Pendergast no estuvo mucho tiempo de rodillas junto al cadáver carbonizado. Alzó su figura entre las ruinas humeantes y examinó con su mirada fría los restos quemados del edificio que albergaba la bomba. Durante un instante, permaneció inmóvil como una estatua; solo sus dos ojos claros exploraban la escena, deteniéndose aquí y allí para interiorizar algunos detalles.

Transcurrió un solo minuto. Luego sus ojos se volvieron hacia el cadáver. Se llevó la mano al bolsillo, sacó despacio su Colt Les Baer 1911 personalizada, expulsó el tambor, lo comprobó, volvió a cargarlo y metió un cartucho en la recámara. Mantuvo el arma en la mano derecha.

Después empezó a avanzar, con una pequeña linterna de pronto en la otra mano. El calor del fuego había derretido buena parte de la nieve en las inmediaciones, dejando charcos de agua e incluso, esporádicamente, hierba chamuscada, que la nieve recubría enseguida de blanco. Recorrió el edificio en ruinas, escudriñando entre la nieve caída, pisando los innumerables montones de escombros carbonizados y humeantes. Empezaba a oscurecer, y la nieve le espesaba en los hombros y el sombrero, dándole el aire de un fantasma errante.

Al fondo del edificio devastado, donde los flancos de las laderas empezaban a alzarse, se detuvo a examinar una pequeña puerta de madera calcinada que tapaba lo que parecía la entrada a un túnel. Un instante después, se arrodilló y examinó el pomo, el suelo y luego la propia puerta. Agarró el pomo e intentó abrirla; estaba cerrada por dentro, al parecer con un candado.

Se puso en pie y, presa de un súbito ímpetu, la destrozó de una patada. Agarró los trozos rotos, los arrancó de cuajo con la fuerza bruta de sus manos y los tiró a un lado. La violencia descontrolada pasó tan rápido como había llegado. Se arrodilló y alumbró el interior con la linterna. El haz de luz reveló un túnel de desaguado vacío que bajaba directo al interior de la montaña.

Iluminó el suelo. Había arañazos recientes y diversas marcas imprecisas en el polvo, tanto de ida como de vuelta. Un instante de quietud, después se puso en marcha, trotando por la enorme tubería con la ligereza de un gato, el abrigo inflándose a su espalda, la Colt en la mano, brillando apenas en la penumbra.

La conducción desembocaba en un pequeño reguero de agua donde se perdían las huellas. Pendergast siguió avanzando por un túnel y llegó hasta una intersección, prosiguió, llegó a otra y entonces, tratando de pensar como su presa, giró a la derecha donde el túnel cambiaba bruscamente de pendiente y ascendía empinado hacia un nivel superior.

La galería continuaba unos quinientos metros, se adentraba aún más en la montaña, hasta topar con lo que hace tiempo fuera una cámara de unos tres metros y medio de ancho. La cámara dividía casi inmediatamente el túnel en un laberinto de pozos, recovecos y nichos, los espacios que habían quedado después de que la antigua concesión minera vaciara las vetas y bolsas del núcleo de mineral complejo que en su día se ramificaban por el interior de la montaña.

Hizo una pausa. Entendió que su presa habría previsto la persecución y, en consecuencia, habría conducido a su perseguidor a ese lugar en concreto, ese laberinto de túneles donde él, con su conocimiento indudablemente superior del complejo minero, tendría ventaja. Presintió que con toda probabilidad ya habría detectado su presencia. Lo juicioso sería retirarse y volver con refuerzos.

Pero eso sería inútil. Del todo. Su presa podría servirse de esa demora para escapar. Además, privaría a Pendergast de lo que tanto necesitaba hacer que hasta se notaba el sabor de la bilis en la boca.

Apagó la linterna y escuchó. Su oído preternaturalmente agudo captaba múltiples sonidos: el goteo interminable del agua, el suave movimiento del aire, el chasquido ocasional del asentamiento de las rocas y el crujido de la madera al contraerse.

Pero nada revelador, ningún sonido ni olor significativos. Y aun así, presentía, sabía, que su presa, Ted Roman, estaba cerca y era perfectamente consciente de su presencia.

Volvió a encender la linterna y examinó las inmediaciones. Buena parte de la roca de esa sección de la mina estaba deteriorada, plagada de junturas y grietas, por lo que se habían usado cuñas adicionales para evitar que se derrumbara. Se acercó a una juntura, sacó una navaja del bolsillo y la hundió en la madera. Se clavó en la cuña como si fuera mantequilla, hasta la empuñadura. La retiró y fue extrayendo la corteza, arrancando pedazos grandes y polvorientos.

La madera estaba completamente debilitada por la pudrición. No costaría echarla abajo… Pero eso podría traer consecuencias impredecibles.

Dejó de moverse e hizo una pausa, petrificado, aguzando el oído. Oyó un leve sonido, la diminuta caída de una piedrecita. Era imposible, con la resonancia de aquellos espacios, saber de dónde venía. Casi le pareció deliberado, una provocación. Esperó. Otro choque de piedra contra piedra. Entonces supo con certeza que Ted Roman estaba jugando con él.

Craso error.

Con la linterna encendida, actuando como si no hubiera oído nada, fingiendo no sospechar, eligió un túnel al azar y se encaminó. A los pocos pasos, se detuvo para desprenderse del abultado abrigo, de los guantes y del sombrero, y los metió en un nicho apartado. Allí, en las honduras de la mina, hacía más calor, y el abrigo lo constreñía demasiado para la tarea que lo esperaba.

El túnel estaba repleto de giros y vueltas, subidas y bajadas, divisiones y subdivisiones. Múltiples galerías menores, excavaciones y pozos se abrían en inesperadas direcciones. Tirados por todas partes había viejos materiales de minería: poleas, cestos, cables, cubos, carretillas y cuerdas podridas en diversos estadios de deterioro. En varios puntos, se precipitaban al vacío unos hoyos profundos. Examinó detenidamente cada uno de ellos, alumbrando con la linterna las paredes descendientes y comprobando el calado arrojando piedras a su interior.

Con uno de los hoyos, se detuvo un poco más. La piedra tardó dos segundos en tocar fondo; un rápido cálculo mental le indicó que la distancia sería de unos veinte metros. Suficiente. Examinó la roca que conformaba la pared del pozo y la encontró recia, sólida, con abundantes asideros válidos para los pies, apropiada para el fin que tenía en mente.

Cuando rodeaba la boca del pozo, dio un traspié y cayó estrepitosamente; la linterna fue a parar al suelo con un fuerte estruendo metálico y se apagó. Maldiciendo, encendió una cerilla e intentó bordear el hoyo, pero la varilla se consumió, quemándole los dedos, y tuvo que tirarla, maldiciendo una vez más por lo bajo. Se levantó e intentó encender otra cerilla. El fósforo cobró vida chisporroteando, y él dio varios pasos, pero se movía demasiado rápido y la luz volvió a apagarse, justo cuando estaba en la orilla del agujero; resbaló y, al hacerlo, se desprendió una roca del borde, y Pendergast profirió un sonoro alarido al ver que también él se caía al interior. Sus dedos fuertes se aferraron a una fisura justo por debajo del borde del hoyo, y se descolgó hasta quedar suspendido en el interior de aquel abismo oscuro, invisible desde el túnel de arriba. Interrumpió con brusquedad el sonoro alarido cuando la roca que se había desprendido accidentalmente chocó con el fondo.

Silencio. Suspendido de los dedos, halló un asidero para los de los pies y flexionó bien las rodillas para disponer de la palanca que necesitaba. Esperó, colgado de la orilla del pozo, escuchando con atención.

No tardó en oír a Ted Roman avanzando con cautela por el túnel. La luz de una linterna titiló por encima del agujero a la vez que cesaban los pasos. Entonces, lo oyó acercarse al pozo muy lentamente. Los músculos de Pendergast se tensaron al notar que el tipo se aproximaba con sigilo al borde bajo el que él se ocultaba. Un instante después, apareció el rostro de Roman, sus ojos feroces inyectados en sangre, la linterna en una mano, un arma corta en la otra.

Desenroscándose como una serpiente, Pendergast soltó una mano y agarró a Roman por la muñeca, tirando de él y arrastrándolo hacia el abismo. Con un grito de sorpresa y angustia, Roman reculó; como tuvo que servirse de ambas manos para rechazar el ataque y contrarrestar el tirón, su arma y su linterna salieron disparadas por el suelo rocoso. Sorprendentemente, era muy fuerte y rápido, y logró corregir el súbito desequilibrio; con el talón golpeó a Pendergast en el antebrazo emitiendo un bramido casi osuno. Pero el agente trepó en un segundo por el borde del pozo, y Ted Roman retrocedió tambaleándose. Pendergast empuñó su arma para disparar, aunque ya estaba oscuro, y Roman, sospechando que iba a hacerlo, se tiró de lado. La bala rebotó en la piedra sin causar daños, pero el destello de la descarga reveló al agente la posición de Roman. Pendergast volvió a disparar; sin embargo, esta vez el destello apagado no reveló nada; Roman se había esfumado.

Pendergast hurgó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó la luz de repuesto, una linterna LED de mano. Al parecer, Roman se había tirado por un pasadizo estrecho de techo bajo que descendía con pronunciada pendiente desde el túnel principal. Poniéndose de rodillas, el agente se introdujo en la estrecha galería y lo siguió. Delante de él, pudo oírlo huir aterrado, reptando por el angosto pasaje, resoplando de miedo. Por lo visto, también él tenía otra linterna, porque Pendergast podía distinguir un resplandor errático en la oscuridad del pasadizo que recorrían.

Persiguió a su presa sin descanso, pero, por más que apretaba el ritmo, Roman siempre le llevaba la delantera. El joven estaba en excelente forma física y contaba con la ventaja de conocer los túneles, cuya extraordinaria complejidad redundaba en su favor. Pendergast no hacía otra cosa que avanzar a ciegas, siguiendo el sonido, la luz y, ocasionalmente, las huellas.

Entonces Pendergast llegó a una zona de grandes túneles, grietas e inmensas chimeneas. Siguió persiguiendo a su enemigo con monomaníaca intensidad. Roman, el agente lo sabía bien, había perdido el arma y era presa del pánico; él, por el contrario, conservaba el arma y el ingenio. Para incrementar el terror del joven y desequilibrarlo, de cuando en cuando el agente disparaba una bala en la dirección de su presa, y la bala chascaba y zumbaba por el túnel. Había pocas probabilidades de que le acertara, pero aquella no era su intención: el bramido ensordecedor de los disparos y el aterrador rebotar de las balas ya tenía el efecto psicológico deseado.

Roman parecía dirigirse a alguna parte, y pronto comenzó a ser evidente, a medida que el aire de los túneles fue haciéndose cada vez más puro y frío, que se encaminaba al exterior. A la tormenta, donde Pendergast, desprovisto de su ropa de abrigo, jugaría en desventaja. Puede que Ted Roman estuviera muerto de miedo, pero aún era capaz de prever e idear estrategias.

Unos minutos después, sus sospechas se confirmaron: volvió una esquina y vio, justo delante, una pared de acero oxidada con una puerta abierta, sacudida por el viento, el rugido de la tormenta inundando la entrada. Precipitándose hacia la salida, el agente alumbró con su linterna la oscuridad. Todo estaba negro, había caído la noche. La exigua luz le permitió vislumbrar una entrada a la mina, un caballete roto y la pronunciada pendiente del circo, que se desplomaba en un ángulo de cincuenta grados. El haz de luz no llegaba muy lejos, pero, aun así, podía distinguir las huellas de Roman en la nieve profunda, perdiéndose en la tormenta. Más allá, a través de la oscuridad, vio un puñado de puntos refulgentes —los restos incandescentes del edificio de la bomba— y las luces de la quitanieves parada que esperaba cerca.

Apagó la linterna. Entonces entrevió el brillo débil y saltarín de la linterna de Roman, que bajaba la pronunciada pendiente, a unos cien metros. El hombre se movía despacio. Pendergast levantó el arma. Sería un disparo muy difícil, debido a los fuertes vientos y la complicación añadida de la altitud. No obstante, apuntó a la temblorosa luz, compensando mentalmente la fuerza del viento y la parábola. Muy poco a poco, apretó el gatillo. El arma se sacudió con el disparo, que resonó con estrépito en toda la ladera, y el eco le llegó desde varias direcciones.

Tiro errado.

La figura seguía moviéndose, más rápido ahora, avanzando a trompicones cuesta abajo, alejándose, cada vez más fuera de tiro. Sin ropa de abrigo, no tenía esperanza de atraparlo.

Ignorando la nieve que le cortaba el rostro y el recio viento que le calaba el traje, Pendergast apuntó de nuevo y disparó, y volvió a fallar. Las posibilidades de acertarle empezaban a ser nulas. Entonces, cuando apuntaba por tercera vez, oyó algo: un chasquido apagado, seguido de un retumbo de baja frecuencia.

Por encima y por delante de donde el agente estaba, la gruesa superficie de nieve se fragmentaba en grandes placas, que se desprendían y resbalaban cuesta abajo, despacio al principio, luego cada vez más rápido, rompiéndose y precipitándose al caos. Era un alud, provocado por el estrépito de los disparos y, sin duda, por el torpe deambular de Roman. Con un rugido creciente, el frente de nieve desprendido se deslizó como una bala por delante de la entrada de la mina. El aire se volvió de pronto opaco, enturbiado por la furia de la nieve, y la ráfaga de viento que generó tumbó a Pendergast al pasar como un trueno por su lado.

En cuestión de treinta segundos, el fragor se había extinguido. Había sido solo un pequeño desprendimiento. La pendiente que Pendergast tenía delante había quedado limpia de nieve profunda; la poca que quedaba acumulada se deslizaba montaña abajo en riachuelos. Todo estaba en silencio salvo por el aullido del viento.

Miró hacia abajo, donde había divisado la linterna de Ted Roman antes del alud. No había nada excepto una honda extensión de cascotes de nieve. Ningún indicio de movimiento, ni gritos de socorro, nada.

Por un momento, Pendergast se quedó mirando fijamente a la oscuridad. Durante un brevísimo instante, mientras la rabia que se había apoderado de él aún le corría por las venas, contempló con tristeza las razones de aquella situación. Sin embargo, al tiempo que miraba, esa rabia fue mermando. Fue como si el alud le hubiera aclarado la mente por completo. Se detuvo un momento para meditar lo que, inconscientemente, ya había comprendido, hasta que la visión del cuerpo carbonizado de Corrie lo había privado de lógica: que Ted Roman era tan víctima como la propia Corrie. El verdadero mal se encontraba en otra parte.

Con un grito ahogado, salió disparado por la boca de la mina y descendió con dificultad la pendiente, sin abrigo, deslizándose a trompicones hasta donde la nieve del alud se había amontonado, a lo largo de la parte superior del circo. Le costó unos minutos llegar y, cuando alcanzó su destino, estaba medio helado.

—¡Roman! —gritó—. ¡Ted Roman!

No hubo otra respuesta que el ulular del viento.

Entonces pegó la oreja a la nieve para oír mejor. Percibió muy levemente un extraño y espeluznante sonido ahogado, casi como el mugido de una vaca: «Muuuuuuu muuuuuuu muuuuu muuu».

Parecía proceder del borde de los cascotes de nieve. Avanzando hacia allí con aquel frío cortante, empezó a cavar frenéticamente con las manos. Pero la presión del propio alud había compactado la nieve, y era muy difícil ejecutar aquella tarea. Sin chaqueta ni sombrero, el frío le había calado hasta los huesos, lo había debilitado, y las manos entumecidas no le eran útiles.

¿Dónde estaba Roman? Volvió a escuchar, la oreja pegada a la nieve dura, procurando calentarse las manos.

«Muuu muuu».

Disminuía rápidamente. El joven se estaba ahogando.

Escarbó y escarbó, y luego hizo una pausa para volver a escuchar. Nada. Entonces vio, con el rabillo del ojo, una luz que subía por la ladera. Ignorándola, siguió escarbando. Al poco, un par de manos fuertes lo agarraron y lo apartaron con delicadeza. Era Kloster, el conductor de la quitanieves, con una pala y una vara en las manos.

—Eh —dijo—. Eh, tranquilo, que se va a matar.

—Hay un hombre ahí abajo —resopló Pendergast—. Enterrado.

—Lo he visto. Vaya hasta la quitanieves antes de que se congele. Aquí no puede hacer nada. Ya me encargo yo.

El hombre empezó a sondear la zona, insertando la vara en los cascotes de la nieve, deslizándola en la superficie, trabajando rápido y con pericia. Había hecho aquello antes. Pendergast no fue hasta el vehículo. Se quedó cerca, observando y temblando. Al cabo de unos minutos, Kloster hizo una pausa, introdujo la vara con mayor cautela en una zona más prieta y luego empezó a cavar con la pala. Trabajaba con brío y eficiencia y, en unos minutos, había dejado al descubierto parte del cuerpo de Roman. Con unos minutos más de trabajo rapidísimo, descubrió el rostro.

Pendergast se acercó mientras el conductor lo alumbraba con su linterna. La nieve estaba empapada de sangre alrededor de la cabeza, el cráneo estaba hundido en parte, la boca, abierta como si gritara, pero completamente llena de la nieve, los ojos de loco, muy abiertos.

—Ha muerto —declaró Kloster. Le pasó un brazo por el hombro al agente para sujetarlo—. Escuche, lo voy a llevar a la quitanieves para que entre en calor; de lo contrario, va a ser usted el siguiente.

Pendergast asintió sin decir palabra y se dejó llevar por la nieve profunda hasta la cabina del vehículo en ralentí.