Pendergast llegó a su despacho del sótano de la comisaría y dejó la carpeta de acordeón en su escritorio. Contenía los documentos que había buscado con anterioridad en el registro mercantil de la ciudad, pero que, según el archivero, habían desaparecido misteriosamente hacía unos años. Como esperaba, los había encontrado —o quizá fueran copias— en el archivo del despacho de la casa de Henry Montebello, el arquitecto que había reunido toda esa documentación. La carpeta contenía todos los registros relativos a la fase inicial de The Heights, documentos que, por ley, se suponía que debían ser objeto de un registro público: planos, sondeos, solicitudes de permisos, mapas de subdivisiones y planos de gestión de terrenos.

Hurgando en la carpeta de acordeón, Pendergast sacó varias subcarpetas de color vainilla y las dispuso en filas, con las pestañas alineadas. Sabía exactamente qué buscaba. Los primeros documentos que examinó se referían a la agrimensura original de los terrenos, de mediados de los años setenta, con las correspondientes fotografías. Comprendían un estudio topográfico detallado de las tierras y un montón de fotos que mostraban el aspecto exacto del valle y la cordillera antes de que se urbanizara la zona.

De lo más revelador.

El valle original era mucho más estrecho y reducido, casi un barranco. A lo largo de este, en una terraza a unos treinta metros por encima del arroyo conocido como Silver Queen Creek, se encontraban las ruinas de un extenso complejo de procesado de mineral construido por los Stafford en la década de 1870, fuente de buena parte de su riqueza. El primer edificio que se levantó alojaba la unidad de «muestreo», donde se comprobaba la riqueza del mineral extraído de la mina; luego construyeron un edificio «concentrador» mucho más grande, que contenía tres molinos pulverizadores a vapor que aplastaban el mineral y obtenían una plata diez veces más concentrada; y, por último, la fundición propiamente dicha. Las tres unidades generaban desechos, o pilas de residuos de roca, y estos se veían claramente en el estudio como enormes montones de escombros y gravilla. Los desechos de todas las unidades contenían minerales y compuestos tóxicos que se filtraban a la capa freática, pero era el último conjunto de residuos, el de la fundición, el que resultaba en realidad letal.

La fundición Stafford de Roaring Fork usaba el proceso de amalgama de Washoe. En la fundición, el mineral pulverizado, concentrado, se trituraba aún más hasta convertirlo en una pasta y se le añadían diversos compuestos químicos, incluidos casi treinta kilos de mercurio por tonelada de mineral concentrado procesado. La plata se disolvía en el mercurio y formaba una amalgama; la pesada pasta resultante se depositaba al fondo de la cuba, de forma que el residuo líquido subía a la superficie para su vertido. La plata se recuperaba calentando la amalgama en una retorta, con lo que se liberaba el mercurio, que se recogía de nuevo por condensación, dejando atrás la plata cruda.

El proceso no era eficaz. En cada tanda, se perdía aproximadamente un dos por ciento del mercurio. Ese mercurio tenía que terminar en algún sitio, y ese sitio eran los abundantes desechos que se vertían al valle. Pendergast hizo un cálculo mental rápido: una pérdida del dos por ciento equivalía a medio kilo de mercurio por cada tonelada de concentrado procesado. La fundición procesaba cien toneladas de concentrado al día. Por deducción, eso significaba que se habían vertido diariamente al medio ambiente cuarenta y cinco kilos de mercurio, durante los casi veinte años que la fundición había estado operativa. El mercurio era una sustancia perniciosa y tremendamente tóxica que, con el tiempo, podía causar lesiones cerebrales severas e irreversibles a las personas que habían estado expuestas a él, sobre todo a los niños, y más a los nonatos.

Todo se resumía en una cosa: The Heights, o al menos la parte del complejo levantada en el valle, se hallaba básicamente asentada en un enorme solar contaminado, sobre un acuífero tóxico.

Mientras guardaba aquellos primeros documentos, todo empezó a encajar en la cabeza de Pendergast. Lo vio clarísimo, incluidos los ataques del pirómano.

Con mayor rapidez, inspeccionó los archivos de la primera fase de la urbanización. El plan de gestión urbanística proponía utilizar las inmensas pilas de desechos para rellenar el estrecho barranco y crear el espacioso e interesante valle actual. El club se había construido un poco más abajo de donde estaba la vieja fundición, y en el interior del valle se había ubicado una docena de viviendas grandes. Henry Montebello, arquitecto jefe, se había encargado de todo: la demolición de las ruinas de la fundición, las alteraciones del terreno, la conversión de los desechos en una extensa y bonita planicie donde emplazar la parte baja de la urbanización y el club. Y su cuñada, la señora Kermode, había sido también parte activa del plan.

Interesante, se dijo Pendergast, que la mansión de Montebello se hallara en el lado opuesto de la ciudad y la vivienda de la propia Kermode se hubiera construido en la parte más alta de la cordillera, lejos de la zona de contaminación. Ellos, y los otros miembros de la familia Stafford responsables de la creación de The Heights, debían de saber lo del mercurio. Se le ocurrió que la verdadera razón por la que querían construir un club balneario nuevo —que en todo momento había parecido un capricho innecesario— y ubicarlo en el emplazamiento del antiguo cementerio de Boot Hill era, en realidad, para disponer del mismo fuera de la zona de contaminación.

Pendergast pasó de una subcarpeta a la siguiente, hojeando los documentos relativos a las subdivisiones originales y a la organización de la comunidad de vecinos. Las parcelas eran grandes, mínimo de una hectárea, y, en consecuencia, no había sistema de aguas comunitario: cada propiedad tenía su propio pozo. Las casas situadas en la base de valle, así como el club, habrían obtenido el agua de los pozos abiertos directamente en el acuífero contaminado de mercurio.

Y, en efecto, allí estaba el dossier de los permisos de los pozos. Pendergast lo examinó. Cada pozo requería el análisis de la calidad del agua, un procedimiento estándar. Y todos y cada uno de ellos habían superado la prueba: no se registraba contaminación por mercurio.

Resultados falsificados, sin lugar a dudas.

Después venían los contratos de compraventa de las primeras viviendas en The Heights. Apartó los de la docena de propiedades situadas en la zona contaminada para estudiarlas con detenimiento. Examinó los nombres de los compradores. La mayoría parecían ricos y mayores, jubilados. Esas casas habían cambiado de manos unas cuantas veces, sobre todo porque los precios de la vivienda se habían puesto por las nubes en los años noventa.

Sin embargo, Pendergast reconoció el nombre de dos de los compradores: Sarah y Arthur Roman, un matrimonio. Indudablemente los padres de Ted Roman. La fecha de compra: 1982.

La casa de los Roman se había levantado sobre el solar de la fundición, la zona de mayor contaminación. Trató de recordar lo que Corrie le había contado de Ted. Suponiendo que fuera de su edad, e incluso algo mayor, no cabía duda de que se había visto expuesto al mercurio en el seno materno y había crecido en una vivienda tóxica, bebiendo agua tóxica, dándose duchas tóxicas…

Pendergast dejó a un lado los documentos, pensativo. Al cabo de un rato, cogió el teléfono y llamó al móvil de Corrie. Saltó el buzón de voz.

A continuación llamó al hotel Sebastian y, tras hablar con varias personas, supo que había salido poco después de que acabara su turno de trabajo, a las once. Había cogido el coche, con rumbo desconocido. Pero le había pedido al conserje un mapa de las rutas de motonieve de las montañas que rodeaban Roaring Fork.

Con algo más de presteza, telefoneó a la biblioteca pública. Nadie contestó. Buscó el número particular de la directora. Cuando esta respondió, le explicó que el 24 de diciembre solían trabajar solo media jornada, pero que había decidido no abrir por la tormenta. En respuesta a su siguiente pregunta, contestó que Ted, en efecto, le había dicho que iba a aprovechar el día libre para disfrutar de una de sus actividades favoritas: recorrer las montañas en motonieve.

Pendergast volvió a colgar. Llamó al móvil de Stacy Bowdree, y también en este caso saltó el buzón de voz.

Su pálida frente se frunció. Mientras colgaba, reparó en algo que habría detectado inmediatamente si no hubiera estado preocupado: los papeles de su mesa estaban desordenados.

Los miró fijamente, y su memoria casi fotográfica le indicó cómo los había dejado. Una hoja —en la que había copiado el mensaje del Comité de los Siete— estaba más visible y los papeles de alrededor, movidos:

Esta noche a las once en el Ideal se esconden en la mina cerrada Christmas en lo alto de Smugglers Wall son cuatro

Pendergast salió corriendo de su despacho y subió a recepción, donde Iris seguía ocupando responsablemente su puesto.

—¿Ha entrado alguien en mi despacho? —preguntó con voz agradable.

—Oh, sí —contestó la secretaria—. Hace unas horas, esta misma tarde, he llevado a Corrie allí unos minutos. Buscaba su móvil.