Corrie terminó de leer el relato y, al levantar la vista, vio que los ojos plateados de Pendergast la miraban fijamente. Se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y exhaló.

—Madre de Dios —dijo.

—Eso mismo.

—Esta historia… Me cuesta digerirla. —Se quedó pensativa—. Pero ¿cómo sabía que era fundamental?

—No lo sabía. Al principio, no. Pero piense en una cosa: Doyle era médico. Antes de ejercer la práctica privada, había sido el médico de un barco ballenero y cirujano de a bordo en un viaje por la costa de África occidental. Esos son dos de los puestos más complicados que un profesional de la medicina podía ocupar. Sin duda había presenciado muchas cosas desagradables, por decirlo suavemente, en esos viajes. Una historia que le hubiera hecho salir disparado de la mesa tenía que ser mucho más repugnante que una mera anécdota sobre un oso grizzly devorador de hombres.

—¿Y el relato perdido? ¿Qué le condujo a eso en particular?

—A Doyle le producía tanto desasosiego la historia que Wilde le había contado que hizo lo que tantos otros autores para exorcizar sus demonios: incorporarla a su ficción. Casi inmediatamente después de la reunión en el hotel Langham, escribió El perro de los Baskerville, que, por supuesto, guarda cierto paralelismo con el relato real de Wilde. Pero esta novela, aunque es una historia maravillosa en sí, no era más que un mero fantasma de la verdad. No le suponía un gran exorcismo. Se puede intuir que el relato de Wilde debió de seguir dándole vueltas en la cabeza mucho tiempo. Empecé a preguntarme si, en sus últimos años, Doyle por fin se habría visto obligado a escribir algo más próximo a la cruda realidad, que contuviera una dosis mayor de la verdad, a modo de catarsis. Hice algunas indagaciones. Un conocido mío inglés, experto en la sherlockiana, me confirmó el rumor del texto perdido de Holmes, que dedujimos que se titulaba «La aventura de Aspern Hall». Sumé dos y dos y fui a Londres.

—Pero ¿cómo supo que era ese precisamente?

—Según se dice, el relato de Aspern Hall fue rechazado rotundamente. Jamás se publicó. Piénselo: una nueva aventura de Sherlock Holmes, del puño del mismísimo maestro, la primera en muchos años… ¿y la rechazan? Es de suponer que contenía algo tremendamente censurable para el gusto victoriano.

Corrie frunció la nariz, disgustada.

—Tal y como lo cuenta, parece tan sencillo.

—La investigación, por lo general, es sencilla. Aunque no aprenda otra cosa de mí, confío en poder inculcarle eso.

Ella se ruborizó.

—Y yo descartando esta pista todo el tiempo. Qué imbécil soy. Lo siento, de verdad.

Pendergast hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia.

—Centrémonos en el asunto que tenemos entre manos. El perro de los Baskerville apenas tocaba el tema del oso grizzly, pero este manuscrito incorpora mucho más de lo que a Doyle le contó Wilde, quien había conocido la historia gracias a ese tipo al que localizó usted, Swinton. Loable hallazgo, por cierto.

—Casualidad.

—La casualidad no es más que una pieza del puzle que aún no ha encontrado su sitio en el conjunto. Un buen detective reúne todas las «casualidades», por insignificantes que parezcan.

—Pero hay que averiguar qué relación existe entre el relato y las muertes reales —dijo Corrie—. Sí, vale, tenemos un puñado de asesinos caníbales que se comportan un poco como ese tal Percival. Matan y se comen a los mineros de las montañas y hacen que parezca que ha sido el oso grizzly.

—No. Si me permite que la interrumpa, la identificación de las muertes con un oso grizzly se hizo inicialmente por casualidad, como probablemente habrá averiguado después usted misma. Un grizzly pasó por allí y mordisqueó los restos de una de las primeras víctimas, y esa explicación satisfizo a los habitantes del pueblo. Los posteriores avistamientos esporádicos de osos grizzly parecen confirmar la relación. Es todo cuestión de cómo los seres humanos construyen una historia a partir de hechos aleatorios, suposiciones infundadas y prejuicios ingenuos. En mi opinión, la banda de asesinos de la que habla no pretendía que sus acciones pasaran por las de un grizzly devorador de hombres.

—Muy bien, entonces la banda no intentaba disfrazar sus asesinatos, pero, aun así, el relato no explica por qué mataban. ¿Cuál era la motivación? Sir Percival tiene una: mata a su socio para ocultar el hecho de que le había engañado y lo había encerrado en un manicomio. No veo qué tiene que ver con lo que pudiera mover a los asesinos de las montañas de Colorado.

—No tiene que ver. —Pendergast miró a Corrie un buen rato—. No directamente, en cualquier caso. No se está centrando en los puntos destacados. Uno debería preguntarse, en primer lugar: ¿por qué se comió sir Percival algunos pedazos de sus víctimas?

Corrie repasó mentalmente la historia.

—Al principio, para que pareciera que había sido un lobo, y después porque se estaba volviendo loco y pensó que empezaba a gustarle.

—¡Ah! ¿Y por qué se estaba volviendo loco?

—Porque sufría una intoxicación de mercurio, de fabricar fieltro. —Corrie titubeó—. Pero ¿qué tiene que ver la fabricación de sombreros con las minas de plata? No lo veo.

—Al contrario, Corrie, lo ve todo. «Debe ser más atrevida a la hora de extraer sus conclusiones».

A Pendergast le brillaron los ojos al citar aquella frase.

Corrie frunció el ceño. ¿Qué relación podía haber? Ojalá Pendergast se lo dijera sin más, en lugar de aplicarle el método socrático.

—¿Podríamos prescindir del momento de enseñanza? Si es tan obvio, ¿por qué no me lo dice y ya está?

—Esto no es un juego intelectual. Es muy serio, sobre todo para usted. Me sorprende que aún no la hayan amenazado.

Hizo una pausa. En el silencio, Corrie pensó en el disparo a su coche, en el perro muerto, en la nota. Debía contárselo, era evidente que terminaría enterándose. ¿Y si se lo confesaba todo a Pendergast? Solo conseguiría que la presionara aún más para que se fuera de Roaring Fork.

—Mi primer instinto —prosiguió Pendergast, casi como si le hubiera leído el pensamiento— fue instarla a que se marchara inmediatamente de la ciudad, aunque para ello tuviera que requisarle una de las quitanieves al jefe Morris, pero la conozco lo bastante como para saber que sería inútil.

—Gracias.

—De modo que lo mejor es lograr que piense correctamente en este caso, en lo que significa, en por qué se encuentra en extremo peligro y debido a quién. Esto no es, como usted dice, un «momento de enseñanza».

La gravedad de su tono le afectó mucho. Tragó saliva.

—Muy bien. Lo siento. Tiene toda mi atención.

—Retomemos la pregunta que acabo de hacerle y que voy a formular en términos más precisos: ¿qué tienen en común la fabricación de sombreros en la Inglaterra del siglo XIX y la refinería de la plata en la América del mismo siglo?

Le vino a la cabeza de repente. ¡Era obvio!

—En ambos procesos se usaba mercurio.

—¡Exacto!

De pronto, todo empezaba a encajar.

—Según el relato, se usaba nitrato de mercurio para suavizar las pieles con las que hacían el fieltro que empleaban para fabricar los sombreros.

—Continúe.

—Y también se usaba mercurio en las fundiciones, para separar la plata y el oro del mineral pulverizado.

—Excelente.

La mente de Corrie iba ya a mil por hora.

—Así que la banda de asesinos era un grupo de mineros que debía de haber trabajado en la fundición. Y que se habían vuelto locos por intoxicación de mercurio.

Pendergast asintió con la cabeza.

—La fundición despidió a los mineros locos y contrató a otros nuevos. Quizá unos cuantos de los despedidos se juntaran. Sin empleo y sin posibilidades de que volvieran a contratarlos, completamente chiflados, se echaron al monte, furiosos y vengativos, y allí se volvieron cada vez más locos. Y, claro, también tenían que comer.

Otro lento gesto afirmativo de Pendergast.

—Así que asaltaron a los mineros solitarios en sus concesiones de la montaña, los mataron y se los comieron. Y, del mismo modo que los leones devoradores de hombres en Tsavo, y sir Percival, empezaron a cogerle el gustillo.

A esto siguió un largo silencio. «¿Qué más?», se preguntó Corrie. ¿De dónde procedía el peligro actual?

—Todo esto sucedió hace ciento cincuenta años —dijo al fin—. No veo cómo nos afecta a nosotros. ¿Por qué estoy yo en peligro?

—Aún no ha puesto en su sitio la última pieza, crucial. Piense en el dato «casual» que me ha dicho que ha descubierto recientemente.

—Deme una pista.

—Muy bien: ¿a quién pertenecía la fundición?

—A la familia Stafford.

—Prosiga.

—Pero el historial de abusos laborales y el uso de mercurio en la fundición ya son bien conocidos. Se encuentran en los archivos históricos. Sería una estupidez por parte de la familia pretender ocultar eso ahora.

—Corrie —dijo Pendergast negando con la cabeza—, ¿dónde estaba la fundición?

—Eh… pues más o menos por donde está ahora The Heights. De hecho, así fue como la familia llegó a ser propietaria de todas esas tierras para convertirlas en la urbanización.

—¿Y…?

—¿Y qué? La fundición desapareció hace tiempo. La cerraron en la década de 1890 y hace decenios que derribaron las ruinas. Ya no queda nada de… ¡Ay, Dios mío! —dijo llevándose una mano a la boca.

Pendergast guardó silencio y esperó.

Corrie se lo quedó mirando. Ya lo entendía.

—Mercurio. Eso es lo que queda de ella. ¡Los terrenos en los que está asentada la urbanización están contaminados de mercurio!

Pendergast cruzó las manos y se recostó en el asiento.

—Ahora empieza a pensar como una verdadera detective. Y confío en que viva lo suficiente para convertirse en ella. Temo por usted: siempre ha sido, y sigue siéndolo, demasiado impulsiva. Pero, pese a ese defecto, hasta usted debe ver lo que está en juego aquí, y el grave peligro en que se ha puesto continuando con esta investigación tan insensata. No le habría revelado nada de esto, no le habría hablado del relato perdido de Holmes, ni de la implicación de la familia Stafford, ni de las aguas subterráneas tóxicas, de no haber sido imprescindible, dada su naturaleza impetuosa, para convencerla de que se marche de este espantoso lugar tan pronto como yo pueda hacer los preparativos pertinentes.