Corrie sintió que los brazos fuertes de Ted la rodeaban, la abrazaban con fuerza. Esa fuerza le hizo sentirse segura. La inundó un gran alivio. Se relajó y se liberó de la presión en el tobillo roto al dejar que Ted la sujetara.
—Yo me encargo de ti —volvió a decirle, algo más alto.
—No me puedo creer que estés aquí —sollozó—. Ese tipo de la mina… es un matón contratado por Kermode para echarme de la ciudad. Es el mismo que mató a mi perro, el que me disparó al coche… y ahora quiere matarme a mí.
—Kermode —dijo Ted, con voz de pronto algo inquieta—. Era de esperar. Esa zorra. Ay, Dios, vaya si me voy a encargar de esa zorra.
A Corrie la dejó algo perpleja tanta vehemencia.
—Tranquilo —replicó—. Dios, qué mareada estoy. Creo que necesito tumbarme.
No pareció haberla oído. Sus brazos la estrujaron aún más.
—Ted, ayúdame a sentarme…
Se volvió un poco porque la estaba apretando tanto que empezaba a hacerle daño.
—Maldita zorra —repitió él, más alto.
—Olvídate de Kermode… Por favor, Ted… Me estás haciendo daño.
—No hablo de Kermode —dijo Ted—. Hablo de ti.
Corrie no estaba segura de haber oído bien. Estaba tan mareada. Los brazos de Ted la estrujaron aún más, hasta el punto de que casi no podía respirar.
—Ted… Me haces daño. ¡Por favor!
—¿Es eso todo lo que tienes que decir en tu defensa, zorra?
Su voz sonaba distinta ahora. Cruda, áspera.
—Ted… ¿qué?
—«¿Qué, Ted, qué?» —la imitó con voz de pito—. Menuda pieza estás hecha.
—¿De qué estás hablando?
La estrujó tan fuerte que ella soltó un grito.
—¿Te gusta eso? Porque sabes muy bien de qué estoy hablando. No te hagas ahora la niñita inocente.
Ella se revolvió, pero casi no le quedaban fuerzas. Era como una pesadilla. Quizá fuera una pesadilla. Quizá todo aquello lo fuera.
—¿Qué estás diciendo?
—«¿Qué estás diciendo?» —volvió a imitarla.
Corrie se retorció, intentando zafarse de Ted, y él la volvió bruscamente hasta que su rostro casi rozó el de ella. La expresión encendida, sudorosa, deformada, furiosa que desfiguraba su rostro la aterró. Tenía los ojos inyectados en sangre y llorosos.
—Mírate —le dijo bajando la voz, con los labios fruncidos de rabia—. Seduciéndome, siempre provocándome, prometiendo algo y luego negándomelo, dejándome en ridículo.
De pronto la estrujó con violencia entre sus brazos fuertes y ella notó que le crujían las costillas y el dolor le atravesaba el pecho como una lanzada. Gritó, jadeó, trató de hablar, pero él volvió a estrujarla, haciéndola resoplar.
—Pues la seducción se termina aquí mismo, ahora mismo.
La saliva de él le salpicó la cara. Sus labios, cubiertos de una película blanca, rozaron los de ella, su aliento extrañamente fétido la inundó como los vapores de un cadáver en fase de putrefacción.
Corrie trató de respirar, pero no podía. El dolor combinado del tobillo, la mano y ahora también las costillas era tan insoportable que le resultaba imposible pensar con claridad. El miedo y la estupefacción le desbocaron el corazón, ya acelerado por la persecución en las minas. En su vida había visto un rostro más retorcido ni tan aterrador. Estaba completamente loco.
«Loco. Loco…».
No quería pensar en las implicaciones de eso, no podía, no quería seguir ese pensamiento y llegar a una conclusión.
—Por favor… —logró decir con un hilo de voz.
—¿No es perfecto? Que hayas venido corriendo a mí de este modo. Qué karma. Me ahorra todos los preparativos habituales. El universo quiere darte una lección, y yo seré tu maestro.
Dicho esto, la tiró al suelo. Ella se despatarró con un grito de dolor. Ted la remató con una patada en las costillas rotas. El dolor era insufrible, y Corrie volvió a gritar, con la respiración entrecortada. Sintió que el mundo le daba vueltas, tuvo la extraña sensación de que flotaba, etérea; el dolor, el terror y la incredulidad dominaban todo su pensamiento. Se le nubló la vista y perdió la consciencia.
Parecía haber pasado un buen rato de oscuridad cuando otra lacerante punzada de dolor la hizo volver en sí. Seguía en aquel cuarto lóbrego. Debían de haber pasado solo unos instantes. Ted estaba de pie a su lado, su rostro todavía grotescamente distorsionado, sus ojos llorosos, sus labios cubiertos de aquella pegajosa eflorescencia blanca. Se agachó, la agarró de la pierna, la hizo girar y empezó a arrastrarla por el tosco suelo de madera. Ella quiso gritar, pero no pudo. Se dio un fuerte golpe en la cabeza y casi vuelve a desmayarse.
Ted la arrastró desde el cuarto trasero hasta la sección principal del edificio. La inmensa bomba de achique se alzaba sobre ella, un titánico gigante de colosales tuberías y cilindros. El alto edificio crujía con el viento. La arrastró hasta una tubería horizontal, le quitó bruscamente los guantes, reparó en la herida de la mano —con una malévola sonrisa—, y luego le levantó el otro brazo y le esposó con rudeza la muñeca a la tubería.
Ella se quedó allí, perdiendo y recuperando la consciencia.
—Mírate ahora —le dijo, y le escupió.
Mientras se esforzaba débilmente por incorporarse, jadeando de dolor, su cabeza le decía, por un lado, que aquello no le estaba sucediendo a ella, sino a otra persona, y que ella lo observaba desde lejos, desde muy lejos. Por otro lado, su cabeza fría y despiadada no paraba de decirle exactamente lo contrario. Aquello era real. Y no solo eso: Ted iba a matarla.
Después de esposarla a la tubería, retrocedió, se cruzó de brazos y supervisó su obra. La niebla oscura que la envolvía pareció disiparse un poco, y Corrie fue más consciente de su entorno. El suelo estaba sembrado de viejos trozos de madera. Un par de lámparas de queroseno colgaban por allí cerca y producían una tenue luz amarilla. En un rincón había un catre con un saco de dormir encima, una caja de esposas, un par de pasamontañas y varias latas grandes de queroseno. En una mesa, había varios cuchillos de caza, bobinas de cuerda, cinta americana, un frasquito con tapón de cristal que contenía un líquido claro, montones de calcetines de lana y gruesos jerséis, todos negros. También había un arma, que a Corrie le pareció una Beretta 9 mm. ¿Por qué tenía Ted un arma corta? De los clavos de la pared colgaban un abrigo de piel oscura y —qué perverso— un surtido de máscaras de payaso.
Aquello parecía un escondite, un refugio. El refugio de Ted. Pero ¿para qué necesitaba uno? ¿Y para qué eran todas aquellas cosas?
A un lado ardía una estufa de leña, cuya luz brillaba entre las rendijas de la forja de hierro, produciendo calor. Entonces percibió cierto hedor en el aire, un hedor nauseabundo.
Ted acercó una silla, le dio la vuelta y se sentó en ella a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo.
—Pues aquí estamos —dijo.
Algo horrible le pasaba. Sin embargo, el Ted furioso, violento y medio demente de hacía unos minutos había cambiado. Ahora estaba sereno, burlón. Corrie tragó saliva, incapaz de digerir todo aquello. Quizá si hablaba con él averiguaría lo que le preocupaba, lo rescataría del lugar oscuro en el que estaba. Pero, al intentarlo, solo consiguió emitir un lamentable sonido gutural.
—Cuando llegaste a la ciudad, pensé que quizá eras distinta de los demás de por aquí —dijo él. Volvió a cambiarle la voz, como si la rabia hubiera quedado profundamente enterrada en el hielo. Resultaba distante, frío, indiferente, como si hablara consigo mismo, o quizá con un cadáver—. Roaring Fork. Cuando yo era niño, solía ser una ciudad de verdad. Ahora se han apoderado de ella todos esos desgraciados que valen su peso en oro, esos anormales y sus muñecas obsesionadas con escalar socialmente, las estrellas de cine, los altos ejecutivos y los maestros del universo. Esquilmando las montañas, talando indiscriminadamente los bosques. ¡Tanto defender el medio ambiente! Tanto hablar de volver a lo orgánico, de reducir la huella de carbono comprando compensaciones de emisiones de CO2 para sus jets Gulfstream, de lo verdes que son sus mansiones de tres mil metros cuadrados. Cabrones. Qué asco me dan. Son parásitos de nuestra sociedad. En Roaring Fork es donde se juntan todos, halagándose unos a otros, quitándose los piojos unos a otros como malditos chimpancés. Y a los demás, a la gente de verdad, a los residentes nativos nos tratan como escoria, solo válida para barrerles los palacios y engordarles el ego. No hay más que un remedio para todo eso: el fuego. Este lugar debería arder. Debe arder. Y está ardiendo.
Sonrió y su cara reveló una distorsión endemoniada, aterradoramente próxima al rostro que le había mostrado antes.
Queroseno. Esposas. Cuerda. «Debe arder». Entonces, pese a la neblina en su mente, Corrie lo entendió: Ted era el pirómano. Un enorme escalofrío de miedo la recorrió entera, y trató en vano de zafarse de las esposas pese al dolor que le paralizaba el cuerpo. Pero, de pronto, en cuanto empezó a revolverse, paró de nuevo. Él la apreciaba, sabía que sí. Tenía que llegar a él de algún modo.
—Ted —graznó por fin—. Ted. Tú sabes que yo no soy como ellos.
—¡Huy, claro que sí! —gritó él inclinándose hacia ella; aquella pasta blanca le goteaba de los labios. Tan rápido como había llegado, la fachada gélida y metódica se desvaneció, y dio paso a la ira descontrolada y animal—. Conseguiste engañarme un tiempo, pero no… ¡Eres igual que ellos! Estás aquí por la misma razón: ¡por dinero!
Tenía los ojos tan inyectados en sangre que casi parecían rojos. Las manos le temblaban de ira. Le temblaba el cuerpo entero. Y su voz sonaba tan rara, tan distinta. Mirarlo era como mirar al mismísimo diablo. Tenía una expresión tan horrible, tan inhumana, que Corrie tuvo que apartar la vista.
—Si yo no tengo dinero —dijo ella.
—¡Exacto! ¿A qué has venido? A enganchar a algún capullo rico. ¡Yo no era lo bastante rico para ti! Por eso has jugado conmigo. Provocándome de ese modo.
—No, no, eso no ha sido así en absoluto…
—¡Cierra la puta boca! —le gritó con un volumen aterrador, tan fuerte que Corrie sintió que los tímpanos le vibraban por la presión.
Luego, con la misma brusquedad con que había desaparecido, volvió el gélido control. Esa fluctuación, de los alaridos homicidas, brutales y apenas controlados a la distancia fría y calculadora, se le hacía insoportable.
—Deberías estar agradecida —le dijo alejándose, sonando por un instante como el Ted de siempre—. Te he conferido sabiduría. Ahora lo entiendes. Los otros, los demás a los que he enseñado, no aprendieron nada.
Entonces, de repente, se volvió y la miró fijamente con una horrible sonrisa.
—¿Has leído alguna vez a Robert Frost?
Corrie no consiguió responder.
Ted empezó a recitar:
Unos dicen que el mundo acabará en fuego,
otros dicen que en hielo.
Por cuanto sé del deseo
me sumo a los que prefieren el fuego.
Alargó el brazo, cogió un palo de madera largo y seco de los muchos que había tirados por el suelo y, con la punta, levantó el pasador de la portezuela de la estufa de leña. Las llamas bañaron la estancia de una titilante luz amarilla. Metió el palo en el fuego y esperó.
—Ted, ¡por favor! —Corrie inspiró hondo—. No hace falta que hagas esto.
Él empezó a silbar una tonada poco melodiosa.
—Somos amigos. Yo no te he rechazado. —Sollozó un instante, hizo todo lo posible por calmarse—. No quería precipitarme, eso es todo…
—Bien. Eso está muy bien. Yo tampoco te he rechazado. Y tampoco voy a precipitarme. Dejaremos que la naturaleza siga su curso.
Retiró el palo. La punta ardía con intensidad, chisporroteando. Los ojos de Ted, en los que se reflejaba la luz danzarina del fuego, se volvieron despacio hacia ella, y el blanco inyectado en sangre le pareció asombrosamente grande. Entonces Corrie miró el tizón, luego a Ted, de nuevo el tizón, y supo lo que estaba a punto de ocurrir.
—¡Ay, Dios mío! —dijo alzando la voz hasta el chillido—. Por favor, no. ¡Ted!
Ted dio un paso hacia ella, agitando el palo en llamas delante de su cara. Un paso más. Corrie sentía el calor del tizón.
—No —fue lo único que consiguió decir.
Por un instante, él se la quedó mirando, con el palo chisporroteando resplandeciente en la mano. Y cuando habló, su voz sonó tan serena, tan controlada, que casi la volvió loca.
—Es hora de arder —dijo sin más.