El grupo de mineros enfiló la sucia calle principal de la ciudad, despreocupados y sin prisa, hasta que llegaron al final, donde terminaba el pueblo y los bosques se adentraban en las montañas. Era una noche sin luna. El olor a fuegos de leña impregnaba el aire, y en las cuadras próximas los caballos se revolvían inquietos. En silencio, el grupo encendió las lámparas y procedió por una accidentada carretera minera que ascendía en zigzag y después seguía ascendiendo por entre los abetos.

La noche era fría y el cielo estaba salpicado de estrellas. Aulló en algún lugar de la gran cuenca montañosa un lobo solitario al que inmediatamente respondió otro. A medida que ganaban altitud, los abetos se hacían más pequeños, menos altos, retorcidos en formas grotescas por los vientos incesantes y las fuertes nevadas. Poco a poco, mermaba el número de árboles en favor de matorrales enmarañados y apelmazados, y luego el camino de carretas sobrepasaba el límite forestal.

Mentalmente, Pendergast siguió al grupo.

La línea de lámparas amarillas avanzó por la rocosa pendiente, aproximándose a Smuggler’s Cirque. Estaban entrando en una zona minera recientemente abandonada, y alrededor de los hombres aparecieron relaves fantasmales, como pirámides; residuos tóxicos derramándose por los lados de la montaña. Los inmensos hoyos de las minas estaban precedidos por vertederos desvencijados, caballetes, cajas de esclusa y canalones.

A la derecha se alzaba en la oscuridad un inmenso edificio de madera, levantado en la parte baja y llana de Smuggler’s Cirque: la entrada principal a la célebre mina Sally Goodin, aún operativa entonces, en el otoño de 1876. El edificio alojaba las máquinas y las poleas utilizadas para subir y bajar las cestas y los cubos; también encerraba la Ireland, una bomba de achique de doscientas toneladas capaz de bombear cerca de cuatro mil litros por minuto, usada para desaguar el complejo minero.

Entonces todas las lámparas se apagaron, menos una de vidrio rojo que producía un resplandor sangriento en la noche tenebrosa. El camino se dividió en muchos ramales tortuosos que ascendían hacia las laderas que se alzaban alrededor del circo. El objetivo de Cropsey y del Comité de los Siete se encontraba más arriba, en el más elevado de los túneles abandonados, en lo alto de la ladera conocida como Smuggler’s Wall, situada a una altitud próxima a los cuatro mil metros. Solo un sendero iba en esa dirección, excavado a mano en el pedregal, zigzagueando marcadamente en su ascenso. Pasaba por encima de la cresta de una montaña y rodeaba un pequeño lago helado, el agua negra y quieta, la maquinaria de bombeo oxidada en la orilla y las viejas compuertas de esclusa.

Los siete hombres siguieron subiendo. Entonces se hizo visible a la tenue luz de las estrellas el hoyo cuadrado y oscuro de la mina Christmas, recortado sobre la ladera más alta, sembrada de rocas sueltas. Del hoyo partía un caballete, y debajo de este había un montículo de relave de color claro. En la ladera de debajo, había esparcido un revoltijo de maquinaria averiada.

El grupo hizo una pausa, y Pendergast oyó un suave murmullo de voces. Luego se dividieron en silencio. Uno de ellos subió y se ocultó entre unas piedras por encima de la abertura de la mina. Otro se puso a cubierto entre las rocas al lado de la entrada.

Apostados los centinelas, el resto —cuatro hombres conducidos por Cropsey, que ahora sostenía la lámpara— entró en el túnel abandonado. Pendergast los siguió. La pantalla de la lámpara roja estaba ajustada de modo que producía solo el mínimo brillo. Con las armas en ristre, los hombres pasaron en fila india por los raíles de hierro que conducían al interior de la mina, sin hacer ruido. Uno llevaba la tea, lista para encender.

Al avanzar, les llegó un olor que se hacía cada vez más horrible en aquella atmósfera caliente, húmeda y asfixiante.

Al túnel principal de la mina Christmas se interponía otro perpendicular: un corredor horizontal que formaba un ángulo recto con el principal. El grupo se detuvo y preparó las armas. Dispusieron la tea, encendieron una cerilla y la resina prendió. En ese momento, los hombres doblaron la esquina, apuntando con las armas, y enfilaron el túnel transversal. El olor era ya casi abrumador.

Silencio. Las llamas titilantes revelaron algo al fondo de la galería. El grupo avanzó con cautela. Era un bulto irregular, desigual. Al acercarse, comprobaron que se trataba de un montón de cosas blandas: arpillera en estado de putrefacción, viejos sacos de yute, hojas y agujas de pino, pedazos de musgo. Mezclados con todo este material había trozos de hueso mordisqueado, cráneos rotos y tiras de algo que parecía cuero disecado.

Piel. Piel sin pelo.

Alrededor de aquella pila, había heces humanas.

Uno de los hombres habló con voz ronca.

—¿Qué… es esto?

La pregunta no recibió en principio otra respuesta que el silencio. Finalmente, uno de los otros replicó:

—Es la guarida de un animal.

—No es ningún animal —dijo Cropsey.

—Dios Todopoderoso.

—¿Dónde están los malditos caníbales?

Se elevaron entonces sus voces, resonaron a medida que el miedo y la incertidumbre comenzaban a hacer mella en ellos.

—Esos cabrones deben de haber salido. A matar.

La tea chisporroteaba y ardía, y las voces se alzaban, discutiendo sobre lo que debían hacer. Bajaron las armas. Hubo desacuerdo, conflicto.

De pronto Cropsey levantó la mano. Los otros guardaron silencio, escucharon. Se oyó un arrastrar de pies y una brutal respiración gutural. Cesaron los ruidos. El que llevaba la tea la ahogó enseguida en un charco de agua, y Cropsey apagó la lámpara. Entonces se produjo un silencio total. Probablemente los asesinos hubieran visto la luz u oído las voces y supieran que unos intrusos estaban ahí.

—Encended alguna luz, por el amor de Dios —susurró uno de los hombres, con la voz tensa de angustia.

Cropsey abrió la lámpara un poquito. Los otros se estaban acuclillando, rifles y pistolas en ristre. La tenue luz apenas penetraba la penumbra.

—¡Más luz! —dijo alguien.

La lámpara iluminó entonces el túnel transversal por donde se habían encaminado antes. Silencio absoluto. Esperaron, pero nada apareció por la esquina que llevaba al corredor principal. Tampoco se oyó sonido alguno de huida.

—Vamos a por ellos —anunció Cropsey—. Antes de que escapen.

Nadie se movió. Al final, el propio Cropsey empezó a avanzar con sigilo. Los otros lo siguieron. Recorrió el túnel transversal con lentitud y luego se detuvo. Los demás esperaron detrás. Sosteniendo en alto la lámpara, se agachó, luego dobló la esquina repentinamente, empuñando el rifle con una mano, como si fuera una pistola, y cargando la lámpara con la otra.

—¡Ahora!

Sucedió con asombrosa velocidad. El destello de algo que atacaba, un fuerte sonido como de gárgaras, y luego Cropsey que daba media vuelta, dejando caer el rifle y retorciéndose de dolor. Llevaba a lomos a un hombre sucio y desnudo que le desgarraba la garganta, más como una bestia que como un ser humano. Ninguno de los otros cuatro, que ya se hallaban en el túnel principal, pudo disparar; el caníbal y Cropsey estaban demasiado pegados el uno al otro. Este último volvió a gritar, tambaleándose, tratando de deshacerse del hombre que le atacaba con uñas y dientes, desgarrándole todo lo que podía: orejas, labios, nariz; de pronto estalló un chorro de sangre del cuello de Cropsey, que se derrumbó, con el monstruo aún encima; la lámpara cayó al suelo y se hizo añicos.

Simultáneamente, de forma unánime, los otros empezaron a disparar, apuntando sin control a la oscuridad. Con los destellos de las bocas de las armas pudieron ver más figuras que corrían hacia ellos bramando como toros, una melé en medio de la erupción desordenada de disparos. Los dos centinelas entraron corriendo por el túnel, alertados por el alboroto, y se sumaron a la matanza con sus propias armas. Resonaron los disparos una y otra vez, y se repitieron los destellos de luz acompañados de nubes de horrendo humo gris. Luego se hizo el silencio. Por un instante, solo hubo oscuridad. Entonces se oyó el sonido de una cerilla raspada en una roca; otra lámpara se encendió, y su débil luz iluminó una siembra de cadáveres, los cuerpos destrozados de los cuatro caníbales esparcidos por el túnel, abatidos por las balas de gran calibre, desparramados como residuos viscosos sobre el cadáver desgarrado de Shadrach Cropsey.

Se acabó.

Quince minutos después, Pendergast abrió los ojos. La habitación estaba fría y silenciosa. Se levantó, se sacudió el traje negro, se abrigó y salió por la puerta de atrás de la cantina. La tormenta estaba en pleno apogeo, azotaba con furia Main Street y zarandeaba los adornos de Navidad como si fueran telarañas. Ciñéndose el abrigo, apretándose la bufanda y bajando la cabeza contra el viento, se dispuso a cruzar la ciudad, sacudida por la tormenta, para volver al hotel.