¿Coincidencia? Sin duda era posible. Corrie se dijo que las huellas podían ser de alguien de la urbanización; a fin de cuentas, había decenas de viviendas allí arriba. Quizá fuera algún residente, que volvía aprisa a su casa antes de que la tormenta empeorara. No obstante, ya la habían seguido antes, en la ciudad. Además, ¿para qué habría entrado aquel coche en el aparcamiento? De pronto, se atemorizó y echó un vistazo alrededor, pero no había otros vehículos a la vista. Miró el reloj: las dos de la tarde. Le quedaban tres horas de luz natural.
El Explorer subió la carretera derrapando, Corrie pisando el acelerador. Tomó la última curva patinando y detuvo el coche junto a la valla que rodeaba la pista de esquí. La nieve había aflojado aún más, pero al alzar la vista al cielo pudo ver densas nubes grises, promesa de nuevas nevadas.
Sin apagar el motor, comprobó de nuevo la mochila: todo estaba allí, en perfecto estado. No llevaba traje para motonieve, pero se había puesto prácticamente todas las capas de ropa de invierno que tenía, además de dos pares de guantes, un pasamontañas y unas gruesas botas de nieve Sorel.
Salió del coche, cogió la pesada mochila y se la colgó de un hombro. Había una siniestra quietud en la pista. Todo estaba bañado en una luz fría y gris; el aire era gélido, el aliento se le condensaba. Olía a bosque alpino. Las ramas de los árboles estaban cargadas de nieve y se encorvaban; el borde del tejado del almacén seguía cubierto por una gruesa capa de nieve y hielo, cuyos carámbanos se veían fríos y grises bajo la escasa luz.
Abrió el candado con su llave y entró en el almacén, luego encendió las luces. Las motonieves estaban todas allí, perfectamente alineadas, con las llaves en el contacto y los cascos colgados de un perchero de pared próximo. Recorrió la fila, examinándolas, comprobando los contadores de gasolina. Aunque nunca había conducido una, de adolescente había montado bastante en motos de cross en Kansas y le daba la impresión de que funcionaban igual, con el acelerador en el manillar derecho y el freno en el izquierdo. Sencillo. Escogió la que parecía más limpia, se aseguró de que tenía el depósito lleno, eligió un casco y guardó la mochila en el compartimento de debajo del asiento.
Acercándose a la entrada principal del almacén, abrió la puerta desde dentro con llave y la empujó con dificultad. La nieve que se había amontonado contra la puerta entró en avalancha en la nave. Arrancó la motonieve, se acomodó en el asiento y echó un vistazo a los controles, el acelerador, los frenos y el cambio de marchas; luego encendió y apagó las luces unas cuantas veces.
Pese al miedo y la angustia que la carcomían, no pudo evitar sentir una creciente emoción. Debía tomárselo como una especie de aventura. Si alguien la seguía, ¿se atrevería a ir también montaña arriba? Lo veía improbable.
Se puso el casco, le dio a la máquina un poco de gas y salió con cuidado. Una vez fuera, trató de cerrar el portón de la nave, pero la nieve que había caído dentro impedía que se deslizara.
Pensó que, en realidad, estaba robando una motonieve, algo que probablemente estuviera penado, pero entre las fiestas, la tormenta de nieve y la policía ocupada en la búsqueda del pirómano, las posibilidades de que la pillaran le parecían nulas. Según el mapa, la entrada a la mina Christmas estaba a unos cinco kilómetros de distancia, por antiguas carreteras mineras que ahora ya eran pistas de motonieve oficiales. Si procedía con cautela, podía estar allí en unos diez o quince minutos. Claro que muchas cosas podían ir mal. Quizá no pudiera entrar en el túnel, o tal vez se lo encontrara derrumbado; quizá hubieran enterrado u ocultado los restos humanos. O, Dios no lo quisiera, Pendergast se le hubiera adelantado y se lo encontrara allí. A fin de cuentas, había averiguado la ubicación de la mina indirectamente gracias a él. Pero al menos tenía la sensación de que lo había hecho lo mejor posible. En cualquier caso, podía subir y volver en menos de una hora.
Examinó con detenimiento los mapas, procurando memorizar la ruta; luego los guardó en la guantera de debajo del pequeño parabrisas. Avanzó un poco más en la nieve, y la moto empezó a hundirse de forma alarmante. Con un poco más de gas, sin embargo, logró deslizarse mucho más y de manera más segura. Acelerando con cautela ascendió por la vía de servicio que, según el mapa, desembocaba en la red de pistas de motonieve de las montañas, que finalmente conducía a la antigua carretera minera que la llevaría a Smuggler’s Cirque y a la entrada de la mina que había en la parte más alta.
No tardó en cogerle el tranquillo a los controles y empezar a moverse a buena velocidad, a treinta kilómetros por hora, mientras el vehículo iba dejando una estela de nieve a su espalda. Le resultó inesperadamente estimulante bordear el bosque de abetos, con el gélido viento rozándole la cara, rodeado de espléndidos picos montañosos. Iba bastante calentita con todas las capas de ropa que llevaba puestas.
Al llegar a la cresta de la montaña, se topó con la principal pista de motonieves, convenientemente señalizada. La fuerte nevada había borrado cualquier huella que pudiera haber habido allí, pero los límites de la carretera, marcada con postes altos e indicadores naranjas fosforescentes, eran perfectamente visibles mientras ascendía por Maroon Ridge.
Continuó. A medida que aumentaba la altitud, los árboles eran cada vez más pequeños y más amorfos; algunos parecían simples protuberancias de nieve. Entonces, casi de repente, emergió por encima del límite forestal. Se detuvo a comprobar el mapa: todo iba bien. Las vistas eran impresionantes: Roaring Fork esparcido por el valle, un pueblo en miniatura, como de juguete, vestido de blanco. A su izquierda, la zona de esquí se adentraba en las montañas cubiertas de estelas blancas. Los remontes aún funcionaban, pero solo los esquiadores más empedernidos estarían fuera. A su espalda, se alzaban los impresionantes picos de la divisoria continental, de más de cuatro mil metros de altura.
Conforme al mapa, ya estaba a medio camino de la zona de los antiguos edificios mineros del Smuggler’s Cirque.
De pronto, oyó un zumbido distante, procedente de la parte baja de la carretera, y se detuvo para escuchar con atención. Era el motor de una motonieve. Recorriendo con la vista el camino por el que ella había subido, divisó un punto negro que tomaba una de las curvas cerradas para luego desvanecerse entre los árboles.
Sintió una oleada de pánico. En efecto, alguien la seguía. ¿O sería solo otro motorista? No, una coincidencia era algo casual, pero aquella era la tercera vez en ese día que se sentía vigilada. Tenía que ser aquel tipo, el matón contratado por Kermode, estaba segura; la persona que la había amenazado, que había degollado a su perro. Al pensarlo, la asaltó una nueva oleada de miedo. Aquello no era una aventura. Era una absoluta temeridad: se había puesto en una posición vulnerable, sola en la montaña, lejos de cualquier ayuda.
Sacó enseguida el móvil. No había cobertura.
El sonido del motor aumentaba deprisa. No disponía de mucho tiempo.
Se le aceleró el pensamiento. No podía dar media vuelta y regresar; solo había una pista, salvo que descendiera directamente por la ladera casi vertical. Tampoco podía parar y esconderse, porque la moto dejaba un rastro inconfundible. Además, la nieve era demasiado profunda para bajar del vehículo e ir a pie.
Empezó a ser consciente de que se había puesto en verdadero peligro. Lo mejor, decidió, sería continuar y subir hasta la mina, entrar, si podía, y escaparse del hombre que la seguía allí dentro. Llevaba un mapa de la mina, y él seguramente no.
Cuando iniciaba de nuevo el ascenso por la pista, vio que la motonieve tomaba la última curva antes del límite forestal, acelerando en dirección a ella.
Aumentando la velocidad, arrancó pista arriba, primero a cincuenta kilómetros por hora, luego a sesenta, a sesenta y cinco. La motonieve casi volaba, con un barranco prácticamente vertical a un lado y una escarpada pared de nieve al otro. Cinco minutos después, la pista bordeaba un valle, y Corrie se encontró de pronto en el viejo complejo minero, alojado en la extensa hondonada marcada en el mapa como Smuggler’s Cirque, rodeada de elevadas cordilleras, con edificios mineros abandonados por todas partes, los bordes de los tejados combados por el peso de la nieve y montones de tablones rotos. Se detuvo un instante para orientarse con el mapa. La mina Christmas estaba aún más arriba, en una pendiente escarpada a medio camino de la ladera de la montaña, justo encima de los viejos edificios. Smuggler’s Wall. Mapa en ristre, miró hacia arriba y, pese a la escasa luz, localizó la entrada. La pista oficial para motonieves terminaba allí, pero en el mapa se veía una vieja carretera minera, aún existente, que conducía a la mina. Al contemplar la escarpada ladera, pudo distinguir el trazado de la carretera, que ascendía zigzagueando en una serie de aterradoras curvas, salpicadas de fuertes desplomes de nieve.
Oyó de nuevo la motonieve que se le acercaba.
Guardó el mapa y aceleró. Dejando atrás los viejos edificios, se dirigió al extremo más alejado de la cuenca, donde la pendiente se acentuaba de nuevo. Le sorprendió ver huellas frescas de motonieve entre los edificios, algo cubiertas de nieve reciente, pero visiblemente dejadas tras de sí por la moto hacía solo unas horas.
Alcanzó la base de la carretera. Aquello iba a ser aterrador. Pero mientras contemplaba la pared casi vertical que tenía encima, el sonido de la motonieve que la perseguía se hizo más fuerte y, al volverse, la vio rebasar el borde de la extensa hondonada, a poco menos de un kilómetro de ella.
Acelerando, inició el ascenso, lo más pegada posible a la pared de la montaña, atravesando amontonamientos de nieve. La primera curva cerrada era tan empinada y estrecha que casi se le para el corazón. Mientras trepaba por ella, reduciendo la velocidad considerablemente, estuvo a punto de quedarse atascada en un apilamiento de nieve, y sus esfuerzos por liberarse generaron una cascada de nieve e hicieron que la moto se escorara. Pisó fuerte el acelerador e hizo que el vehículo removiera la nieve a su alrededor. Por fin logró enderezarse. Hizo una pausa, respirando con dificultad, aterrada por el inmenso vacío blanco que se abría a sus pies. Se le pasó por la cabeza que el riesgo de alud en una pendiente tan escarpada debía de ser alto. Vio que su perseguidor atravesaba ya el complejo minero, pisándole los talones. Estaba lo bastante cerca como para verle el rifle que llevaba colgado del hombro.
Reparó en que se había dejado acorralar en la montaña. La carretera terminaba en la mina, y alrededor no había más que laderas escarpadas. Y un asesino unos kilómetros más abajo.
Pasó otra media docena de curvas espeluznantes, conduciendo frenética por la nieve profunda, sin dejar que la moto se detuviera y se ancorara. Finalmente llegó a la entrada de la mina Christmas, precedida por un caballete desvencijado y caracterizada por una boca cuadrada de inmensos maderos podridos. Llevó la motonieve hasta la misma boca, se quitó el casco, levantó el asiento y sacó la mochila. En cuanto se apagó el motor, pudo oír el rugido de la otra motonieve, mucho más cerca.
La puerta se encontraba en el interior del túnel, a tres metros de la entrada, lo que significaba que no estaría enterrada en la nieve. Era una puerta oxidada, encajada en un marco de acero remachado, tremendamente picada por el paso de los años, provista de un enorme cerrojo asegurado con un candado pesado y antiquísimo.
El sonido del motor se oía más fuerte. Corrie sintió pánico. Se quitó los guantes, sacó el juego de ganzúas e intentó insertar una llave maestra en el candado, pero enseguida resultó evidente que la cerradura estaba bloqueada por el óxido y no era posible saltarla. Mientras la manipulaba, oyó el rugido de la moto mucho más cerca.
Sacó las tenazas de la mochila, pero no eran lo bastante grandes para que los dientes encajaran en la gruesa barra del cerrojo. En cambio, sí encajaban en la hembrilla. Enganchó los dientes de las tenazas a esta pieza y apretó fuerte hasta que las pinzas de la herramienta se cerraron casi por completo. Con el martillo, golpeó con fuerza la hembrilla parcialmente cortada; luego dio otro golpe y dobló el metal lo suficiente como para poder cortar el resto de la pieza y dejar caer el candado. Aun así, todo estaba tan oxidado que tuvo que aporrear el cerrojo con el martillo para que cediera por completo.
Se lanzó contra la puerta de hierro con todo el cuerpo, pero apenas se abrió y tan solo soltó un enorme chirrido metálico de protesta.
El motor de la motonieve que se aproximaba profirió un súbito rugido; Corrie vio una ráfaga de nieve, y luego apareció la moto en la boca de la mina, conducida por un hombre con casco negro y traje de nieve acolchado. Se apeó y se dispuso a quitarse el casco y desenfundar el rifle al mismo tiempo.
Con un grito involuntario, Corrie se arrojó sobre la puerta, casi dislocándose el hombro, y tras un gran estrépito esta cedió lo justo para que ella se colara por la ranura. Cogió la mochila y entró, luego se volvió y se lanzó de nuevo contra el portón. Logró cerrarla un poco en el preciso instante en que se oía un sonoro disparo de rifle y una bala rozaba el borde de la puerta y entraba en la mina, produciendo chispas al impactar en las rocas a su espalda.
Con un segundo empujón, cerró completamente la puerta. Apoyada en ella, Corrie sacó como pudo la linterna frontal, se la puso por encima del pasamontañas y la encendió. Un par de balas se estamparon en la puerta con un ruido ensordecedor, pero, como estaba hecha de hierro macizo, solo consiguieron abollarla. Entonces notó que el perseguidor se abalanzaba sobre el portón, empujándolo unos centímetros. Una vez más, Corrie se arrojó contra la puerta y la cerró de golpe; luego sacó la palanca de la mochila y la encajó por debajo de la estructura de hierro, le dio un golpe con el martillo y después otro hasta que quedó anclada, al tiempo que notaba que, desde el otro lado, el hombre golpeaba la puerta con el hombro, intentando abrirla por la fuerza.
El tipo la siguió aporreando furioso, y la palanca se deslizó un poco. No aguantaría. Miró alrededor. Por todas partes había rocas partidas junto con viejos pedazos de hierro y maquinaria antigua.
¡Zas! El hombre se estaba tirando encima de la puerta, y la palanca iba cediendo.
Volvió a encajarla a martillazos y empezó a apilar rocas y hierros delante. Siguiendo los raíles, detectó una antigua carreta de mineral y, con gran dificultad, consiguió moverla y ladearla para que volcara contra la puerta. Hizo rodar algunas rocas más grandes. Ahora sí que aguantaría, al menos un rato. Se apoyó en la pared de roca, resoplando con fuerza e intentando recuperar el aliento y decidir qué hacer a continuación.
Se oyeron más disparos contra la puerta, que produjeron un clamor metálico ensordecedor en aquel espacio cerrado, y la sobresaltaron. Cogió la mochila, dio media vuelta y se adentró en el túnel. Por primera vez pudo ver el espacio en el que se encontraba. El aire era frío, pero no tanto como fuera, y olía a moho y a hierro. El túnel avanzaba en línea recta a través de la roca maciza, soportado cada tres metros por pesadas vigas de madera. Un conjunto de raíles de mineral conducían a la oscuridad.
Enfiló el túnel a paso ligero. Los ruidos de su perseguidor intentando entrar en la mina resonaban por el pasaje. Corrie llegó a un túnel transversal, giró hacia un lado y luego, al avanzar y llegar a un callejón sin salida, tuvo que parar a descansar. Y a pensar.
Había ganado tiempo, pero el hombre terminaría abriendo la puerta. El viejo mapa indicaba que una sección de la mina Christmas conectaba con otras minas inferiores, formando un laberinto de túneles y pozos, suponiendo que todos ellos fueran aún transitables. Si lograba llegar a ellos, encontrar el camino de salida… Pero ¿de qué iba a servirle eso? La nieve de fuera tenía varios metros de profundidad, era imposible caminar por ella. Solo podía salir de la montaña de una forma: con la motonieve.
Además, nadie sabía que ella estaba allí arriba. No se lo había dicho a nadie. «Dios mío —se dijo—, en qué lío me he metido».
En ese preciso instante, oyó un chirrido de metal, luego otro. Volvió sobre sus pasos, se asomó por la esquina del pasaje, miró a la puerta distante y vio un haz de luz. Otro chirrido, y el haz se hizo mayor.
El hombre estaba abriendo la puerta. Corrie distinguió un hombro, un rostro de aspecto cruel y un brazo con un arma corta.
Corrió en el momento en que el hombre le disparaba.