El trayecto hasta la cabaña de Swinton fue extraordinariamente desagradable. La motonieve era un artilugio tosco, ensordecedor y engorroso, propenso a los acelerones y las paradas repentinas, sin el refinamiento de una moto de alto rendimiento; además, mientras Pendergast maniobraba en la tortuosa carretera nevada, iba dejando un rastro permanente de nieve que se le quedaba adherida a su caro abrigo, formando capas. No tardó en parecer un muñeco de nieve con casco.
Siguió el consejo que le habían dado y redujo la velocidad en cuanto divisó la cabaña, medio enterrada en la nieve, con un conducto de estufa en lo alto, del que ascendía, enroscándose, un hilillo de humo. Efectivamente, cuando estaba a unos doscientos metros de distancia, apareció un hombre en el porche, menudo y con aspecto de hurón, con una separación entre las dos palas que podía verse incluso a esa distancia. Sostenía una escopeta de pistón.
Pendergast detuvo la motonieve, que se paró con una sacudida. Las placas de nieve que se le habían formado en el abrigo se rompieron y cayeron al suelo. Manoseó torpemente el casco hasta que consiguió levantar la visera con los aparatosos guantes.
—¡Saludos, Kyle!
La respuesta fue un manifiesto accionamiento del gatillo.
—¿Qué desea, señor?
—He venido a verlo a usted. He oído hablar mucho del equipo que tiene aquí arriba. Yo también soy survivalista y estoy recorriendo el país viendo lo que hacen otras personas para un artículo de la revista Survivalist.
—¿Dónde ha oído hablar de mí?
—Las noticias vuelan, ya sabe.
Titubeó.
—Entonces ¿es periodista?
—Ante todo, soy survivalista y después periodista. —Una ráfaga de viento frío hizo girar la nieve alrededor de las piernas de Pendergast—. Señor Swinton, ¿sería tan amable de obsequiarme con su hospitalidad para que podamos continuar esta conversación al abrigo de su hogar?
Swinton vaciló. La palabra «hospitalidad» no había pasado inadvertida. Pendergast aprovechó la ventaja.
—Me pregunto si tener a un hombre congelándose en la nieve a punta de pistola es la clase de hospitalidad que uno debería conceder a un alma gemela.
Swinton lo escudriñó.
—Al menos es un hombre blanco —dijo bajando el arma—. Muy bien, adelante. Pero sacúdase bien antes de entrar, no quiero restos de nieve en mi casa.
Esperó mientras Pendergast avanzaba con dificultad por la nieve profunda hasta el porche. Junto a la puerta había una escoba rota, que aprovechó para quitarse la nieve lo mejor que pudo mientras Swinton lo observaba ceñudo.
Siguió a Swinton al interior de la cabaña. Era asombrosamente grande, y se extendía hacia un laberinto de habitaciones al fondo. Por todas partes podía verse el brillo metálico de las armas: soportes de fusiles de asalto soviéticos y estadounidenses AK-47 y M16 ilegalmente alterados para disparar de forma automática; un juego de subfusiles automáticos Uzi y fusiles de asalto bullpup TAR-21, ambos israelíes; otro juego de rifles de asalto chinos Norinco QBZ-97, también alterados para funcionar de modo completamente automático. En una vitrina cercana había una gran variedad de revólveres y pistolas, como le había dicho el hombre de la armería en Leadville. Más allá, en una de las habitaciones, Pendergast vislumbró una colección de granadas propulsadas, entre las que había un par de lanzacohetes antitanque rusos RPG-29, del todo ilegales.
Salvo porque las paredes estaban completamente forradas de armas, la cabaña era asombrosamente acogedora, y ardía un fuego en una estufa de leña con la portezuela abierta. Todos los muebles estaban hechos a mano, con leños y ramas pelados, cubiertos con pieles de vaca. Y todo estaba limpísimo.
—Quítese el abrigo y siéntese, voy a por café.
Pendergast se lo quitó y lo colgó de una silla, se estiró el traje y se sentó. Swinton cogió unas tazas y una cafetera de la estufa y sirvió dos cafés. Sin preguntar, añadió a ambos una cucharada de leche en polvo y dos de azúcar y le dio uno a Pendergast.
El agente cogió la taza y bebió con fingido entusiasmo. Sabía como si llevara días hirviendo en el fuego.
Vio que Swinton lo miraba intrigado.
—¿A qué viene el traje negro? ¿Se le ha muerto alguien? ¿Ha subido aquí en motonieve con ese atuendo?
—Lo encuentro funcional.
—No parece usted un survivalista, ni mucho menos.
—¿Qué parezco?
—Un profesor pijo de Nueva York. O, con ese acento, quizá de Nueva Orleans. Así que ¿qué esconde?
Pendergast sacó su pistola calibre 45 y la puso en la mesa. Swinton la cogió, inmediatamente impresionado.
—Les Baer, ¿eh? ¿Sabe disparar esto?
—Lo intento —dijo Pendergast—. Tiene usted una buena colección. ¿Sabe usted dispararlas todas?
Swinton se ofendió, como Pendergast sospechaba qué haría.
—¿Cree que tengo colgada toda esa mierda en la pared sin saber usarla?
—Cualquiera puede apretar el gatillo de un arma —dijo Pendergast bebiendo un sorbo de café.
—Disparo casi todas las armas que tengo al menos una vez a la semana.
Pendergast señaló la vitrina de las armas cortas.
—¿Qué me dice del Super Blackhawk?
—Es extraordinario. Un clásico del Viejo Oeste actualizado.
Swinton se levantó y lo cogió del soporte.
—¿Puedo verlo?
Se lo pasó a Pendergast. El agente lo sopesó, lo inspeccionó, luego abrió el tambor y lo vació.
—¿Qué hace?
Pendergast cogió uno de los cartuchos, volvió a meterlo en el cilindro y lo hizo girar, después dejó el revólver en la mesa.
—Se cree muy duro, ¿verdad? Juguemos a un jueguecito.
—¿Qué demonios…? ¿A qué juego?
—Apúntese a la cabeza y apriete el gatillo. Y le daré mil dólares.
Swinton se lo quedó mirando.
—¿Es usted imbécil o qué? Veo perfectamente que el puñetero cartucho ni siquiera está en la posición de disparo.
—Entonces acaba de ganar mil dólares. Si coge el arma y aprieta el gatillo.
Swinton cogió el arma, se apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. Se oyó un clic. La dejó en la mesa.
Sin mediar palabra, Pendergast se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó un fajo de billetes de cien dólares y extrajo diez. Swinton cogió el dinero.
—Está usted loco, ¿lo sabe?
—Sí, estoy loco.
—Ahora le toca a usted.
Swinton cogió el revólver, giró el tambor y lo dejó en la mesa.
—¿Qué me va a dar?
—Yo no tengo dinero y no pienso devolverle los mil.
—Entonces quizá quiera contestar una pregunta a cambio. Cualquier pregunta que yo quiera hacerle. La verdad y solo la verdad.
Swinton se encogió de hombros.
—Claro.
Pendergast sacó otros mil dólares y los puso a un lado en la mesa. Luego cogió el arma, se la llevó a la sien y apretó el gatillo. Otro clic.
—Y ahora la pregunta.
—Dispare.
—Su tatarabuelo fue minero en Roaring Fork en la época del boom de la plata. Sabía mucho de una serie de muertes supuestamente obra de un oso grizzly pero que, en realidad, fueron perpetradas por un grupo de mineros locos.
Hizo una pausa. Swinton se había levantado de la silla.
—¡Usted no es un puñetero periodista de ninguna revista! ¿Quién es?
—Soy yo quien le está haciendo una pregunta. Si es usted un hombre de honor, me dará una respuesta. Si desea saber quién soy, tendrá que esperar su turno en el juego. Siempre, claro está, que tenga la fortaleza necesaria para seguir.
Swinton no dijo nada.
—Su antepasado sabía de esas muertes más que la mayoría. De hecho, yo creo que él sabía la verdad, toda la verdad. —Pendergast hizo una pausa—. Mi pregunta es: ¿cuál es la verdad?
Swinton se revolvió en el asiento. La expresión de su rostro experimentó algunos cambios rápidos. Dejó ver sus dientes de hurón varias veces, los labios crispados. Esto duró un rato, después, por fin, se aclaró la garganta.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Curiosidad personal.
—¿A quién se lo va a contar?
—A nadie.
Swinton miró codicioso los mil dólares que había sobre la mesa.
—¿Lo jura? La familia ha guardado el secreto mucho, mucho tiempo.
Pendergast asintió con la cabeza.
Otra pausa.
—Todo empezó con el Comité de los Siete —dijo Swinton al fin—. Mi tatarabuelo, August Swinton, era uno de ellos. O al menos eso es lo que me han contado —declaró con un dejo de orgullo en la voz—. Como usted ha dicho, no fue un grizzly lo que mató a los mineros. Lo hicieron cuatro cabrones, antiguos obreros de la fundición, que vivían como salvajes en la montaña y se habían vuelto caníbales. Un hombre llamado Shadrach Cropsey subió en busca del oso y descubrió que no era un oso en absoluto, sino aquellos tipos que vivían en una mina abandonada. Averiguó dónde se escondían y formó ese Comité de los Siete.
—¿Y qué pasó entonces?
—Eso es otra pregunta.
—En efecto. —Pendergast sonrió—. ¿Otra ronda? —inquirió, cogió el revólver, giró el cilindro y lo dejó en la mesa.
Swinton negó con la cabeza.
—Aún veo el cartucho, y no está en la posición de disparo. ¿Otros mil pavos?
Pendergast asintió.
Swinton cogió el arma y apretó el gatillo, después la dejó en la mesa y extendió la mano.
—Este es el juego más estúpido que he visto en mi vida.
Pendergast le dio los mil dólares que había dejado a un lado en la mesa. Luego cogió el arma, giró el tambor y, sin mirar, se la llevó a la sien y apretó el gatillo. Clic.
—Está usted como una auténtica chota.
—Al parecer, hay muchos como yo por esta zona —repuso Pendergast—. Y ahora mi pregunta: ¿qué hicieron Shadrach Cropsey y el Comité de los Siete?
—Por aquel entonces, resolvían los problemas como está mandado: los solucionaban ellos mismos. Al diablo la ley y toda esa mierda. Subieron allí y se cargaron a esos caníbales. Según tengo entendido, el viejo Shadrach la palmó en la pelea. Después de eso, el «grizzly» ya no atacó a nadie más.
—¿Y el lugar dónde mataron a los mineros?
—Eso es otra pregunta, amigo.
Pendergast giró el tambor y dejó el revólver en la mesa. Swinton lo miró nervioso.
—No veo el cartucho.
—Entonces o está en la posición de disparo o en la recámara opuesta, oculto por el armazón. Lo que significa que tiene un cincuenta por ciento de probabilidades de sobrevivir.
—No juego.
—Acaba de decir que lo haría. No lo imaginaba un cobarde, señor Swinton. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó el fajo de billetes de cien. Esta vez extrajo veinte—. Vamos a doblar la apuesta. Le daré dos mil dólares si aprieta el gatillo.
Swinton sudaba profusamente.
—No voy a jugar.
—¿Insinúa que pasa? No insistiré.
—Sí, eso insinúo. Paso.
—Pero yo no paso.
—Adelante. Usted mismo.
Pendergast cogió el arma, giró el tambor, se llevó el revólver a la sien y apretó el gatillo. Clic. Lo dejó en la mesa.
—Mi última pregunta: ¿dónde mataron a los mineros?
—No lo sé. Pero tengo la carta.
—¿Qué carta?
—La que heredé de mi familia. Explica un poco las cosas.
Se levantó de la silla chirriante y hurgó en los escondrijos en penumbra de la cabaña. Volvió al poco con un viejo papel amarillento y polvoriento envuelto en película de poliéster Mylar. Volvió a sentarse despacio y le entregó la carta a Pendergast.
Era una nota manuscrita, sin puntuación, sin fecha, sin encabezamiento ni firma. Decía:
Esta noche a las once en el Ideal se esconden en la mina cerrada Christmas en lo alto de Smugglers Wall son cuatro traed vuestras mejores armas y lámpara quemad esta nota antes de salir
Pendergast bajó la carta. Swinton le tendió la mano y él se la devolvió. Swinton aún tenía la frente empapada de sudor, pero la expresión de su rostro era de puro alivio.
—No puedo creer que haya jugado a ese juego sin mirar siquiera el tambor. Eso es peligroso de narices.
Pendergast volvió a ponerse el abrigo, las bufandas y el sombrero y luego cogió el revólver. Abrió el tambor y dejó que le cayera en la mano el cartucho de calibre 44 Magnum.
—No ha habido peligro en ningún momento. Traía este cartucho conmigo y lo he sustituido por el suyo después de descargar el arma. —Lo sostuvo en alto—. Está trucado.
Swinton se levantó.
—¡Será desgraciado!
Se abalanzó sobre Pendergast sacando el arma que llevaba encima, pero, en un segundo, Pendergast había vuelto a cargar el cartucho en el tambor, lo había hecho girar hasta la posición de disparo y apuntaba a Swinton con el Blackhawk.
—O a lo mejor no está trucado.
Swinton se quedó petrificado.
—Nunca lo sabrá. —Pendergast sacó su Les Baer y, mientras apuntaba con ella a Swinton, extrajo el cartucho del Blackhawk y volvió a guardárselo en el bolsillo de la chaqueta—. Y ahora responderé a su pregunta anterior. No trabajo para ninguna revista. Soy agente federal. Y le prometo una cosa: si me ha mentido, lo sabré, más pronto que tarde, y en ese caso no lo salvará ninguna de sus armas.