Ese mismo día, a las tres de la tarde, Corrie ganduleaba en la habitación que había reservado en el Sebastian, vestida con un albornoz del hotel, admirando primero las vistas y echando después una ojeada al minibar; aunque no podía permitírselo, le divertía curiosear de todas formas. Luego pasó al baño de mármol, abrió la ducha, ajustó la temperatura del agua, se quitó el albornoz y entró.
Mientras disfrutaba de la ducha caliente, pensó que las cosas empezaban a mejorar. Se sentía mal por lo que había ocurrido durante el desayuno el día anterior, pero incluso aquello palidecía al lado de las revelaciones de Pendergast. El relato de Doyle, los mineros enloquecidos por el mercurio y la implicación de la familia Stafford eran cosas verdaderamente asombrosas. Y verdaderamente aterradoras. Pendergast tenía razón: se había puesto en grave peligro.
Roaring Fork había recuperado el estatus de ciudad fantasma que en su día había tenido, salvo porque estaba decorada de Navidad por completo aunque no hubiera a dónde ir. Del todo surrealista. Hasta la prensa parecía haber recogido sus cámaras y sus micrófonos. El hotel Sebastian había perdido a casi todos sus huéspedes y su personal, pero el restaurante todavía estaba a tope, más que nunca, porque, por lo visto, todos los que quedaban en la ciudad querían comer fuera. Corrie había hecho un trato con el gerente del hotel y había conseguido la habitación y el desayuno gratis a cambio de seis horas de trabajo en la cocina todos los días. Y aunque su arreglo con el hotel le proporcionaba una sola comida al día, Corrie tenía mucha experiencia en buffets libres y confiaba en poder engullir de una sentada alimento suficiente para el día entero.
Salió de la ducha, se secó y se cepilló el pelo. Mientras se lo secaba, oyó que llamaban a la puerta. Volvió a enfundarse rápidamente en el albornoz, se acercó a la entrada de la habitación y miró por la mirilla.
Pendergast.
Abrió la puerta, pero el agente titubeó.
—No tengo inconveniente alguno en volver más tarde…
—No sea tonto. Siéntese, no tardo nada.
Volvió al baño, terminó de arreglarse el cabello, se apretó el albornoz un poco más, salió de nuevo y se sentó en el sofá.
Pendergast no tenía buen aspecto. Su habitual semblante pálido parecía enrojecido y llevaba el pelo como si hubiera pasado por un túnel de viento.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Corrie.
Sabía que había ido a Leadville a ver si podía localizar a algún descendiente de Swinton.
En lugar de responder a la pregunta, le dijo:
—Me deleita encontrarla a salvo y cómodamente instalada en el hotel. Respecto al coste, será un placer contribuir…
—No es necesario, gracias —respondió Corrie enseguida—. He conseguido negociar el alojamiento y la comida gratis a cambio de unas horas de trabajo en la cocina.
—Qué emprendedor por su parte. —Hizo una pausa y se puso más serio—. Lamento que haya creído necesario engañarme. El jefe Morris me ha informado de que le dispararon mientras conducía y de que han matado a su perro.
Corrie se puso coloradísima.
—No quería preocuparlo. Lo siento. Se lo iba a contar, en algún momento.
—Lo que no quería era que me la llevara de Roaring Fork.
—Eso también. Y quería encontrar al desgraciado que mató a mi perro.
—No intente averiguarlo. Confío en que ahora entienda que se enfrenta a personas peligrosas y muy motivadas. Esto va mucho más allá de un perro muerto, y usted es lo bastante inteligente como para darse cuenta.
—Por supuesto. Lo entiendo perfectamente.
—Está en juego una urbanización valorada en doscientos millones de dólares, pero no es solo una cuestión de dinero. Se formularán importantes cargos contra las personas implicadas, algunas de las cuales pertenecen a uno de los clanes más ricos y poderosos de este país, empezando por su querida señora Kermode y muy probablemente terminando por miembros de la familia Stafford también. Quizá ahora entienda por qué no dudarán en matarla.
—Pero yo quiero que comparezcan ante la justicia…
—Y así será. Pero no lo hará usted, y menos estando aquí. Cuando se encuentre a salvo en Nueva York, traeré a la Agencia y todo se pondrá al descubierto. Así que, como ve, ya no tiene otra cosa que hacer aquí más que preparar las maletas y regresar a Nueva York, en cuanto el tiempo lo permita.
Corrie pensó en la tormenta que se avecinaba. La carretera volvería a quedar cortada. Supuso que podría empezar a redactarlo todo, concretar el esquema de su tesis antes de tener que marcharse.
—Muy bien —dijo.
—Entretanto, no quiero que salga del hotel. He hablado con la jefa de seguridad, una mujer extraordinaria, y me aseguró que usted estará a salvo. En cualquier caso, puede que se quede encerrada aquí unos cuantos días. El pronóstico meteorológico es terrible.
—Por mí bien. Bueno, ¿me va a hablar de su viaje a Leadville?
—No.
—¿Por qué?
—Porque saberlo solo la pondría innecesariamente en mayor peligro. Por favor, deje que yo me encargue de esto a partir de ahora.
A pesar de su tono afable, Corrie se sintió irritada. Había accedido a lo que él le había pedido. Iba a volver a Nueva York en cuanto el tiempo mejorara. ¿Por qué no podía confiarle lo que había averiguado?
—Si insiste —dijo ella.
Pendergast se levantó.
—La invitaría a cenar conmigo, pero tengo que hablar con el jefe Morris. No han progresado mucho con el caso del incendiario.
Se marchó. Corrie meditó un instante, luego se acercó al minibar. Estaba muerta de hambre y no tenía dinero para comida. Su acuerdo del desayuno gratis no empezaba hasta la mañana siguiente. La lata de Pringles costaba ocho dólares.
«Que le den», se dijo mientras arrancaba el precinto.