Las balas pasaron silbando junto a ella, chisporroteando al chocar contra el suelo de piedra del túnel principal, y los fragmentos de suelo que rebotaban zumbaban como abejas. Corrió aterrada hacia el otro extremo del túnel transversal, saltando por encima de los antiguos raíles de los carritos, esperando sentir en cualquier momento que una bala le atravesaba la espalda y la tumbaba. La galería desembocaba en otra perpendicular, de modo que se topó con una pared de roca. Otra ráfaga de disparos recorrió estrepitosamente el pasaje y chocó contra las vigas del techo, generando una descarga de astillas y polvo y produciendo destellos en la superficie de la roca que tenía delante.

Dobló la esquina derrapando y siguió corriendo. Trató desesperadamente de recordar la distribución de los túneles que había visto en el mapa, pero el pánico le había dejado la mente en blanco. Al volver la esquina, los disparos cesaron por el momento, y entonces vio otro corredor mucho más estrecho que se dirigía hacia la derecha y descendía en picado en una serie de primitivos escalones, como si fuera una escalera de piedra gigante. Los bajó a toda prisa, de dos en dos, y se encontró de pronto en un pasaje inferior por el que corría un hilo de agua. Allí hacía más calor, puede que incluso por encima de cero, y su abultada ropa de invierno la hizo sudar.

—¡No podrás escapar! —Oyó que gritaba a su espalda—. ¡Solo hay callejones sin salida!

«Bobadas —se dijo con una valentía que no sentía—. Tengo un mapa».

Hubo otro par de disparos que impactaron a escasos metros de su espalda, y sintió que el polvillo de la piedra le rociaba la chaqueta. Miró alrededor. Otro túnel se abría a la izquierda; descendía también, con mayor pendiente aún. El agua hacía resbaladizos los escalones, y a lo largo de la pared, a modo de barandilla, había una soga, ya en estado de putrefacción.

Enfiló el túnel, corriendo a una velocidad imprudente. A mitad de camino, resbaló y, cuando quiso agarrarse a la cuerda, se le deshizo en las manos. Salió despedida hacia delante, amortiguó la caída con el hombro, rodó hasta el fondo y quedó despatarrada en la piedra húmeda. La ropa de abrigo abultada y el gorro de lana mitigaron el golpe, pero no mucho.

Se levantó y se tambaleó; le dolían las extremidades y tenía un corte en la frente que le escocía. Se encontraba en una cámara baja y ancha de apenas metro y medio de alto, con pilares de piedra que sostenían el techo. Se extendía en dos direcciones, hasta donde podía penetrar la luz de su linterna frontal. Corrió agachada, zigzagueando entre los pilares, iluminando apenas el camino para ver por dónde iba y luego apagando la linterna y avanzando en la oscuridad. Lo hizo un par de veces más y, a la tercera, mientras llevaba la linterna apagada, tomó una curva cerrada a la derecha, aminoró la velocidad y avanzó lo más sigilosamente posible.

La luz de la linterna del perseguidor acuchilló la oscuridad a su espalda, bamboleándose mientras el hombre avanzaba, sondeando aquí y allá. Corrie se escondió detrás de un pilar y se pegó a él, esperando. Despistado, pasó por delante de ella. Al poco, lo vio detenerse y mirar alrededor, con una pistola en la mano derecha. El hombre se dio cuenta de que la había perdido.

Ella salió sigilosamente de detrás del pilar y volvió por donde habían llegado, luego viró hacia un pasaje distinto, avanzando a oscuras, sin atreverse a encender la linterna, palpando el camino con las manos. Pestañeó y se limpió los ojos; la sangre del corte de la frente le corría libremente por la cara. Al poco, vio un destello de luz a su espalda y entendió que también él había dado la vuelta y retrocedía. Apretó el paso entonces, se quitó la linterna de la cabeza y la sostuvo en la mano, encendiéndola tan solo un segundo para ver por dónde iba y avanzar más rápido.

Mala idea. Resonaron un par de tiros y lo oyó correr; la luz de la linterna del perseguidor brillaba de un lado a otro, alumbrando a Corrie. Otro tiro. Pero el muy imbécil disparaba mientras corría, algo que solo funcionaba en las películas, así que ella aprovechó para esprintar como una loca.

A punto estuvo de no ver un pozo vertical que se abría justo delante. Frenó tan rápido que resbaló de lado como un corredor de base. Aun con todo, una pierna se le fue por el borde. Trepó y consiguió salir de aquel inmenso agujero con un involuntario alarido de terror. Cruzaba la sima una pasarela de hierro, pero parecía del todo podrida. Una escalera de hierro descendía a la negrura, también corroída.

Era una opción o la otra.

Se decidió por la escalera. Tanteó el primer escalón y se dispuso a bajar, buscando con el pie el siguiente, después uno más. La escalera crujía y se sacudía con su peso. Una ráfaga de aire viciado y todavía más caliente le llegó de abajo. Ya no había vuelta atrás. Empezó a bajar lo más rápidamente posible; la escalera entera se estremecía y se balanceaba. Se oyó un chasquido fuerte, luego otro, al soltarse los tornillos que la sujetaban a la piedra, y la escalera se zarandeó con violencia. Se aferró a ella, preparándose para una caída horrible y mortal, pero, chirriando, la escalera se detuvo y quedó colgando en medio del pozo.

Brilló una luz desde arriba, y destelló un arma. Agarrándose a los laterales de la escalera con los guantes y pegando los pies a los bordes de los mismos en vez de apoyarlos en los escalones, se deslizó; descendió más y más rápido, arrastrando consigo un torrente de óxido, hasta que tropezó de golpe con el fondo de la cavidad y se retiró rodando, justo cuando empezaron a llegar los disparos, que perforaron el suelo de piedra que ella acababa de pisar.

Maldita sea, se había hecho daño en el tobillo.

¿El perseguidor tendría el valor de descolgarse por esa escalera medio derruida? Cerca de Corrie había un montón de lona casi putrefacta y una pila de viejas tablas de madera. Cojeando, arrastró la lona hasta los pies de la escalera. Aquel material estaba seco como el polvo y casi se le deshacía entre las manos. La escalera se sacudía, crujía; el hombre estaba bajando.

Lo que significaba que no podría disparar el arma.

Aproximó aún más el rimero de lona a la escalera y amontonó encima los tablones, sacó el mechero y encendió la improvisada pira. Estaba todo tan seco que estalló como una bomba.

—¡Arde en el infierno! —gritó mientras se arrastraba por el túnel, procurando ignorar el dolor del tobillo. Dios, le parecía que se había fracturado. Cojeando, con aquel dolor insoportable, avanzó por otro túnel y luego otro, girando al azar, completamente perdida. En cualquier caso, era evidente que había salido ya de la mina Christmas y se había sumergido en los laberintos de la Sally Goodin o de una de las otras minas más bajas que recorrían como un panal la montaña. Oía ruidos a su espalda, lo que parecía indicar que su perseguidor, de algún modo, había sobrevivido al fuego, o quizá había esperado a que se extinguiera.

Más adelante, su linterna le reveló un derrumbe, un puñado de rocas dentadas esparcidas por el suelo y algunas vigas transversales encima. Sin embargo, entre los escombros podía entreverse un camino estrecho y tortuoso. De arriba venía aire frío. Se subió con dificultad a los montones de piedras y vigas rotas y se asomó. Por una grieta se veía un trozo de cielo gris, oscuro, pero nada más. No había salida.

Siguió abriéndose paso entre los escombros y llegó al fin al otro extremo del túnel. De repente, percibió un zumbido. Se detuvo, alumbró la zona con la linterna, dio un grito y retrocedió enseguida. Acurrucada entre las piedras, impidiendo el paso, había una masa gigantesca y viscosa de serpientes de cascabel en hibernación. Estaban medio dormidas en esa cámara de aire frío, pero la masa retorcida aún se desplazaba con una especie de movimiento lento y horrible, pulsátil, rotatorio, casi como una única entidad. Algunas estaban lo suficientemente despiertas como para traquetear a modo de advertencia.

Alumbró alrededor y descubrió que había aún más serpientes enroscadas en pequeñas grietas entre las rocas. Estaban por todas partes; había cientos de ellas, al parecer. Incluso observó con repugnancia la presencia de unas cuantas detrás de ella.

De repente, sonó un disparo, y notó un tirón en una mano en respuesta al impacto. Instintivamente, saltó por encima de la masa de serpientes y trepó por las piedras; el dolor del tobillo era cada vez más insoportable. Después hubo otro disparo, y luego otro, y Corrie se refugió detrás de una roca grande, justo al lado de una enorme cascabel dormida. Había algunos pedruscos cerca; aquella era una oportunidad que no podía dejar pasar. Cogió una piedra pesada con la mano derecha —algo le pasaba en la mano izquierda, pero ya se ocuparía de eso más tarde— y se subió a la roca grande, desde donde lanzó la piedra con gran violencia a la masa de serpientes.

El pedrusco golpeó el grupo de reptiles, y la reacción fue inmediata y aterradora: una erupción de zumbidos llenó el túnel de un sonido parecido al de mil abejas, acompañado de un explosivo movimiento al retorcerse. La perezosa masa de serpientes pronto se convirtió en un torbellino, enroscándose, atacando, desplazándose en todas las direcciones. Algunas se arrastraron hacia Corrie.

Retrocedió. Otro disparo alcanzó a las rocas de alrededor, rebotando, y Corrie cayó entre dos piedras. El zumbido inundó la cueva a modo de una inmensa dinamo. Se levantó y corrió, arrastrando el tobillo roto. Media docena de serpientes se abalanzaron sobre ella, pero se apartó de un salto. Sin embargo, dos le clavaron los colmillos en el grueso tejido de los pantalones de esquí. Soltando un alarido, se las quitó a manotazos, y parecía que estuviera bailando en medio de las fieras de cascabel mientras otro par de disparos aullaba entre las rocas. A los pocos segundos, estaba lejos de la masa furiosa y se alejaba cojeando, hasta que no pudo aguantar más y se derrumbó de dolor. Tendida en el suelo, resoplaba, y las lágrimas le corrían por la cara. Sí, tenía el tobillo fracturado. Y luego estaba la mano; aun en la oscuridad, vio que el grueso guante estaba empapado de un líquido caliente. Se lo quitó con muchísimo cuidado, levantó la mano a la luz y le asombró lo que vio: el meñique le colgaba apenas de un hilillo de piel, y la sangre le salía a borbotones.

—¡Joder!

Se sacudió aquel dedo inservible, casi desmayándose del mareo y del asco. Se quitó la bufanda, le arrancó una tira con la navaja y se vendó la mano y el muñón del dedo, apretándolo para detener la hemorragia.

«Mi dedo. Dios mío».

Como en un sueño, casi conmocionada de incredulidad, volvió a ponerse el guante lo mejor que pudo para sujetar el vendaje improvisado. Mientras lo hacía, oyó un grito a su espalda, luego un chillido y los disparos descontrolados del arma. Sin embargo, esta vez los tiros no iban dirigidos a ella. La furia de los reptiles inundó el túnel de un atronador cascabeleo. Más disparos y gritos.

Debía seguir adelante; aquel tipo terminaría escapando de las serpientes, salvo que Corrie tuviera la enorme fortuna de que le mordieran. Se puso de pie como pudo, combatiendo el mareo y, de pronto, unas náuseas cada vez mayores. Por Dios, necesitaba una muleta, pero no había nada a mano que le sirviera. Cojeando muchísimo, siguió avanzando por el túnel, que descendía de forma constante durante un tramo, dejando atrás varios pasajes transversales. Al rato, llegó a un pequeño nicho lateral, bloqueado por rocas que formaban un muro improvisado, ahora medio derrumbado. ¿Un escondite? Se acercó, retiró algunas de las piedras y miró dentro.

El haz de luz cayó sobre una horda de ratas, que se volvieron histéricas y salieron corriendo en todas las direcciones en medio de un coro de chillidos, dejando al descubierto los restos de varios cuerpos.

Se quedó mirando estupefacta. Había cuatro en total. Era una fila de esqueletos o, más bien, momias parciales, porque aún tenían carne seca pegada a los huesos, ropa podrida, botas viejas y pelo. Las cabezas estaban echadas hacia atrás, las mandíbulas, completamente abiertas como si gritaran, exponiendo sus bocas momificadas llenas de dientes negros y podridos.

Al aproximarse para mirarlos de cerca, vio todos los indicios. Les habían disparado. Había numerosos orificios en los cráneos, y muchos otros huesos rotos por lo que parecían impactos de bala. El ataque de un pelotón de fusilamiento más de lo que habría sido necesario para matarlos, un despliegue de furia violenta y homicida.

«Los cuatro mineros enloquecidos por el mercurio».

Los habían matado en alguna parte de aquel sistema de túneles, probablemente en la mina Christmas, y habían arrastrado los cuerpos hasta allí para ocultarlos.

Junto a los cadáveres había una vara larga y pesada, una porra, de hecho, que quizá llevara alguno de los asesinos. Le serviría de muleta improvisada.

Lo más rápido que pudo, y sin poner en peligro la integridad de las pruebas, Corrie se descolgó la mochila, sacó las bolsas de muestras y las extendió. Se quitó el guante de la mano buena, se puso de rodillas y se acercó a los cuerpos arrastrándose para coger de cada uno de ellos una muestra de pelo, un fragmento de carne seca apergaminada y un pequeño hueso. Se arrodilló de nuevo, cerró las bolsas herméticas y las guardó en la mochila. Fotografió los cuerpos con el móvil y se colgó de nuevo el morral.

Con un gemido de dolor, logró ponerse de pie, apoyándose en la muleta. Ahora debía averiguar dónde estaba y hallar la salida, sin que le dispararan mientras tanto.

Casualmente, oyó más disparos a su espalda, muy cerca del derrumbe. Casi le parecía distinguir el zumbido de las cascabel, un suave silbido a lo lejos, agradable como el batir de las olas.

Siguió avanzando por el túnel, jadeando de dolor, tratando de vislumbrar algún punto de referencia que pudiera localizar en el mapa y le permitiera orientarse hacia una salida. Para gran alivio suyo, después de vagar sin rumbo diez minutos, llegó a la confluencia de varios túneles, tres perpendiculares y otro tangencial. Se apoyó en la pared, sacó el mapa y lo escudriñó.

Y allí estaba.

Gracias a Dios. Una brecha, por fin. Según el mapa, se hallaba en la mina Sally Goodin, no lejos de una salida inferior. Un túnel de desaguado, que contenía una gran tubería, se encontraba a unos cientos de metros de donde ella estaba y conducía a la bomba de achique Ireland, en el circo de debajo de la mina Christmas. Plegó el mapa, lo guardó y enfiló el túnel indicado.

En efecto, después de unos cuantos minutos de insoportable caminata, finalmente llegó hasta un curso bajo de agua que cubría el suelo de roca y después a la boca de una antiquísima tubería, de casi un metro de diámetro, que corría por un lateral del pasaje. Se agachó y trepó a la boca del conducto, agradecida de no tener que sostenerse de pie, y empezó a avanzar por él.

Estaba oscuro, y la sensación era de encierro. La ropa abultada de Corrie no paraba de engancharse y rasgarse con las zonas oxidadas de la tubería, pero el camino estaba despejado, sin desplomes ni estrechamientos. Al cabo de unos diez minutos, pudo sentir que el flujo de aire se hacía más frío y más fresco y le pareció percibir un olor a nieve. Unos minutos más tarde, vislumbró una luz levísima al fondo y no tardó en acceder, primero a través de un puente y luego de una puerta de madera parcialmente abierta, a un espacio oscuro y lóbrego, repleto de tuberías oxidadas y válvulas gigantes. De repente hacía mucho frío, y la exigua luz gris se filtraba por las rendijas y las grietas del techo de madera. Supuso que se encontraba ahora en alguna estancia en las entrañas del viejo edificio de la bomba Ireland.

Con un sollozo de alivio, miró alrededor y vio una antigua escalera que conducía hacia arriba. Cuando se dirigía cojeando hacia los escalones vio, con el rabillo del ojo, una figura oscura que se movía. Una forma humana que se acercaba a ella deprisa.

«Se ha librado de las serpientes. Como sea, ha conseguido deshacerse de las cascabel y me ha dado alcance…».

Un brazo le rodeó la cintura, otro la atrapó por el cuello, tapándole la boca, ahogando un grito y echándole la cabeza hacia atrás. Entonces apareció un rostro en la penumbra, un rostro que pudo reconocer.

Ted.

—¡Tú! —espetó Ted soltándola de repente y destapándole la boca—. ¡Eres tú! ¿Qué demonios haces aquí…?

—Ay, Dios mío —gimoteó ella—. ¡Ted! Hay un hombre por ahí dentro… Ha intentado matarme… —añadió, incapaz de continuar, mientras él la sostenía.

—¡Estás sangrando! —exclamó él.

Corrie empezó a sollozar.

—Gracias a Dios, Ted, gracias a Dios que estás aquí. Tiene un arma…

El brazo de Ted volvió a ceñirle la cintura para sujetarla.

—Pues como salga está jodido —dijo en voz baja y en un tono lúgubre.

Ella sollozó y resopló.

—Me alegro tanto de verte… Me ha arrancado el dedo de un disparo… Necesito ir a un hospital…

Ted siguió abrazándola.

—Yo me encargo de ti.