A las once de la mañana del día de Nochebuena, después de untar de mantequilla doscientas tostadas, lavar el doble de platos y fregar la cocina entera, Corrie volvió a su habitación, se enfundó en el abrigo y se aventuró a salir a la tormenta. La idea de que Kermode o sus secuaces pudieran estar fuera con aquel tiempo, esperándola, le parecía descabellada; aun así, sintió un escalofrío de miedo. Se consoló pensando que iba camino del lugar más seguro del mundo: la comisaría de policía.
Había decidido plantarle cara a Pendergast. Quizá no tanto plantarle cara como insistirle en que compartiera con ella la información que al parecer había obtenido en su excursión a Leadville. Tal y como ella lo veía, no era justo que se la ocultara. A fin de cuentas, ella había descubierto la implicación de Swinton en el caso y le había pasado el nombre a él. Si había averiguado algo de los antiguos asesinatos, lo mínimo que podía hacer era permitirle que los incluyera en su tesis.
El viento y la nieve arrastrada por este la abofetearon al volver la esquina en dirección a Main Street. Se inclinó hacia delante para combatirlo, agarrándose la gorra. El área de negocios de Roaring Fork era relativamente pequeño, pero, aun así, el trayecto se hacía bastante largo en plena ventisca.
La comisaría se alzó imponente en medio del remolino de nieve; en sus ventanas resplandecía una luz amarilla, perversamente acogedora. Por lo visto, todos estaban trabajando a pesar de la tormenta. Subió las escaleras de entrada, se quitó la nieve pateando el suelo del vestíbulo, sacudió el gorro y la bufanda de lana y entró.
—¿Está el agente especial Pendergast? —le preguntó a Iris, la mujer de recepción con la que había entablado amistad en los últimos diez días.
—Oh, cielo —suspiró—. No ficha nunca y lleva unos horarios rarísimos. No logro seguirle la pista —añadió negando con la cabeza—. Pasa si quieres a ver si está en su despacho.
Corrie bajó al sótano y agradeció por una vez el calor que hacía allí abajo. La puerta del despacho estaba cerrada. Llamó, pero no contestó nadie.
¿Dónde estaría, con aquella tormenta? En el hotel Sebastian no, porque no le había contestado al teléfono.
Bajó la manija, pero la puerta estaba cerrada con llave.
Se detuvo un instante, pensativa, sin soltar la manija. Luego volvió arriba.
—¿Lo has encontrado? —preguntó Iris.
—No ha habido suerte —dijo Corrie. Titubeó—. Perdona, creo que me olvidé algo importante en su despacho. ¿Tienes la llave?
Iris se lo pensó.
—Sí, pero me parece que no puedo dejarte entrar. ¿Qué te olvidaste?
—El móvil.
—Ah. —Iris se lo pensó un poco más—. Supongo que podría siempre y cuando me quede contigo.
—Eso estaría fenomenal.
Bajó de nuevo las escaleras, esta vez detrás de Iris. En un momento, la mujer había abierto la puerta y encendido la luz. Allí dentro hacía calor y el ambiente estaba muy cargado. Corrie miró alrededor. La mesa estaba cubierta de papeles cuidadosamente dispuestos. Exploró con la mirada la superficie, pero estaba todo demasiado ordenado de manera meticulosa para revelar cualquier información.
—No lo veo —dijo Iris mirando alrededor.
—Quizá lo haya guardado en algún cajón.
—No me parece bien que abras ningún cajón, Corrie.
—Vale. Claro que no.
Miró con frenesí por toda la mesa, de un extremo al otro.
—Tiene que andar por algún lado —dijo.
Entonces Corrie vislumbró algo interesante. Una página arrancada de una libreta pequeña, manuscrita con la inconfundible caligrafía de Pendergast. La parte superior de la hoja sobresalía entre un fajo de documentos. Tres palabras subrayadas saltaban a la vista: «Swinton» y «mina Christmas».
—¿Estará por aquí?
Corrie se inclinó sobre el escritorio como si mirara detrás de la lámpara mientras le daba un codazo «sin querer» a los cuadernos y dejaba al descubierto unas cuantas líneas más de la hoja arrancada en la que Pendergast había escrito:
Esta noche a las once en el Ideal se esconden en la mina cerrada Christmas en lo alto de Smugglers Wall son cuatro
—En serio, Corrie, ya está bien —dijo Iris con firmeza y frunciendo los labios al verla leer algo del escritorio.
—Vale, lo siento. ¿Dónde demonios habré metido ese condenado móvil?
De vuelta en el hotel, Corrie anotó enseguida las líneas que había memorizado y luego las miró pensativa. Era evidente que Pendergast había copiado una nota o algún documento antiguo donde se mencionaba el sitio en el que tendría lugar el ataque a los caníbales: la mina Christmas. En el archivo de la mansión Griswell había visto unos cuantos mapas del distrito minero en los que estaban marcados e identificados las minas y los túneles. Sería fácil encontrar la ubicación e incluso la distribución de las galerías subterráneas de esa mina Christmas.
Aquello era interesante. Aquello lo cambiaba todo. Había sospechado que los mineros enloquecidos por el mercurio se habían escondido en alguna mina abandonada. Si los habían matado en algún túnel o pozo, quizá los restos aún estuvieran allí.
La mina Christmas… Si recuperaba unos cuantos huesos y alguna muestra de pelo de los restos mortales, podía pedir que los analizaran en busca de indicios de intoxicación por mercurio. Ese análisis era barato y rápido; incluso se podía pedir un kit de herramientas para hacerlo en casa. Y si el análisis salía positivo, sería la guinda de su trabajo. Habría resuelto definitivamente los antiguos asesinatos y establecido un móvil de lo más inusual.
Pensó en lo que le había prometido a Pendergast: que no saldría del hotel, que se abstendría de buscar a la persona que le había disparado y que había decapitado a su perro. Bueno, ella ya había desistido de esa idea. Pendergast no debería haberle ocultado información, sobre todo información tan crucial para su tesis.
Miró por la ventana. La ventisca no había remitido. Como se acercaba la Nochebuena, todo estaba cerrado y la ciudad estaba casi desierta. Ahora mismo sería el momento perfecto para hacer una visita a los archivos de la mansión Griswell.
Corrie hizo una breve pausa, luego se guardó en el bolsillo su pequeño juego de ganzúas. La casa seguramente tendría una cerradura de época, no supondría problema alguno.
Volvió a abrigarse y se aventuró a salir a la tormenta. Por suerte para ella, mientras avanzaba penosamente por las calles desiertas comprobó que en efecto no había nadie por ahí fuera más que las máquinas quitanieves. Algunos de los adornos navideños, guirnaldas y cintas, se habían soltado con el viento y ondeaban y colgaban con tristeza de las farolas y las banderolas publicitarias. Las luces navideñas también se habían soltado y andaban chisporroteando erráticamente. No veía el perfil de las montañas, pero aún podía oír, amortiguado por la nieve, el zumbido y retumbo de los remontes, que seguían funcionando pese a todo lo que había sucedido y a la casi total ausencia de esquiadores. Quizá el esquí fuera algo tan enraizado en la cultura de Roaring Fork que los remontes y las máquinas quitanieves jamás dejaban de funcionar.
Al doblar la esquina de East Haddam, de pronto tuvo la sensación de que alguien la seguía. Se volvió bruscamente y escudriñó en la oscuridad, pero no pudo ver nada, salvo los remolinos de nieve. Titubeó. Quizá fuera un transeúnte, o tal vez imaginaciones suyas. No obstante, la advertencia de Pendergast resonó en su cabeza.
Había una forma de saberlo. Deshizo el camino, aún perfectamente visible en la nieve. Y, en efecto, había otras pisadas aparte de las suyas. Al parecer, habían estado siguiéndola, pero de repente habían virado y se habían metido por un callejón particular, más o menos en el momento en que ella se había vuelto.
Corrie descubrió de pronto que el corazón se le alborotaba. Muy bien, alguien la seguía. Quizá. ¿Sería el matón que había querido echarla de la ciudad? Claro que también podía ser coincidencia, aparte de sus justificadas paranoias.
—Que os den —dijo ella en voz alta, dio media vuelta y continuó avanzando a toda prisa por la calle. Volvió otra esquina y se encontró delante de la mansión Griswell. La cerradura, como suponía, era antigua. No le costaría nada entrar.
Pero ¿tendría alarma el edificio?
Una ráfaga de viento la azotó mientras se asomaba al cristal de la puerta en busca de algún indicio del sistema de alarma. No vio nada evidente como sensores infrarrojos o detectores de movimiento instalados en las esquinas; tampoco había disuasorios en la fachada del edificio. El sitio tenía cierto aire de abandono y tacañería. Quizá nadie pensase que los montones de documentos que había en su interior tuvieran valor o necesitaran protección.
Aunque hubiera alarma y Corrie la hiciera saltar, ¿respondería la policía? En esos momentos tenían asuntos más preocupantes que atender. Además, con aquella tormenta, los fuertes vientos, las ramas que caían y el hielo, debían de estar saltando alarmas por toda la ciudad.
Miró alrededor, se quitó los guantes y saltó la cerradura rápidamente. Luego se coló dentro, cerró la puerta e inspiró hondo. No había alarma, ni luces que parpadearan, nada. Solo la vibración del viento y la nieve en el exterior.
Se frotó las manos para calentárselas. Aquello iba a ser pan comido.