A menos de un kilómetro de allí, en la pendiente más baja y oriental del circo, se abrió una puerta metálica a la entrada del túnel de una mina. Instantes después, salió tambaleándose una figura, arrastrando una pierna, apoyándose en un palo y tosiendo con violencia. La figura se detuvo en la boca de la mina, se balanceó y se reclinó en una viga de refuerzo, luego se dobló víctima de otro ataque de tos. Despacio, se deslizó, incapaz de sostenerse, y terminó en la nieve, recostada sobre la viga vertical.
Era ella. Como él había esperado. Sabía que tenía que salir en algún momento, y ahora era un blanco fácil. No iba a ir a ninguna parte, y tenía todo el tiempo del mundo para preparar el disparo.
El francotirador se acuclilló a la entrada de una vieja cabaña minera, se descolgó del hombro el fusil Winchester 94, accionó la palanca para insertar un cartucho en la recámara, luego se apoyó el arma en el hombro y miró por la mirilla. Aunque era de noche, había aún suficiente luz natural para situar el retículo sobre la forma oscura y derrumbada de aquella mujer. La chica ya parecía estar en bastante mal estado: el pelo chamuscado, el rostro y la ropa ennegrecidos por el humo. Creía que al menos uno de sus disparos anteriores la había alcanzado. Mientras la perseguía por los túneles, había visto abundantes gotas de sangre. No estaba seguro de dónde le había dado, pero un cartucho de calibre 30-30 con bala expansiva no era ninguna broma, independientemente de dónde acertara.
El francotirador no acababa de entender qué hacía ella allí arriba, por qué la quitanieves había pasado de largo a toda velocidad al subir la montaña, ni por qué había ardido el edificio de la bomba de achique. No necesitaba saberlo. Los líos en los que se hubiera metido, fueran cuales fuesen, no eran asunto suyo. Montebello le había encargado un trabajo y le había pagado muy bien por hacerlo, estupendamente bien, de hecho. Sus instrucciones habían sido sencillas: espanta a esa chica llamada Corrie Swanson para que se vaya de la ciudad. Si no se marcha, mátala. El arquitecto no le había dicho nada más, y tampoco él quería saber más.
El disparo al parabrisas del coche no había servido. Decapitar al chucho no había servido, aunque recordaba la escena con cierto agrado. Se sentía orgulloso del cuadro que había montado, con la nota entre los dientes del perro, y le había decepcionado y sorprendido que eso no la espantara. Había resultado ser una zorra resistente. Pero ahora no parecía tan resistente, derrumbada contra la viga, medio muerta.
Había llegado el momento. Llevaba ya casi treinta y seis horas siguiéndola sin parar, esperando una oportunidad. Como cazador experto, conocía el valor de la paciencia. No la había tenido a tiro ni en la ciudad ni en el hotel, pero, cuando había ido a The Heights, robado una motonieve y subido la montaña con quién sabe qué demencial fin, le había brindado la ocasión en bandeja, como un regalo. Había cogido prestada otra motonieve y la había seguido. Sin duda había demostrado ser inusualmente resolutiva; con lo de las cascabel en el túnel se lo había puesto muy difícil. Pero había encontrado otra forma de salir de la mina y, cuando había descubierto que la motonieve de ella aún seguía allí, había decidido quedarse por la zona. Se había apostado un poco más abajo en la montaña, en la oscuridad de una cabaña minera, un punto ciego que le proporcionaba una vista excelente de casi todos los viejos edificios y las entradas a los túneles en las paredes abruptas del circo. Si aún estaba en el interior de la montaña, había pensado él, terminaría saliendo por una de esas aberturas. O quizá por la mina Christmas, donde se había dejado la motonieve. En cualquier caso, iba a tener que pasar por delante de él al bajar.
Y ahora allí estaba. Y en un buen sitio, lejos de la actividad de alrededor y de arriba, donde había ardido el edificio de la bomba y donde estaba aparcada la quitanieves. Alguien había hecho unos disparos, que, al parecer, habían desatado un alud. Desde su escondite, por la mira telescópica, los había visto cavar como posesos y desenterrar el cuerpo. Algo muy gordo estaba pasando; drogas, se figuraba. Pero no tenía nada que ver con él, y cuanto antes asesinara a su objetivo y saliera a toda prisa de allí, mejor.
Exhalando despacio, con el dedo en el gatillo, apuntó a la chica desplomada en el suelo. Fijó el retículo y tensó el dedo. Por fin, había llegado el momento. La eliminaría, se subiría a la motonieve, aparcada detrás de la cabaña, e iría a cobrar. Un disparo, una muerte…
De pronto, alguien lo desarmó por la espalda con un golpe brutal; el rifle se disparó y la bala se alojó en la nieve.
—Pero ¿qué…?
El francotirador agarró el rifle, intentó levantarse y, al hacerlo, notó algo frío y duro en la sien. La boca de un revólver.
—Ni pestañees, cabrón, o te esparzo los sesos por la nieve.
Una voz de mujer, grave y autoritaria.
Una mano le agarró el rifle por el cañón.
—Suéltalo.
Soltó el rifle y ella lo arrojó fuera, a la nieve profunda.
—Todas tus armas, tíralas a la nieve. ¡Ya!
Titubeó. Aún tenía un arma corta y un cuchillo y, si la obligaba a registrarlo, quizá tuviera una oportunidad…
El golpe que le dio en la sien fue tan fuerte que lo tumbó. Estuvo tendido en el suelo de madera un rato, preguntándose qué demonios hacía allí tirado y quién era aquella mujer que había de pie a su lado. Luego todo empezó a volverle a la memoria mientras ella se inclinaba sobre él, lo registraba con brusquedad, le quitaba el cuchillo y la pistola y los lanzaba lejos, a la nieve también.
—¿Quién… quién coño eres tú? —preguntó él.
La respuesta llegó con otro asombroso golpe en la cara, un culatazo que le dejó los labios desgarrados y ensangrentados por dentro, y la boca llena de trocitos de dientes rotos.
—Soy —contestó secamente— la capitana Stacy Bowdree, de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, y lo peor que te ha pasado en toda tu puñetera vida.