Eran las tres de la mañana del 24 de diciembre. Después de revolotear como un espectro por delante de los deteriorados escaparates y las oscuras ventanas del casco antiguo, a Pendergast le costó apenas unos segundos colarse en el Ideal Saloon, saltando la decimonónica cerradura, pintoresca pero inútil.

Entró en aquel espacio sombrío de bar-museo cuyo interior se hallaba iluminado tan solo por varias filas de fluorescentes de emergencia, que producían sombras llamativas por toda la estancia. La cantina estaba formada por una habitación central grande, por mesas circulares, sillas y suelos de tablones de madera. Una barra larga recorría todo el fondo. La mitad inferior de las paredes estaba revestida de friso, resplandeciente de barniz y oscurecido por los años; la mitad superior, forrada de papel pintado de terciopelo con un estampado de flores victoriano. Decoraban las paredes apliques de cobre y vidrio tallado. Detrás de la barra, a la derecha, una escalera conducía a lo que fuera un pequeño burdel en la planta superior. Más a la derecha, en un rincón en parte oculto bajo la escalera, había unas mesas de juego. Un cordón de terciopelo justo detrás de las puertas batientes conformaba una zona de observación e impedía la entrada de visitas en la restaurada cantina.

Con sigilo, Pendergast pasó por debajo del cordón y dio un paseo largo y meditabundo por toda la estancia. En la barra había una botella de whisky y unos vasos de chupito, y en varias mesas también había dispuestas botellas y vasos. Detrás de la barra había una estantería con fondo de espejo llena de botellas antiguas de alcohol rellenas de agua coloreada.

Cruzó la barra hasta la zona de juego. En un rincón había una mesa de póquer, cubierta de fieltro verde, con distintas clases de jugadas al descubierto: una combinación de cuatro ases frente a una escalera de color. Junto a una espléndida ruleta antigua con incrustaciones de marfil, jaspe rojo y ébano, había una mesa de blackjack, con sus cartas también dispuestas muy ingeniosamente.

Se deslizó más allá de la zona de juego hasta una puerta oculta debajo de las escaleras. Intentó abrirla, la encontró cerrada con llave y saltó de inmediato la cerradura.

La puerta conducía a un pequeño cuarto polvoriento que no se había restaurado, con paredes de yeso agrietado y papel pintado despegado, algunas sillas viejas y una mesa rota. Rascando el yeso de las paredes se habían grabado varias pintadas, algunas fechadas en los años treinta, cuando Roaring Fork aún era una ciudad fantasma. En un rincón, había un montón de botellas de whisky rotas. Al fondo del cuarto había otra puerta que llevaba, Pendergast lo sabía, a una salida trasera.

Se quitó el abrigo y la bufanda, los colgó con cuidado de una de las sillas y miró alrededor, lenta y detenidamente, como si tratase de memorizarlo todo. Permaneció inmóvil un buen rato; luego, por fin, se movió. Escogió un espacio vacío en el suelo, se tendió en los tablones de madera sucios y cruzó las manos sobre el pecho, como un cadáver en un ataúd. Despacio, muy despacio, cerró los ojos. En el silencio, se centró en los sonidos de la tormenta de nieve: el aullido sordo del viento azotando los muros exteriores, el crujido de la madera, el repiqueteo del tejado de zinc. El aire olía a polvo, a madera podrida, a moho. Dejó que su respiración y su pulso se ralentizaran y su mente se relajara.

Era en aquel cuarto, estaba convencido, donde el Comité de los Siete se había reunido. Pero, antes de enfilar ese camino, había otro sitio que quería visitar primero, una visita que tendría lugar enteramente en su imaginación.

Pendergast había pasado un tiempo en un remoto monasterio tibetano, estudiando una forma esotérica de meditación llamada «Chongg Ran». Era una de las disciplinas tibetanas de control mental menos conocidas. Las enseñanzas nunca se ponían por escrito y solo podían transmitirse directamente de maestro a alumno.

Él había tomado la esencia del Chongg Ran y la había combinado con algunas otras disciplinas mentales, como el concepto del «palacio de la memoria» detallado en un manuscrito italiano del siglo XVI, de Giordano Bruno, titulado Ars memoriae, «El arte de la memoria». El resultado era una forma única y muy compleja de visualización mental. Con entrenamiento, esmerada preparación y un grado extremo de disciplina intelectual, el ejercicio le permitía abordar un problema complicado, con miles de datos y conjeturas, e hilarlos mentalmente en una historia coherente, que entonces podía procesarse, analizarse y, sobre todo, experimentarse. Pendergast utilizaba esta técnica para resolver problemas de inaprensible solución, para visualizar, con la fuerza de su intelecto, lugares a los que no tenía acceso físicamente, localidades distantes, e incluso lugares del pasado. No obstante, la técnica era agotadora en extremo, y la usaba con mesura.

Estuvo tumbado muchos minutos, inmóvil como un cadáver, primero disponiendo en cuidadoso orden un conjunto de datos extraordinariamente complejo, luego sintonizando sus sentidos con el entorno al tiempo que acallaba la voz de su pensamiento y desactivaba así esa incesante retransmisión en directo que todos los seres humanos llevamos en la cabeza. Esa voz había estado especialmente locuaz en los últimos días, y le costó un gran esfuerzo silenciarla; Pendergast se vio obligado a trasladar su actitud meditativa del tercer nivel al cuarto, haciendo complejas ecuaciones mentales, jugando cuatro manos de bridge a un tiempo. Por fin, silenció la voz, y entonces inició los ancestrales pasos del Chongg Ran. Primero, fue bloqueando uno tras otro todos los sonidos, todas las sensaciones: el crujido de la madera, el rugido del viento, el olor del polvo, el suelo duro en el que estaba tendido, la aparente infinitud de su propia consciencia corporal, hasta que al fin llegó al estado de stong pa nyid, «del vacío absoluto». Por un instante, hubo solo inexistencia, incluso el tiempo pareció desvanecerse.

Pero luego, despacio, muy despacio, algo empezó a materializarse a partir de la nada. Al principio era tan pequeño, tan delicado, tan hermoso como un huevo de Fabergé. Con idéntica ausencia de premura, fue haciéndose cada vez mayor y más nítido. Con los ojos aún cerrados, Pendergast dejó que tomara forma a su alrededor. Después, por fin, abrió los ojos y se encontró en un espacio intensamente iluminado, un espléndido y elegante comedor, refulgente de luz y cristal, con el tintineo de las copas y el murmullo de una conversación refinada.

Además del olor a cigarro y la melodía aprendida de un cuarteto de cuerda, Pendergast asimiló la opulenta sala. Sus ojos viajaron por las mesas hasta detenerse finalmente en una de un rincón apartado. Sentados a ella había cuatro caballeros. Dos de ellos reían de alguna u otra ocurrencia; uno llevaba una levita de velarte, el otro vestía traje de etiqueta. Pendergast, sin embargo, estaba más interesado en los otros dos comensales. Uno de ellos iba vestido de forma extravagante: guantes blancos de cabritilla, chaleco y chaqué de terciopelo negro, corbata grande con volantes, calzones de seda hasta la rodilla, medias y zapatillas adornadas con lazos de grogrén. Una orquídea prendida del ojal. Estaba en plena disertación, hablando animadamente, con una mano pegada al pecho, la otra apuntando al cielo, el dedo índice extendido como si parodiara a san Juan Bautista. El hombre que tenía al lado, que parecía pendiente de cada palabra pronunciada por su compañero, presentaba un aspecto completamente distinto, y el contraste era tan fuerte que casi resultaba cómico. Era un tipo bajo y fornido que vestía un traje inglés discreto y sombrío. Lucía un gran bigote y un porte desmañado.

Eran Oscar Wilde y Arthur Conan Doyle.

Despacio, mentalmente, Pendergast se aproximó a la mesa y escuchó con atención la conversación —o más bien el monólogo— que empezaba a ser audible.

—¿Eso cree? ¿Piensa usted que, porque soy capaz de sacrificarme en pos del esteticismo, no reconozco el horror cuando lo tengo delante?

No había ningún sitio vacío. Pendergast se volvió, le hizo un gesto al camarero y le señaló la mesa. El hombre trajo inmediatamente una quinta silla y la colocó entre Conan Doyle y el que Pendergast dedujo que sería Joseph Stoddart.

—Una vez me contaron una historia tan espantosa, tan inquietante en sus pormenores y en el alcance de su maldad que verdaderamente creo que nada más podría ya volver a asustarme.

—Qué interesante.

—¿Le apetece oírla? No es apta para cardíacos.

Mientras escuchaba la conversación que estaba teniendo lugar a su lado, Pendergast alargó el brazo y se sirvió una copa de vino, que encontró excelente.

—Me la contaron durante mi gira de conferencias por América, hace ya algunos años. De camino a San Francisco, me detuve en un pueblo minero, miserable pero pintoresco, conocido como Roaring Fork. —Wilde apretó con la mano la rodilla de Doyle para darle más énfasis—. Di la conferencia al fondo de la mina y las buenas gentes del pueblo la recibieron con aterrador entusiasmo. Tras la charla, se me acercó uno de los mineros, un anciano, la peor compañía para echar un trago, o tal vez la mejor. Me llevó a un lado y me dijo que le había gustado tanto mi historia que tenía que contarme una a mí. —Hizo una pausa para beber un sorbo de borgoña—. Venga, acérquese un poco más, eso es, y le contaré exactamente lo que me contaron a mí.

Doyle se acercó como le pedía. Pendergast también se aproximó.

—Traté de escapar de él, pero no hubo manera; me abordó con descarada familiaridad, exhalando vapores de una bebida local. Mi primer impulso fue apartarlo de un empujón y seguir mi camino, pero le vi algo en la mirada que me detuvo. Confieso, Doyle, que además me intrigó, desde el punto de vista antropológico, ese espécimen vestido de cuero, ese tosco poeta, ese minero borrachín, y de pronto sentí curiosidad por lo que aquel tipo consideraba «una buena historia». Así que escuché, con bastante atención, porque su acento americano era casi indescifrable. Habló de los sucesos que habían tenido lugar hacía unos años, no mucho después del descubrimiento de las minas de plata que conformó el establecimiento de Roaring Fork. En el transcurso de un verano, un oso grizzly, o eso se pensaba, había empezado a merodear por las montañas que rodeaban la ciudad, atacando, matando ¡y devorando! a los mineros solitarios que trabajaban en sus concesiones.

Doyle asintió enérgicamente, con una expresión de entera concentración en el rostro.

—Como es natural, la ciudad se sumió en un estado de terror absoluto. Pero las matanzas continuaron, pues había muchos hombres solitarios en las montañas. El oso era despiadado, atacaba por sorpresa a los mineros cuando estaban fuera de sus cabañas, los mataba y los desmembraba salvajemente, y luego se daba un festín con su carne. —Wilde hizo una pausa—. Me habría gustado saber si… comenzaba a comérselos cuando aún estaban conscientes. ¿Imagina lo que debe ser verse devorado vivo por una bestia salvaje, verla arrancarle la carne a uno, masticarla y tragársela luego con visible satisfacción? Esa es una idea jamás contemplada por Huysmans en su novela A contrapelo. ¡Qué deficiente era el asceta, visto en retrospectiva!

Wilde echó un vistazo para ver qué efecto estaban teniendo sus palabras en el médico rural. Doyle agarró su copa y le dio un buen trago a su clarete. Pendergast, que seguía escuchándolo, bebió también un sorbo de su copa; luego le hizo una seña a un camarero para que le trajera la carta.

—Muchos fueron los que intentaron dar con el oso grizzly —prosiguió Wilde—, pero ninguno de ellos tuvo éxito, salvo un minero, un hombre que había aprendido el arte del rastreo viviendo entre los indios. Albergaba la idea de que las muertes no habían sido obra de un oso.

—¿No habían sido obra de un oso, señor?

—No habían sido obra de un oso, señor. Y así este individuo, llamado Cropsey, esperó a que se produjera la siguiente muerte, rastreó y no tardó en descubrir que los autores de semejante atrocidad eran un grupo de hombres.

Al oír esto, Doyle se echó hacia atrás con brusquedad.

—Discúlpeme, señor Wilde, ¿insinúa usted que esos hombres eran… caníbales?

—Eso mismo. Caníbales americanos.

Doyle negó con la cabeza.

—Monstruoso. Monstruoso.

—Sin duda —confirmó Doyle—. No tienen las buenas maneras de los caníbales ingleses.

Doyle se quedó mirando espantado a su compañero de mesa.

—Este no es un asunto para tomar a la ligera, Wilde.

—Quizá no. Ya se verá. En cualquier caso, nuestro Cropsey siguió a estos caníbales hasta su guarida, un pozo minero abandonado en la montaña, en un lugar llamado Smuggler’s Wall. No había policía en la ciudad, así que organizó un pequeño grupo de justicieros locales. Se hicieron llamar el «Comité de los Siete». Escalarían la montaña en la oscuridad de la noche, sorprenderían a los caníbales y les administrarían la cruda justicia del oeste americano. —Wilde jugueteó con la flor que llevaba prendida del ojal—. Ese mismo día, a medianoche, el grupo se reunió en la cantina local para debatir la estrategia y, lógicamente, armarse de valor para el mal trago que habrían de pasar. Luego salieron por una puerta trasera, armados hasta los dientes y equipados con lámparas, cuerdas y una antorcha. Aquí, mi querido Doyle, es donde la historia se vuelve… bueno, ¿para qué andarse con ambages?, espantosa. Prepárese, porque ahora viene lo bueno.

El camarero trajo la carta, y Pendergast centró su atención en ella. Tres o cuatro minutos después, lo sacó bruscamente de su inspección la súbita y violenta retirada de Doyle de la mesa, tan agitado que volcó la silla, y su inmediata huida del comedor, con una mezcla de asombro y repugnancia en el rostro.

—Pero ¿qué ocurre? —inquirió Stoddart, ceñudo, al ver a Doyle desaparecer en dirección al aseo de caballeros.

—Sospecho que han sido las gambas —respondió Wilde, y se limpió remilgadamente la boca con la servilleta…

Tan despacio como había llegado, la voz comenzó a desvanecerse en la mente de Pendergast. El suntuoso interior del hotel Langham empezó a oscilar, como si se disolviera en la niebla y la oscuridad. Despacio, muy despacio, se materializó otra escena, una muy distinta. Era la trastienda llena de humo y hedionda de whisky de una concurrida cantina, en cuyas finas paredes de madera penetraba el bullicio del juego, la bebida y las discusiones. Una trastienda, de hecho, considerablemente similar a la que Pendergast ocupaba en ese momento, en el Roaring Fork del presente. Tras un breve intercambio de voces resueltas, un grupo de siete hombres se alzó de una mesa grande; llevaban lámparas y armas. Siguiendo a su líder, un tal Shadrach Cropsey, salieron a la noche por la puerta trasera del pequeño cuarto.

Pendergast los siguió, y su incorpórea presencia flotó en el aire frío de la noche como una fantasma.