El intenso sol invernal entraba a raudales por la ventana y formaba franjas en la cama de Corrie en el hospital de Roaring Fork. Le habían dado la mejor habitación de todo el sanatorio, una individual en un rincón de la última planta, con un ventanal desde el que podía verse casi toda la ciudad y las montañas del fondo, todo cubierto de un mágico manto blanco. Era la vista con la que había despertado después de que la operaran de la mano, y la había animado bastante. Eso había sido hacía tres días, e iban a darle el alta dentro de dos. La lesión del tobillo no había sido grave, pero había perdido el dedo meñique de una mano. Algunas de las quemaduras que había sufrido podían dejarle cicatriz, pero solo un poco, y solo en la barbilla.

Pendergast estaba sentado en una silla a un lado de la cama, y Stacy en otra. Los pies de la cama estaban forrados de regalos. El jefe Morris había ido a presentarle sus respetos —la había visitado con regularidad desde la operación— y, tras preguntarle cómo se encontraba y agradecerle a Pendergast profusamente su ayuda en la investigación, había añadido al montón su regalo: un CD de grandes éxitos de John Denver.

—Bueno —dijo Stacy—, ¿los vamos a abrir o qué?

—Corrie debería ser la primera —señaló Pendergast entregándole un sobre delgado—. Para celebrar que ha concluido su investigación.

Corrie lo rasgó y lo abrió, perpleja. Del sobre salió un documento impreso por ordenador, repleto de columnas de cifras apretadas, gráficos y tablas. Era un informe del laboratorio forense del FBI en Quantico: un análisis de la contaminación por mercurio en doce muestras de restos humanos, los de los mineros enloquecidos que había encontrado en los túneles.

—¡Dios mío! —exclamó Corrie—. Las cifras se salen de las gráficas.

—Los últimos datos que precisa para su tesis. No me cabe duda de que será la primera estudiante no licenciada en la historia del John Jay que ganará el Premio Rosewell.

—Gracias —dijo Corrie, y entonces titubeó—. Eh… le debo una disculpa. Otra disculpa. Una muy grande esta vez. La he fastidiado pero bien. Usted me ha ayudado mucho, y nunca se lo he agradecido como es debido. He sido una… ingrata. —A punto estuvo de decir una palabra malsonante, pero lo arregló sobre la marcha—. Debería haberle hecho caso y no haber subido allí sola jamás. Qué estupidez por mi parte.

Pendergast inclinó la cabeza.

—Ya hablaremos de eso en otro momento.

Corrie se volvió hacia Stacy.

—También a ti te debo una gran disculpa. Me avergüenzo muchísimo de haber sospechado de ti y de Ted. Me has salvado la vida. De verdad, no tengo palabras para agradecértelo…

Notó que se le hacía un nudo en la garganta de la emoción.

Stacy sonrió y le apretó la mano.

—No seas tan dura contigo misma, Corrie. Eres una amiga de verdad. Y Ted… Dios, me cuesta creer que fuera el pirómano. Me produce pesadillas.

—En cierta medida —intervino Pendergast—, Roman no fue responsable de lo que hizo. Fue el mercurio, que llevaba envenenándole las neuronas desde que estaba en el vientre de su madre. No era más delincuente que esos mineros que enloquecieron trabajando en la fundición y después se volvieron caníbales. Todos ellos fueron víctimas. Los verdaderos delincuentes son otros, una familia cuyos malévolos actos se remontan a hace siglo y medio. Y ahora que el FBI está en ello, esa familia pagará sus fechorías. Quizá no de forma tan brutal como lo hizo la señora Kermode, pero las pagarán en cualquier caso.

Corrie se estremeció. Hasta que Pendergast se lo había contado, no había tenido ni idea de que todo el tiempo que ella había estado esposada a la tubería, la señora Kermode había estado también en el edificio, fuera de su vista, esposada al otro lado de la bomba, probablemente inconsciente después de que Ted le diera una paliza. «Ay, Dios, vaya si me voy a encargar de esa zorra», le había dicho.

—Tenía tanta prisa por escapar de las llamas que ni siquiera la vi —se disculpó Corrie—. No creo que nadie merezca que lo quemen vivo de ese modo.

El gesto de Pendergast parecía indicar que quizá disintiera.

—Pero Ted no pudo saber que Kermode y los Stafford eran responsables de su locura, ¿no? —inquirió Corrie.

Pendergast negó con la cabeza.

—No. El que ella terminara en sus manos fue justicia poética, nada más.

—Confío en que todos los demás se pudran en la cárcel —dijo Stacy.

Después de un silencio, Corrie preguntó:

—¿Y en serio pensó que el cuerpo carbonizado de Kermode era el mío?

—No lo dudé ni un solo momento —respondió Pendergast—. Si hubiera pensado con mayor claridad, quizá habría caído en la cuenta de que Kermode era la siguiente víctima potencial de Ted. Representaba todo lo que él detestaba. Todo aquel auto de fe de la montaña lo organizó para ella, no para usted. Usted solo cayó en su regazo, por así decirlo. Pero tengo una pregunta, Corrie: ¿cómo soltó las esposas?

—Ah, eran unas esposas viejas de mala calidad. Además, cuando intentaba saltar la cerradura de la entrada a la mina, me guardé las ganzúas entre el guante interior y el exterior, porque, como usted bien sabe, siempre hay que usar varias herramientas simultáneamente.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Impresionante.

—Tardé un rato en acordarme de que las llevaba encima, estaba aterrada. Ted… En mi vida había visto nada igual. Cómo pasaba de la rabia más desmedida a una serenidad fría y calculadora… Dios, casi me daba más miedo que el fuego.

—Una consecuencia habitual de la locura provocada por el mercurio. Quizá eso explique el misterio de las tuberías dobladas del segundo incendio…

Stacy dijo enseguida:

—Bueno, dejemos de hablar de esto y abramos el resto de los regalos.

—Siento no tener nada para nadie —dijo Corrie.

—Estaba ocupada con otras cosas —la excusó Pendergast—. Aprovecho para decirle que, teniendo en cuenta lo que le sucedió en Kraus’s Kaverns, en Medicine Creek, convendría que en el futuro evitara los laberintos subterráneos, sobre todo cuando los ocupan maníacos homicidas. —Hizo una breve pausa—. Por cierto, siento mucho lo de su dedo.

—Supongo que me acostumbraré. Hasta resulta pintoresco, como llevar un parche en el ojo o algo así.

Pendergast cogió un paquetito y lo examinó. No llevaba tarjeta, solo su nombre escrito en él.

—¿Esto es suyo, capitana?

—Desde luego.

Pendergast le quitó el papel, que escondía un estuche de terciopelo. Lo abrió. Dentro, un Corazón Púrpura descansaba sobre satén.

Lo miró fijamente un buen rato. Finalmente dijo:

—¿Cómo voy a aceptar esto?

—Porque yo tengo tres más y quiero que usted tenga este. Merece una condecoración, me ha salvado la vida.

—Capitana Bowdree…

—Lo digo en serio. Yo estaba perdida, confusa, bebiendo para olvidar cada noche, hasta que usted llamó inesperadamente. Me trajo aquí, me contó lo de mi antepasado, le dio sentido a mi vida. Y lo más importante, me respetó.

Pendergast titubeó. Sostuvo en alto la medalla.

—La guardaré como un tesoro.

—Feliz Navidad, con tres días de retraso.

—Y ahora abra usted el suyo.

Stacy cogió un sobrecito. Lo abrió y extrajo de él un documento de aspecto oficial. Lo leyó, frunciendo el ceño.

—Ay, Dios mío.

—No es nada, en realidad —dijo Pendergast—. Solo una cita para una entrevista. El resto depende de usted. Pero, con mi recomendación y su expediente militar, albergo la esperanza de que la acepten. El FBI necesita agentes como usted, capitana. No he visto muchos candidatos más aptos. Corrie quizá sea un digno rival algún día, lo único que le falta es una pizca de seso.

—Gracias.

Por un momento, dio la impresión de que Bowdree iba a abrazar a Pendergast, pero luego pareció decidir que el gesto no tendría buena acogida. Corrie sonrió para sus adentros; toda aquella ceremonia, con sus correspondientes muestras de afecto y emoción, lo estaba incomodando un poco.

Había dos regalos más para Corrie. Abrió el primero y descubrió bajo el envoltorio un libro de texto muy usado: Técnicas para el análisis y la investigación del escenario del crimen. Tercera edición.

—Conozco este libro —dijo—. Pero ya tengo un ejemplar, de una edición bastante posterior, que usamos en el John Jay.

—Soy consciente de eso —señaló Pendergast.

Corrie lo abrió y, de pronto, comprendió. El texto del interior estaba repleto de anotaciones al margen: comentarios, glosas, preguntas, percepciones sobre el tema tratado. La caligrafía era exquisita, y la identificó enseguida.

—Este… ¿este es su ejemplar?

Pendergast asintió.

—Dios mío. —Acarició la cubierta de forma casi reverencial—. Menudo tesoro. Quizá leyendo esto algún día sea capaz de pensar como usted.

—Había considerado otros regalos más frívolos, pero, dado su evidente interés en convertirse en profesional de las fuerzas del orden, este me pareció quizá el más útil.

Quedaba un regalo. Corrie lo cogió y le quitó con cuidado el envoltorio, que parecía carísimo.

—Es de Constance —le explicó Pendergast—. Regresó de la India hace un par de días y me ha pedido que le diera esto.

Dentro había una estilográfica Waterman antigua, con filigrana de oro y un librito de piel estriada con bordes de color crema. Una hermosa obra de artesanía. Del interior cayó una nota, que cogió y leyó:

Estimada señorita Swanson:

He leído con interés algunos de sus «blogs» (odiosa palabra) en internet y he pensado que quizá el disfrutar de una expresión más perdurable y privada de sus observaciones podría resultarle una ocupación útil. Yo misma he llevado un diario durante muchos años. Siempre ha sido para mí una fuente de interés, consuelo e introspección personal. Albergo la esperanza de que este pequeño volumen contribuya a conferirle esos mismos beneficios.

CONSTANCE GREEN

Corrie observó los regalos esparcidos a su alrededor. Luego miró a Stacy, sentada al borde de la cama, y a Pendergast, relajado en su silla, con una pierna cruzada elegantemente sobre la otra. De pronto, se echó a llorar.

—¡Corrie! —exclamó Stacy levantándose de la cama como un resorte—. ¿Qué te pasa? ¿Te duele?

—No —dijo Corrie entre lágrimas—. No me duele. Soy feliz, muy feliz. Jamás he pasado una Navidad más feliz.

—Con tres días de retraso —masculló Pendergast con una contracción de sus facciones que bien podría haber sido una sonrisa.

—Y con nadie me habría gustado más celebrarlo que con los dos, de verdad.

Corrie se limpió nerviosa las lágrimas y, avergonzada, se volvió a mirar por la ventana, donde el sol de la mañana doraba Roaring Fork, los flancos bajos de las montañas y, más arriba, la cuenca de Smuggler’s Cirque y la pequeña mancha oscura en la nieve donde un incendio casi había acabado con su vida.

Dio una palmadita al diario.

—Ya sé cuál será mi primer post —dijo.