El repugnante olor a podrido del aire parecía intensificarse a medida que Ted agitaba el tizón. Las llamas que lamían la punta del palo empezaron a extinguirse y a convertirse en brasas, y Ted volvió a meter el palo en la estufa.

—«El amor es el fuego de la vida, o consume o purifica» —citó mientras giraba el palo entre las llamas como si fuera una nube de azúcar. Después de su fiera y apasionada diatriba, había algo terrible en la deliberada calma con que se movía de repente—. Preparémonos para la purificación.

Sacó el palo de la estufa y volvió a pasárselo a Corrie por delante de la cara con un gesto extrañamente delicado, cauteloso, medroso, y aun así lo tenía tan cerca que, aunque se apartaba retorciéndose, le chamuscó el pelo.

Corrie procuró controlar aquel pánico desmedido. Debía llegar a él, convencerlo de que abandonara su propósito. Tenía la boca seca y le costaba articular palabras en medio de aquella bruma de dolor y miedo.

—Ted, me caías bien, es decir, me caes bien. De verdad. —Tragó saliva—. Mira, déjame ir y olvidaré todo esto. Saldremos. Nos tomaremos una cerveza. Como antes.

—Claro. Seguro. Ahora dirías cualquier cosa.

Soltó una carcajada tranquila, demencial.

Corrie tiró de las esposas, pero tenía la anilla muy apretada a la muñeca, bien sujeta a la tubería.

—No te meterás en ningún lío. No se lo diré a nadie. Nos olvidaremos de todo esto.

Ted no respondió. Apartó el tizón y lo inspeccionó con detenimiento, como quien examina una herramienta antes de utilizarla.

—Lo hemos pasado bien, Ted, y podemos seguir haciéndolo. No tienes que hacer esto. Yo no soy como los demás, no soy más que una estudiante pobre. ¡Tengo que lavar platos en el Sebastian para pagarme la habitación! —Sollozó, aunque procuró dominarse—. Por favor, no me hagas daño.

—Tienes que tranquilizarte, Corrie, y aceptar tu destino, que será el fuego, un fuego purificador. Te limpiará de tus pecados. Deberías estarme agradecida. Te estoy dando la oportunidad de expiar tus faltas. Sufrirás, y eso lo lamento, pero es por tu bien.

El horror de lo que le decía, la certeza de que lo decía de verdad, le impidió hablar.

Ted retrocedió y miró alrededor.

—De pequeño, yo solía jugar en todos estos túneles. —Su voz era distinta, de pena, como de alguien que se ve obligado a hacer algo que le desagrada—. Conocía hasta el último centímetro de estos edificios mineros. Conozco todo esto como la palma de mi mano. Aquí pasé mi infancia. Aquí fue donde empezó todo, y aquí es donde terminará. ¿Esa puerta por la que tú has salido? Esa era la entrada a mi parque infantil. Esas minas eran… un parque mágico.

Su voz se cargó de nostalgia, y Corrie albergó una esperanza momentánea. Pero entonces, con terrible rapidez, su actitud cambió por completo.

—¡Y mira lo que han hecho! —gritó—. ¡Mira! Esta era una ciudad bonita. Agradable. Todo el mundo se conocía. Ahora es una maldita trampa turística para multimillonarios… Multimillonarios y todos sus lameculos, pelotas, lacayos. ¡Gente como tú! ¡Tú…!

Su voz retumbó en aquel espacio en penumbra, ahogando temporalmente el rugido de la tormenta, el viento y el crujido de las vigas de madera.

Corrie empezó a ser consciente, con una especie de terrible rotundidad, de que nada que pudiera decir tendría efecto alguno.

El arrebato volvió a pasar tan pronto como había llegado. Ted enmudeció. En un ojo se le formó una lágrima, que le corrió muy despacio por la mejilla. Cogió la pistola de la mesa y se la metió por la cinturilla del pantalón. Sin mirarla, dio media vuelta de pronto y se alejó; salió totalmente del campo de visión de Corrie, dirigiéndose a una zona oscura detrás de la bomba de achique. Lo único que veía ahora era la punta del palo en llamas. Estas bailaban y flotaban en la oscuridad, mermando lentamente hasta que al final también desaparecieron.

Esperó. Todo estaba en silencio. ¿Se habría ido? Casi no se lo podía creer. La esperanza volvió a inundarla enseguida. ¿Adónde habría ido? Miró alrededor, esforzándose por ver en la oscuridad. Nada.

Pero no, demasiado bueno para ser cierto. En realidad, no se había ido. Tenía que estar por ahí, en algún sitio.

Entonces le llegó un leve olor a humo. ¿De la estufa? No. Se estiró, asomándose en la oscuridad, olvidando de repente el dolor de la mano, de las costillas y del tobillo. Empezó a haber más humo, y mucho más. Luego vio un resplandor rojizo procedente del extremo más alejado del motor.

—¡Ted!

Una lengua de fuego surgió súbitamente de la oscuridad, y luego otra, trepando por la pared del fondo, propagándose descontroladamente.

Ted había prendido fuego al viejo edificio.

Corrie gritó, intentó de nuevo zafarse de las esposas. Las llamas trepaban con terrible velocidad, formando enormes columnas de humo asfixiante. El rugido se intensificó, hasta que su ferocidad se convirtió en una fuerte vibración. Notó el repentino calor en su rostro.

Todo había sucedido en cuestión de segundos.

—¡No! ¡No! —chilló.

Entonces, entre gritos desesperados, distinguió la alta silueta de Ted enmarcada en el umbral de la puerta del cuarto oscuro del que ella había salido al principio. Vio la puerta abierta que conducía a la mina Sally Goodin, con el conducto de desagüe que desembocaba en la oscuridad. Ted estaba totalmente inmóvil, contemplando el fuego, esperando; cuando este se hizo más brillante e intenso, Corrie logró ver la expresión de su rostro: una emoción pura y absoluta.

Ella apretó los ojos con fuerza un breve instante y rezó; rezó por primera vez en su vida, para que su final fuera rápido y clemente.

Cuando las llamas empezaron a rodearla, devorando el edificio de madera por todos lados, provocando un calor insoportable, Ted dio media vuelta y desapareció.

Las llamas rugían alrededor de Corrie, tan fuerte que ni siquiera podía oír sus propios gritos.