luz de una lámpara.

—Un relato así no parece propio de su trayectoria.

Wilde miró a Doyle con aire en apariencia divertido.

—¿Eso cree? ¿Piensa usted que, porque soy capaz de sacrificarme en pos del esteticismo, no reconozco el horror cuando lo tengo delante? Permítame que le diga que el escalofrío de miedo es tan sensual como el de placer, si no más aún. —Subrayó sus palabras con otro giro de muñeca—. Además, una vez me contaron una historia tan espantosa, tan inquietante en sus pormenores y en el alcance de su maldad que verdaderamente creo que nada más podría ya volver a asustarme.

—Qué interesante —replicó Doyle algo ausente, rumiando aún la crítica sobre Holmes.

Wilde lo observó con detenimiento mientras una leve sonrisa se dibujaba en sus facciones prominentes y pálidas.

—¿Le apetece oírla? No es apta para cardíacos.

Tal y como lo planteaba Wilde, sonaba a desafío.

—Por supuesto.

—Me la contaron durante mi gira de conferencias por América, hace ya algunos años. De camino a San Francisco, me detuve en un pueblo minero, miserable pero pintoresco, conocido como Roaring Fork. Di la conferencia al fondo de la mina y las buenas gentes del pueblo la recibieron con aterrador entusiasmo. Tras la charla, se me acercó uno de los mineros, un anciano, la peor compañía para echar un trago, o tal vez la mejor. Me llevó a un lado y me dijo que le había gustado tanto mi historia que tenía que contarme una a mí.

Wilde hizo una pausa y se humedeció los labios gruesos y encarnados con un delicado sorbo de vino.

—Venga, acérquese un poco más, eso es, y le contaré exactamente lo que me contaron a mí.

Diez minutos más tarde, un comensal del restaurante del hotel Langham observó asombrado, entre el murmullo de quedas conversaciones y el tintineo de la cubertería, que un joven vestido de médico rural se alzaba bruscamente de la mesa, muy pálido. Derribando la silla por la agitación y con una mano en la frente, el hombre salió tambaleándose de la estancia, casi volcándole al camarero una bandeja de manjares. Y, mientras se desvanecía en dirección al aseo de caballeros, su rostro revelaba una expresión clara de repugnancia y horror.