A las tres en punto de la tarde, Mike Kloster había sacado de la nave de materiales la quitanieves VMC 1500, equipada con una cuchilla limpiadora de ocho salidas hidráulicas, lista para ponerse en marcha. Cincuenta centímetros de nieve habían caído durante las últimas cuarenta y ocho horas, y al menos veinte más estaban por caer. Iba a ser una noche larga, y Nochebuena, nada menos.
Subió la calefacción de la cabina y dejó que la máquina se calentara mientras acercaba al vehículo el enganche de remolque y lo amarraba a la parte de atrás. Al agacharse sobre el amarre, sintió una presencia a su espalda. Irguiéndose, se volvió y vio acercarse una extraña figura, enfundada en un abrigo negro y con sombrero de fieltro y gruesas botas. Casi parecía un payaso.
Estaba a punto de hacer un comentario jocoso cuando sus ojos repararon en el rostro de aquel hombre. Era tan frío y blanquecino como el paisaje que lo rodeaba; sus ojos eran como esquirlas de hielo, y las palabras se le quedaron atrancadas en la garganta.
—Eh… esta es una zona de acceso restringido —empezó, pero el hombre ya estaba sacándose algo del abrigo, una cartera de piel de cocodrilo desgastada, que al abrirse reveló una placa.
—Agente Pendergast. FBI.
Kloster se quedó mirando fijamente la placa. ¿FBI? ¿En serio? Pero, antes de que pudiera contestar, el hombre prosiguió.
—¿Su nombre, por favor?
—Kloster. Mike Kloster.
—Señor Kloster, desenganche ese artilugio enseguida y suba a la cabina. Me va a llevar a lo alto de la montaña.
—Bueno, necesito, ya sabe, algún tipo de autorización primero…
—Hará lo que le digo o se le acusará de obstaculizar la labor de un agente federal.
Su tono de voz era tan terminante y tan convincente que Mike Kloster decidió que haría exactamente lo que aquel hombre le indicaba.
—Sí, señor.
Soltó el enganche para remolque, subió a la cabina y se instaló al volante. El hombre accedió al asiento del copiloto con movimientos notablemente ágiles, dada su torpe indumentaria.
—Eh… ¿adónde vamos?
—A la mina Christmas.
—¿Y eso dónde está?
—Se encuentra encima del viejo complejo minero de Smuggler’s Cirque, donde se halla situado el edificio de la antigua bomba de achique Ireland.
—Ah. Claro. Ya sé dónde es.
—Entonces proceda, por favor. Rápido.
Kloster arrancó el vehículo, ajustó la cuchilla frontal e inició el ascenso por las pistas. Pensó en llamar a su jefe por radio para decirle que subía, pero decidió no hacerlo. Aquel tipo era como un grano en el culo e igual le montaba un número. Ya se lo contaría a toro pasado. A fin de cuentas, su pasajero era del FBI ¿y qué mejor excusa iba a encontrar?
Mientras subían por la carretera, la curiosidad empezó a apoderarse de Kloster.
—Bueno, ¿y de qué va todo esto? —preguntó en tono amistoso.
El hombre de pálido semblante no contestó. No parecía haberle oído.
El VMC tenía un increíble equipo de audio, y Kloster llevaba el iPod conectado y listo para funcionar. Alargó la mano para encenderlo.
—No —le dijo el hombre.
Kloster retiró la mano como si le hubieran mordido.
—Haga que esta máquina vaya más rápido, por favor.
—Se supone que no debemos sobrepasar las tres mil revoluciones por segundo…
—Le agradecería que hiciera lo que le digo.
—Sí, señor.
Aceleró, y la cuchilla comenzó a arrastrarse un poco más rápido por la montaña. Había empezado a nevar otra vez y ahora, además, soplaba el viento. Los copos eran como perdigones de una pistola BB de aire comprimido —por experiencia, Kloster conocía todas las variedades de copos de nieve que había— y rebotaban y repiqueteaban ruidosamente en el cristal. Kloster accionó el limpiaparabrisas y puso las luces al máximo. El haz de luz se clavó en la negrura, los perdigones de nieve brillaron. A las tres y media ya empezaba a oscurecer.
—¿Cuánto tardaremos? —preguntó el hombre.
—Quince minutos, quizá veinte hasta los edificios de las minas. No creo que esta máquina pueda subir más arriba… Las pendientes son muy pronunciadas por encima de Smuggler’s Cirque. Además, el peligro de aludes es extremo. Como siga nevando así, tendrán que detonar explosivos para controlarlos durante todo el día de Navidad.
Se dio cuenta de que parecía una cotorra —aquel hombre lo ponía nervioso—, pero tampoco esta vez el agente parecía haberle oído.
Al final de la pista de esquí, Kloster tomó la vía de servicio que conducía a lo alto de la montaña, donde desembocaba en la red de pistas de motonieve. Al llegar allí, le sorprendió ver huellas frescas. Quien fuera tenía agallas de aventurarse a salir en un día como aquel. Continuó, preguntándose qué demonios andaría buscando su pasajero…
Entonces, por encima de las oscuras píceas, vio algo. Un resplandor, en lo alto de la montaña. Instintivamente aminoró la marcha y se quedó mirando. El agente del FBI lo vio también.
—¿Qué es eso? —preguntó con brusquedad.
—No lo sé.
Kloster escudriñó la montaña. Vislumbraba, más allá de los árboles y por encima de estos, la parte superior de Smuggler’s Cirque. Un resplandor anaranjado intermitente bañaba las escarpadas pendientes y los picos.
—Parece un fuego.
El hombre pálido se inclinó hacia delante, agarrándose con fuerza al salpicadero, con la mirada tan brillante y tan dura que inquietó a Kloster.
—¿Dónde?
—Maldita sea, yo diría que es en el antiguo complejo minero.
Mientras lo observaban, aumentó la intensidad del resplandor, y entonces Kloster pudo ver un humo oscuro que ascendía ondeante hacia la tormenta de nieve.
—Rápido. ¡Vamos!
—Sí, claro.
Kloster aceleró más esta vez, y el VMC avanzó ruidosamente por la nieve a máxima velocidad, a treinta kilómetros por hora, pero bastante rápido para una máquina quitanieves tan poco manejable.
—Más rápido.
—Va a tope, lo siento.
Al tomar la última curva antes del límite forestal, pudo ver que el fuego del circo era grande. Enorme, de hecho. Las llamas se alzaban al menos treinta metros, lanzando al aire imponentes pilares de chispas y humo negro, tan denso como una erupción volcánica. Debía de ser el edificio de la bomba Ireland, no había nada más allí arriba lo bastante grande para producir esa clase de infierno. Aun así, no podía ser un incendio natural; nada natural se propagaba tan rápido y con tanta violencia. A Kloster se le ocurrió que debía de ser obra del pirómano, y sintió una punzada de miedo, y la rara intensidad del hombre que llevaba al lado no lo tranquilizó nada. Siguió pisando el acelerador.
Dejaron atrás los últimos árboles frondosos y se encontraron de pronto en la montaña desnuda. Allí la nieve era más superficial, debido a la acción erosiva del viento, y Kloster logró sacarle a la máquina unos cuantos kilómetros por hora más. Dios santo, lo de allí arriba era como una tempestad de fuego, nubes de humo en forma de champiñón y llamas aporreando el firmamento; hasta le parecía que podía oír el bramido del fuego por encima del estrépito de los motores diésel.
Cruzaron el último tramo de la montaña y ascendieron por el borde hasta una parte llana. La nieve de nuevo era más profunda, y el VMC avanzaba con dificultad. Pasado el borde, Kloster se detuvo instintivamente. Era, en efecto, el edificio de la Ireland, y había ardido tan rápido, con tanta violencia, que lo único que quedaba era un esqueleto de vigas de madera en llamas, que, mientras lo observaban, se derrumbó con atronador estrépito, lanzando al cielo una colosal lluvia de chispas. Solo quedó en pie la bomba de achique, desnuda, la pintura descascarillada y humeando. El fuego empezó a extinguirse tan rápido como había estallado: tras el desplome del edificio, cayeron sobre los escombros en llamas enormes pilas de nieve, que proyectaron al cielo volátiles columnas de vapor.
Kloster se quedó pasmado contemplando la violencia de la escena, la tremendamente súbita inmolación del edificio.
—Acérquese más —le ordenó el hombre.
Deslizó la quitanieves hacia delante. El armazón de madera se había consumido a una velocidad extraordinaria, y la nieve que caía sobre el edificio derrumbado y la ventisca incesante estaban reduciendo lo que quedaba del fuego. Ninguno de los otros edificios había ardido; sus tejados cargados de nieve los protegían de la increíble lluvia de chispas que les caía encima como si se tratara de los detritos de innumerables fuegos artificiales.
Kloster condujo la VMC entre los viejos edificios mineros.
—Hasta aquí puedo llegar —dijo.
El hombre pálido, en lugar de obsequiarlo con la objeción que esperaba, abrió la puerta y bajó. Kloster observó, primero asombrado, luego horrorizado, que se dirigía a los restos humeantes del edificio abrasado por el fuego y los rodeaba despacio, como una pantera, cerca, demasiado cerca.
Pendergast contempló aquella escena infernal. El aire que lo rodeaba estaba impregnado de cenizas incandescentes que caían mezcladas con los copos de nieve; algunas le ensuciaban el sombrero y el abrigo, otras se extinguían con un chisporroteo en la humedad. La bomba y todas sus conducciones habían quedado intactas, pero el edificio había desaparecido por completo. Columnas de humo y vapor ascendían de cientos de pequeñas bolsas de calor, y las vigas de madera yacían esparcidas por todas partes, chisporroteando y humeando, con lenguas de fuego titilando por doquier. Percibió un hedor acre, junto con algo más: el olor a pelo chamuscado y carne quemada. Lo único que se oía ya era el leve siseo del vapor, el chasquido y estallido de fuegos aislados, y el sonido del viento aullando entre las ruinas. Recorrió el perímetro del incendio. Había luz suficiente de los múltiples fuegos en vías de extinción para poder verlo todo.
Llegado a cierto punto, se detuvo bruscamente.
Entonces, muy despacio, se adentró en la zona del incendio, levantándose la bufanda para taparse la boca y protegerse del humo asfixiante. Abriéndose paso entre tuberías y válvulas, haciendo crujir con sus pies el suelo de cemento agrietado plagado de clavos y cristales, se acercó a lo que lo había detenido en seco. Parecía un leño largo y negro y también siseaba y humeaba. Al aproximarse más, confirmó que se trataba de los restos de un cuerpo humano, que había sido esposado a un conjunto de tuberías. Aunque el fuego había arrancado el brazo y el cuerpo había caído al suelo, una mano carbonizada seguía sujeta a las esposas, con los dedos curvados como las patas de una araña muerta, y los huesos ennegrecidos sobresalían de donde debía de haber estado la muñeca.
Se hincó de rodillas. Fue un movimiento involuntario, como si de pronto le hubieran quitado toda la energía de su cuerpo, obligándolo a derrumbarse contra su voluntad. Agachó la cabeza y entrecruzó las manos. Un sonido salió de su boca, grave, apenas audible, pero fruto innegable de un dolor que no podía expresar con palabras.