La aventura de Aspern Hall
De los muchos casos de Sherlock Holmes de los que he tenido el privilegio de ser portavoz, hay uno que siempre he dudado si debía llevar al papel. No es porque la aventura en sí presentara ningún elemento particularmente raro o sombrío, no más que otras investigaciones de Holmes. Más bien creo que se debe al aire ominoso, ciertamente nocivo, que envuelve todos los aspectos del caso, un aire que me heló y casi arruinó el alma, y que aún hoy puede perturbarme el sueño. Hay experiencias en la vida que uno desearía no haber tenido jamás; para mí, esta fue una. No obstante, dejaré constancia por escrito de esta historia y pondré en manos de los demás el juzgar si mi recelo es o no justificado.
Tuvo lugar en marzo de 1890, a principios de una primavera gris e impía, que siguió de cerca a uno de los inviernos más fríos que se recuerdan. Por aquel entonces, yo residía en la casa de Holmes en Baker Street. Era una noche oscura, más angustiosa aún por la niebla que caía sobre las calles estrechas y convertía las farolas de gas en meros puntos amarillos. Yo descansaba en un sillón delante del fuego y Holmes, que había estado paseándose inquieto por la habitación, se había situado ahora delante de la ventana salediza. Me estaba describiendo un experimento químico que había hecho esa tarde: cómo la aplicación de óxido de manganeso como catalizador aceleraba la descomposición del clorato de potasio en cloruro de potasio y, lo que es mucho más importante, en oxígeno.
Mientras hablaba, yo me regocijaba internamente de su entusiasmo. El mal tiempo nos había tenido prácticamente encerrados durante semanas. No habían surgido «pequeños problemas» que requirieran la atención de Holmes, y él había empezado a exhibir los signos de tedio que con mucha frecuencia lo llevaban a recaer en su hábito de administrarse clorhidrato de cocaína.
En ese mismo instante, oí que llamaban a la puerta principal.
—¿Espera compañía, Holmes? —le pregunté.
Como única respuesta, negó rotundamente con la cabeza. Acercándose primero al decantador del aparador y luego al sifón, que estaba al lado, se preparó un brandy con soda y después se desparramó en un sillón.
—Quizá la señora Hudson tenga invitados —dije alargando la mano para coger el soporte para pipas.
Pero los murmullos de las escaleras seguidos de pisadas en el pasillo desmintieron la suposición. Un instante después, sonó un golpecito en la puerta de la sala.
—Adelante —gritó Holmes.
Se abrió la puerta y entró la señora Hudson.
—Hay una joven que quiere verlo, señor —le informó—. Le he dicho que era tarde y que pidiera cita para mañana, pero ha contestado que es urgentísimo.
—Hazla pasar de inmediato —replicó Holmes volviendo a ponerse en pie.
Al poco, había una joven en nuestro salón. Llevaba una capa larga de viaje de corte actual y un sombrero con velo.
—Tome asiento, se lo ruego —dijo Holmes instándola a sentarse, con su habitual cortesía, en la silla más confortable.
La mujer le dio las gracias, se desabrochó la capa, se quitó el sombrero y se sentó. Estaba dotada de una figura agradable y un porte refinado, y revelaba un decidido aire de autodominio, cuya única mácula, a mi juicio, era que sus rasgos parecían un tanto severos, pero aquello podía responder a la angustia que reflejaba su semblante. Como de costumbre, traté de aplicar a aquella desconocida los métodos de observación de Holmes, pero fui incapaz de observar nada de particular valor, aparte de las botas katiuskas que llevaba.
Reparé en que Holmes me miraba algo divertido.
—Aparte de que nuestra invitada viene de Northumberland —me dijo—, que es una devota amazona, que ha llegado aquí en coche de alquiler y no en metro y que está comprometida para casarse, poco puedo deducir.
—He oído hablar de sus célebres métodos, señor Holmes —dijo la joven antes de que yo pudiera responder—. Y me esperaba algo así. Permítame, por favor, que argumente sus deducciones.
Holmes asintió apenas con la cabeza, y una expresión de sorpresa se registró en su rostro.
La mujer alzó la mano.
—En primer lugar, ha observado que llevo anillo de compromiso, pero no ha visto que lleve anillo de boda.
Holmes inclinó la cabeza afirmativamente.
Ella mantuvo la mano en alto.
—Y quizá haya reparado en la callosidad en forma de media luna a lo largo del borde exterior de mi muñeca derecha, precisamente por donde pasan las riendas cuando las sostiene alguien de buen asiento con una fusta en la mano.
—Una callosidad hermosísima —dijo Holmes.
—En cuanto al coche de alquiler, eso es bastante obvio. Lo ha visto parar junto a la acera. Yo también lo he visto a usted de pie junto a la ventana.
Al oír esto, no pude contener la risa.
—Parece que ha encontrado la horma de su zapato, Holmes.
—Respecto a Northumberland, supongo que ha detectado cierto acento en mi forma de hablar.
—Su acento no es precisamente de Northumberland —repuso Holmes—, sino que más bien parece de Tyne y Wear, tal vez de la zona de Sunderland, con matices de Staffordshire.
La dama se mostró sorprendida.
—La familia de mi madre era de Sunderland y la de mi padre, de Staffordshire. No era consciente de haber conservado ninguno de los dos acentos.
—La forma de hablar es algo profundamente arraigado en cada uno de nosotros, señora. No podemos librarnos de ella, como tampoco podemos librarnos del color de nuestros ojos.
—En ese caso, ¿cómo ha sabido que vengo de Northumberland?
Holmes señaló el calzado de la mujer.
—Por las botas. Me atrevería a decir que ha iniciado su viaje en la nieve. No ha llovido en los últimos cuatro días, pero Northumberland es el condado más frío de Inglaterra y el único en el que aún hay nieve sin derretir ahora mismo.
—¿Y cómo sabe que hay nieve en Northumberland? —le pregunté a Holmes.
Holmes señaló un ejemplar cercano del Times, con una expresión afligida en el rostro.
—Y ahora, señora, sea tan amable de indicarnos su nombre y en qué podemos asistirla.
—Me llamo Victoria Selkirk —dijo la mujer—, y mi inminente matrimonio es, en parte, la razón por la que he venido.
—Prosiga, por favor —le pidió Holmes instalándose de nuevo en su silla.
—Le ruego que me disculpe por haber venido sin previo aviso —dijo la señorita Selkirk—, pero lo cierto es que no sé a quién más acudir.
Holmes dio un sorbo a su brandy y esperó a que la joven continuara.
—La finca de mi prometido, Aspern Hall, se encuentra situada a unos kilómetros de Hexham. Mi madre y yo hemos ocupado una casita en los terrenos con vistas a la boda. En los últimos meses, la región ha sufrido el ataque de un lobo feroz.
—¿Un lobo? —observé sorprendido.
La señorita Selkirk asintió.
—Hasta la fecha, ha matado ya a dos hombres.
—Pero el lobo es una especie extinta en Gran Bretaña —señalé.
—No necesariamente, Watson —me dijo Holmes—. Hay quienes creen que aún existen en los lugares más remotos e inaccesibles. —Se volvió de nuevo hacia la señorita Selkirk—. Hábleme de esas muertes.
—Fueron salvajes, como cabría esperar de una fiera. —Titubeó—. Y parece que la criatura empieza a tomarle el gusto, poco a poco, a sus víctimas.
—¿Un lobo devorador de hombres? —inquirí—. Extraordinario.
—Quizá —repuso Holmes—. Aun así, no es del todo imposible. Recuerde el caso de los leones devoradores de hombres en Tsavo. Cuando escasean otras presas, y no hay que olvidar la crudeza de este último invierno, los carnívoros se adaptan para sobrevivir. —Miró a la señorita Selkirk—. ¿Ha habido testigos oculares?
—Sí. Dos.
—¿Y qué es lo que dicen haber visto?
—A un lobo enorme adentrándose en el bosque.
—¿A qué distancia se hicieron estos avistamientos?
—Los dos lo vieron desde el otro lado de un pantano… Yo diría que a varios cientos de metros.
Holmes inclinó la cabeza.
—¿De día o de noche?
—De noche. Con luna.
—¿Y ese lobo presentaba algún rasgo distintivo particular, aparte de su gran tamaño?
—Sí, tenía la cabeza cubierta de pelo blanco.
—Pelo blanco —repitió Holmes. Juntó las yemas de los dedos y guardó silencio un momento. Luego se puso en pie y se dirigió de nuevo a la joven—. Ahora bien, ¿en qué podemos ayudarla exactamente?
—Mi prometido, Edwin, es el heredero de la finca de Aspern. La familia Aspern es la más prominente de las inmediaciones. Dado el temor que se ha apoderado de los habitantes de la zona, considera necesario encargarse él mismo de destruir a esa bestia antes de que vuelva a matar. Ha estado saliendo al bosque por las noches, a menudo solo. Aunque va armado, me atormenta su seguridad y temo que pudiera ocurrirle alguna desgracia.
—Entiendo. Señorita Selkirk —añadió Holmes, algo más serio—, lamento comunicarle que no hay nada que yo pueda hacer por usted. Lo que precisa son los servicios de un cazador, no el asesoramiento de un detective.
Se acentuó la angustia en el semblante de la señorita Selkirk.
—Pero he oído hablar de su éxito en ese horrible caso de Baskerville Hall. Por eso he acudido a usted.
—Aquel asunto, mi querida señora, fue obra de un hombre, no de una bestia.
—Pero… —La joven Selkirk titubeó. Se atenuó su aire de autodominio—. Mi prometido está resuelto. Lo considera una obligación por su posición social. Además, su padre, sir Percival, no ha considerado oportuno impedírselo. Por favor, señor Holmes. Nadie más puede ayudarme.
Holmes dio un sorbo a su brandy, suspiró, se levantó, dio un paseo por la habitación y volvió a sentarse.
—Ha mencionado que vieron al lobo adentrarse en el bosque —dijo—. ¿Debo suponer que se trata del bosque de Kielder?
La señorita Selkirk asintió con la cabeza.
—Aspern Hall linda con esa arboleda.
—¿Sabía, Watson —dijo volviéndose hacia mí—, que el bosque de Kielder, en Northumberland, es la más extensa zona forestal de las que restan en Inglaterra?
—No lo sabía —respondí.
—¿Y que es célebre, en parte, por albergar la mayor reserva nacional de la ardilla roja?
Al observar a Holmes, vi que su mirada de frío desinterés había sido reemplazada por una a la vez viva y entusiasta. Yo, naturalmente, sabía de su interés por la Sciurus vulgaris. Era quizá el más destacado experto del mundo en la conducta y la taxonomía de esa criatura, y había publicado varias monografías sobre el tema. Además, percibía en él una inusual admiración por aquella mujer.
—En una reserva tan grande, bien podría haber oportunidad de observar especies hasta la fecha no descubiertas —señaló Holmes, más para sí que para nosotros. Luego miró a nuestra invitada—. ¿Dispone de alojamiento en la ciudad? —preguntó.
—He previsto mi estancia con unos parientes en Islington.
—Señorita Selkirk, me inclino a aceptar esta investigación, casi a pesar del caso más que por él.
Me miró y después, a modo de indirecta, observó el sombrerero, del que colgaban mi bombín y su gorra de lana con orejeras.
—Cuente conmigo —respondí al instante.
—En ese caso —le dijo Holmes a la joven—, la veremos mañana en la estación de Paddington, de donde, salvo que yo esté muy equivocado, sale un tren expreso para Northumberland a las 8.20.
A continuación, acompañó a la señorita Selkirk a la puerta.
A la mañana siguiente, como habíamos previsto, nos reunimos con Victoria Selkirk en la estación de Paddington y nos dispusimos a partir rumbo a Hexham. Holmes, que no acostumbraba a madrugar, parecía haber recobrado su recelo en relación con el caso. Estaba inquieto y poco comunicativo y, cuando el tren se puso en marcha, me correspondió a mí dar conversación a la joven señorita Selkirk. Para pasar el tiempo, le pregunté por Aspern Hall y sus inquilinos, tanto los mayores como los jóvenes.
La mansión, nos explicó, se había reconstruido a partir de los restos de un antiguo priorato, originalmente levantado hacia 1450 y parcialmente asolado durante la disolución de los monasterios ordenada por Enrique VIII. Su actual propietario, sir Percival Aspern, había sido sombrerero de profesión. En su juventud, había patentado un método revolucionario para fabricar fieltro verde.
Holmes interrumpió su inspección del paisaje que iban recorriendo.
—¿Fieltro verde, dice?
Ella asintió con la cabeza.
—Aparte de su uso en los tapetes de las mesas de juego, el color estuvo muy de moda en las sombrererías durante los años cincuenta. Sir Percival amasó su fortuna con él.
Holmes hizo un gesto despectivo con la mano, como si espantara un insecto, y volvió a mirar por la ventanilla del compartimento.
Los sombreros de sir Percival, me comentó la señorita Selkirk, gozaban ahora de la garantía real de la reina Victoria y eran la razón por la que le habían otorgado el título de sir a su futuro suegro. Edwin, su prometido, se había alistado en el ejército muy joven, al servicio del regimiento de caballería de los llamados Dragones Ligeros. En la actualidad, residía temporalmente en la mansión, considerando si debía o no hacer carrera en el ejército.
Aunque la señorita Selkirk era una dama extraordinariamente discreta, intuí que, si bien el padre de Edwin deseaba que su hijo formara una familia, el propio Edwin no acababa de decidirse.
A medida que progresaba nuestro viaje, los campos y setos frondosos de los Home Counties empezaban a dar paso a vistas más amplias: páramos, pantanos y árboles esqueléticos, parajes salpicados a intervalos de afloramientos y escarpaduras rocosas. Finalmente llegamos a Hexham, una atractiva localidad rural formada por un puñado de casitas hechas de paja y piedra, apiñadas a lo largo de una sola calle principal, High Street. Una calesa nos esperaba en la estación, con un sirviente de aspecto adusto a las riendas. Sin mediar palabra, cargó nuestras maletas y bolsas, luego regresó a su pescante y guio a los caballos para que salieran de la estación por un camino rural lleno de baches en dirección a Aspern Hall.
El camino descendía por un suave declive hacia un paisaje cada vez más húmedo y gris. Aún podían verse parcelas nevadas, como Holmes había mencionado el día anterior, aquí y allá. El sol, que por fin había hecho su aparición durante nuestro viaje en tren, volvió a ocultarse de nuevo tras las nubes, confiriendo a las vistas que nos rodeaban una sofocante atmósfera de melancolía.
Tras haber recorrido unos ocho kilómetros, Holmes, que no había hablado desde que nos apeáramos del tren, se animó.
—Dígame, ¿qué es eso? —inquirió señalando a lo lejos con su bastón.
Mirando en la dirección que indicaba, vi lo que parecía ser un pantano bajo, o una ciénaga, bordeado en su margen por unas matas. Más allá, en medio de la niebla de última hora de la tarde, pude vislumbrar una línea negra continua.
—El pantano del que les había hablado —contestó la señorita Selkirk.
—Y, al otro lado, se encuentran los límites del bosque de Kielder.
—Sí.
—¿Y debo inferir, de lo que nos contó, que los ataques del lobo se produjeron entre el uno y el otro?
—Sí, así es.
Holmes asintió con la cabeza, como si aquello lo satisficiera de algún modo, pero no dijo nada más.
El camino rural se fue abriendo despacio, trazando una curva larga y perezosa para evitar el pantano y, al final, pudimos divisar Aspern Hall a lo lejos. Era una mansión antigua de diseño totalmente inusual, con alas y dependencias asimétricas dispuestas, en apariencia, en ángulos verticalmente opuestos, y atribuí aquella excentricidad arquitectónica al hecho de que la casa se hubiera levantado a partir de las ruinas de una antigua abadía. A medida que nos aproximábamos, pude detectar otros detalles. La fachada tenía un acabado rústico y estaba salpicada de liquen, y de una profusión de chimeneas de ladrillo salían columnas de humo. Juncos y robles enanos rodeaban el edificio principal, así como las diversas casitas y edificaciones anexas. Quizá fuera el frío aire de primavera, o la proximidad del pantano y el oscuro bosque, pero no pude evitar la clara sensación de que la casa había absorbido lo sombrío y funesto del paisaje mismo en que estaba situada.
El cochero detuvo la calesa en el pórtico a la entrada de la mansión. Bajó la bolsa de viaje de la señorita Selkirk, luego se dispuso a descargar las nuestras, pero Holmes lo detuvo y le pidió que esperara. Siguiendo a la señorita Selkirk, entramos y nos encontramos de pronto en una larga galería, amueblada con un gusto más bien austero. Un hombre, sin duda el señor de Aspern Hall en persona, nos esperaba a la puerta de lo que parecía un salón. Era alto y delgado, de unos cincuenta y tantos años de edad, cabello ralo y rubio, y rostro muy arrugado. Vestía levita negra y sostenía un periódico en una mano y una fusta para perros en la otra. Obviamente había oído llegar la calesa. Dejó el periódico y la fusta y se acercó.
—Sir Percival Aspern, supongo —dijo Holmes.
—Así es, señor, pero me temo que juega usted con ventaja.
Holmes le hizo una pequeña reverencia.
—Soy Sherlock Holmes y este es mi amigo y socio, el doctor Watson.
—Ya veo. —Sir Percival se volvió hacia nuestra acompañante femenina—. ¿Así que esta es la razón por la que ha ido a la ciudad, señorita Selkirk?
La joven asintió con la cabeza.
—Ciertamente, así es, sir Percival. Si me disculpan, debo ver a mi madre.
Abandonó la galería con cierta brusquedad, y nos dejó con el señor.
—He oído hablar de usted, señor Holmes —dijo sir Percival—, pero me temo que ha hecho un largo viaje en vano. Sus métodos, pese a lo brillantes que tengo entendido que son, poca aplicación tendrán frente a una bestia como la que nos atemoriza.
—Eso aún está por ver —replicó Holmes con sequedad.
—Bueno, pasen y tómense un brandy, ¿les parece?
Y sir Percival nos condujo al interior del salón, donde un mayordomo nos sirvió el refrigerio.
—Parece ser —dijo Holmes una vez que nos hubimos sentado alrededor del hogar— que no comparte usted la preocupación de su futura nuera por la seguridad de su hijo.
—No, no la comparto —respondió sir Percival—. Mi hijo ha regresado hace poco de la India y sabe bien lo que hace.
—Sin embargo, según todos los informes, esa bestia ha matado ya a dos hombres —repuse.
—He cazado con mi hijo en muchas ocasiones y doy fe de sus aptitudes como rastreador y tirador. Lo cierto es, ¿señor Watson, era?, que Edwin se toma muy en serio sus responsabilidades como heredero de Aspern Hall. Y debo decir que su coraje y su iniciativa no han pasado inadvertidas en el distrito.
—¿Podríamos hablar con él? —preguntó Holmes.
—Desde luego. Cuando regrese. Ahora mismo está en el bosque, dando caza a la bestia. —Hizo una pausa—. Si yo fuera más joven, estaría a su lado.
Aquella excusa me pareció que revelaba una vena de cobardía, y le dirigí una mirada disimulada a Holmes, pero su atención seguía fija en sir Percival.
—No obstante, se trate de temores femeninos o no, hay que complacer al sexo débil —prosiguió el hombre—. Estoy del todo dispuesto a permitirle que campe a sus anchas por la finca, señor Holmes, y a ofrecerle toda la ayuda que pueda necesitar, incluido alojamiento, si así lo desea.
La invitación, aun siendo generosa, se hizo con poca elegancia.
—Eso no será necesario —dijo Holmes—. Hemos pasado por una fonda en Hexham, The Plough, creo que se llamaba, que convertiremos en nuestra base de operaciones.
Mientras Holmes hablaba, sir Percival se derramó brandy en la pechera. Dejó el vaso con una leve indignación.
—Tengo entendido, señor, que es usted parte del negocio de la sombrerería —intervino Holmes.
—Lo fui en el pasado, sí. Ahora otros se ocupan del negocio por mí.
—Siempre me ha fascinado el proceso de fabricación del fieltro. Pura curiosidad científica, ya sabe; la química es una de mis aficiones.
—Entiendo —dijo nuestro anfitrión limpiándose, distraído, la mancha en la pechera.
—El problema fundamental, a mi juicio, es suavizar los pelos tiesos de los animales de forma que resulten lo bastante flexibles para dar forma al fieltro.
Volví a mirar a Holmes, preguntándome adónde demonios podía conducir aquella estrategia en particular.
—Recuerdo haber leído —prosiguió Holmes— que, en la antigüedad, los turcos resolvían este problema aplicándole orina de camello.
—Hoy en día estamos muy lejos ya de esos métodos primitivos —replicó sir Percival.
La señorita Selkirk entró en el salón. Miró hacia nosotros, sonrió lánguidamente y tomó asiento. Era evidente que estaba preocupadísima por su prometido, y parecía costarle horrores mantener el dominio de sí misma.
—No me cabe duda de que su proceso será mucho más moderno —dijo Holmes—. Me encantaría saber cómo se aplica.
—Ojalá pudiera satisfacer su curiosidad, señor Holmes, pero se trata de un secreto comercial.
—Entiendo. —Holmes se encogió de hombros—. Bueno, no tiene importancia.
En aquel instante, se oyó un alboroto en el vestíbulo. Al poco, apareció en el umbral de la puerta un joven ataviado con el atuendo completo de cazador. Se trataba, evidentemente, del hijo de sir Percival y, con sus facciones resueltas, su porte militar y el pesado rifle colgado del hombro, presentaba una figura excelente, desde luego. La señorita Selkirk se levantó de inmediato y, con un grito de alivio, corrió hasta él.
—Ay, Edwin —dijo—. Edwin, te lo ruego, que esta vez sea la última.
—Vicky —contestó el joven, con suavidad pero con firmeza—, hay que encontrar y destruir a la bestia. No podemos permitir que suceda otra atrocidad.
Sir Percival se levantó también y nos presentó a Holmes y a mí. Mi amigo, sin embargo, interrumpió aquellas cortesías con cierta impaciencia para poder interrogar al recién llegado.
—Deduzco —dijo— que la incursión de esta tarde ha sido infructuosa.
—Lo ha sido —contestó Edwin Aspern con una triste sonrisa.
—¿Y dónde, si puede saberse, ha llevado a cabo la cacería?
—En el bosque occidental, al otro lado del pantano.
—Pero ¿no ha encontrado nada? ¿Huellas? ¿Excrementos? ¿Un refugio, quizá?
El joven Aspern negó con la cabeza.
—No he visto ningún indicio.
—Se trata de un lobo muy astuto y perverso —explicó sir Percival—. Ni siquiera los perros son capaces de rastrearlo.
—Un asunto serio. Un asunto verdaderamente serio.
Holmes rechazó una invitación para cenar y, tras una breve exploración de la finca, tomamos la calesa de vuelta a Hexham, donde buscamos alojamiento en The Plough. A la mañana siguiente, después del desayuno, nos dirigimos al cuerpo de policía local, que resultó formado por un solo individuo, un tal agente Frazier. Encontramos al agente sentado a su mesa, garabateando algo industriosamente en una pequeña libreta. De mis anteriores aventuras con Holmes, no me había formado una opinión particularmente elevada de la policía local y, a primera vista, el agente Frazier, con su guardapolvo verde oliva y sus pololos de piel, parecía confirmar mis sospechas. No obstante, había oído hablar de Holmes y, cuando empezó a responder a las preguntas de mi amigo, me di cuenta de que teníamos ante nosotros, si no necesariamente un personaje de inteligencia superior, sí al menos un oficial entregado y competente con, al parecer, una elogiable tenacidad de enfoque.
La primera víctima del lobo, nos explicó, había sido un individuo raro y vagamente siniestro, un hombre de avanzada edad vestido de harapos y con el pelo revuelto. Había aparecido de pronto en Hexham unas semanas antes de su muerte, escondiéndose y aterrorizando a las mujeres y a los niños con sus incomprensibles peroratas. No se había alojado en la fonda, pues al parecer no disponía de dinero y, al cabo de uno o dos días, los ciudadanos, preocupados, le habían pedido al agente que averiguara cuál era la ocupación del hombre sin nombre. Tras su búsqueda, el agente había descubierto que el hombre se alojaba en una cabaña de leñador abandonada dentro del perímetro del bosque de Kielder. El tipo se negó a responder a las preguntas del agente o explicarse en modo alguno.
—¿Peroratas incomprensibles? —repitió Holmes—. ¿Podría ser un poco más preciso?
—Hablaba mucho solo, gesticulando como un loco, decía muchas tonterías en realidad. Algo de todas las afrentas que se habían cometido contra él y otras bobadas.
—¿Bobadas, dice? ¿Como qué?
—Cosas sueltas. Que le habían traicionado. Perseguido. El frío que tenía. Que acudiría a la ley y conseguiría un juicio.
—¿Algo más? —insistió Holmes.
—No —respondió el agente—. Ah, sí, otra cosa muy rara. A menudo hablaba de zanahorias.
—¿Zanahorias?
El agente Frazier asintió con la cabeza.
—¿Pasaba hambre? ¿Hablaba de algún otro alimento?
—No. Solo de zanahorias.
—¿Y dice que mencionó las zanahorias no una vez, sino múltiples veces?
—La palabra no paraba de salirle de la boca. Pero, como digo, señor Holmes, era todo un galimatías. No tenía ningún sentido.
Aquella desviación de la línea del interrogatorio se me hizo inútil. Aferrarse a los desvaríos de un loco parecía una tontería y yo no veía la relación que podía tener con un trágico fin entre las fauces de un lobo. Noté que el agente Frazier pensaba igual que yo, porque empezó a mirar a Holmes con expresión de desconcierto.
—Hábleme más del aspecto de ese hombre —dijo Holmes—. Cuénteme todo lo que recuerde. No se deje ningún detalle, se lo ruego.
—Iba extremadamente desaseado, con las ropas hechas harapos y el pelo despeinado. Tenía los ojos inyectados en sangre y los dientes negros.
—¿Negros, dice? —lo interrumpió Holmes con súbito entusiasmo—. ¿Se refiere a poco sanos? ¿Podridos?
—No. Más bien de un gris oscuro uniforme que, en la penumbra, se veía casi negro. Además, parecía encontrarse en un estado de constante embriaguez, aunque no tengo la menor idea de dónde sacaba el dinero para el alcohol.
—¿Cómo sabe que estaba ebrio?
—Por los síntomas habituales de la embriaguez: habla arrastrada, temblor de manos, paso inestable.
—¿Encontró alguna botella de alcohol en la cabaña del leñador?
—No.
—Cuando habló con él, ¿notó que le oliera el aliento a alcohol?
—No, señor Holmes, pero he tenido que lidiar con muchos borrachos en mi vida y conozco los síntomas. No me cabe la menor duda.
—Muy bien. Continúe, por favor.
El agente retomó el hilo de su narración con evidente alivio.
—Todos los ciudadanos estaban en su contra, tanto es así que yo estaba a punto de echarlo del pueblo cuando ese lobo me evitó el mal trago. La mañana después de que yo lo interrogara, lo encontraron a la entrada del bosque, con el cuerpo terriblemente desmembrado y destrozado, y marcas de dientes en los brazos y las piernas.
—Entiendo —dijo Holmes—. ¿Y la segunda víctima?
En ese instante, confieso que estuve a punto de oponerme a aquella línea de investigación. Holmes había interrogado al agente sobre cuestiones triviales, pero estaba dejando sin abordar los temas principales. Por ejemplo, ¿quién había encontrado el cadáver? Sin embargo, me mordí la lengua, y el agente prosiguió.
—Ese ataque tuvo lugar hace dos semanas —dijo el agente—. La víctima era un naturalista de Oxford que había venido a estudiar al zorro rojo.
—¿Lo encontraron en el mismo sitio que al segundo?
—No muy lejos de allí. Algo más cerca del pantano.
—¿Y cómo sabe que fue el mismo animal el que mató a ambas personas?
—Por el aspecto de las heridas, señor. Si acaso, el segundo ataque fue todavía más violento. Esta vez, el hombre había sido… parcialmente devorado.
—¿Cómo reaccionó el pueblo ante esta segunda muerte?
—Se habló mucho de ella. Y cundió el pánico. Sir Percival se interesó por el caso. Y su hijo, que había regresado hacía poco de una campaña en la India, empezó a explorar el bosque por la noche, armado con un rifle, con la intención de disparar a la bestia. Yo abrí una investigación por mi cuenta.
—Después del segundo asesinato, quiere decir.
—Discúlpeme, señor Holmes, pero el segundo no parecía tener ningún propósito. Al viejo rufián le estaba bien empleado, ya me entiende; en cambio, la segunda víctima era un ciudadano respetable y resultaba evidente que teníamos a un devorador de hombres entre manos. Si el lobo había matado dos veces, volvería a matar… si podía.
—¿Interrogó a los testigos oculares?
—Sí.
—¿Y coincidían sus versiones de los hechos?
El agente asintió con la cabeza.
—Después de la segunda muerte, vieron a la bestia esconderse de nuevo en el bosque, una criatura espantosa.
—¿Vista desde qué distancia?
—De lejos, de noche, pero con luna. Lo bastante cerca para detectar que el pelo de la cabeza se le había vuelto blanco como la nieve.
Holmes pensó un instante.
—¿Qué dijo el doctor que presidió la investigación?
—Como ya he dicho, entre otras cosas, observó que, aunque las dos víctimas habían sido gravemente heridas, a la segunda la habían devorado parcialmente.
—La primera, sin embargo, apenas tenía unas tímidas marcas de dientes. —Holmes se volvió hacia mí—. ¿Sabe, Watson, que ese es el patrón habitual por el que una bestia se convierte en devoradora de hombres? Así sucedió con los leones en Tsavo, de los que hemos hablado antes.
Asentí con la cabeza.
—Quizá el perímetro de caza de ese lobo sea la espesura del bosque y se haya visto obligado a acercarse a la civilización como consecuencia del largo y frío invierno.
Holmes se volvió de nuevo hacia el agente.
—¿Ha observado usted alguna otra cosa?
—Me temo que más bien no he observado nada, señor Holmes.
—Explíquese, por favor.
—Bueno, es extraño —señaló el agente Frazier con cara de perplejidad—. La granja de mi familia se encuentra al borde del bosque y he tenido ocasión de salir a buscar rastros del animal media docena de veces por lo menos. Se diría que una bestia de esas dimensiones tendría que ser fácil de rastrear, pero solo encontré unas cuantas huellas justo después de la muerte de la segunda víctima. No soy rastreador, pero juraría que había algo inusual en los movimientos del animal.
—¿Inusual? —preguntó Holmes—. ¿En qué sentido?
—En la escasez de rastros. Es como si la bestia fuera un fantasma, que anduviera de aquí para allá de forma invisible. Por eso he salido alguna noche, en busca de algún rastro fresco.
Al oír esto, Holmes se inclinó hacia delante en el asiento.
—Permítame que le aconseje ahora mismo, agente, que deje de hacer eso inmediatamente. No debe haber más excursiones nocturnas por el bosque.
El agente frunció el ceño.
—Pero yo tengo ciertas obligaciones, señor Holmes. Además, quien está en verdadero peligro es el joven señor Aspern. Él se pasa fuera todas las noches en busca de la criatura.
—Escúcheme —dijo Holmes con seriedad—. Eso es una absoluta sandez. Aspern no está en peligro, pero usted, agente… Se lo advierto: ándese con cuidado.
Aquella repentina desestimación y la idea de que el temor de la señorita Selkirk por su prometido fuera infundado me sorprendieron. Pero Holmes no dijo nada más, ni hizo más preguntas, solo aconsejó de nuevo al agente que se mantuviera alejado del bosque, y de momento nuestro interrogatorio terminó.
Siendo domingo, nos vimos obligados a reducir nuestra investigación al interrogatorio de diversos habitantes de Hexham. Holmes localizó primero a los dos testigos oculares, pero tenían poco que añadir a lo que el señor Frazier ya nos había dicho: los dos habían visto correr a grandes zancadas en dirección al pantano a un lobo grande, considerablemente grande, de hecho, con el pelo del cogote de un blanco resplandeciente a la luz de la luna. Ninguno de los dos había indagado más, sino que habían tenido la sensatez de volver a casa a toda prisa.
Después, nos dirigimos a The Plough, donde Holmes se contentó preguntando a los clientes su opinión sobre el lobo y las muertes. Todas las personas con las que hablamos estaban enfurecidas por la situación. Algunos, mientras alzaban sus pintas, prometían iniciar la cacería ellos mismos un día u otro. La mayoría estaban satisfechos de que el joven señor Aspern rastreara a la bestia él solo y manifestaban la admiración que les merecía su coraje.
Solo dos disentían. Uno era un tendero de la zona que tenía la firme creencia de que las muertes eran obra de una jauría de perros salvajes que vivían en lo más frondoso del bosque de Kielder. El otro era el dueño de la fonda, que nos contó que la segunda víctima, el desafortunado naturalista de Oxford, había afirmado categóricamente que la bestia que había cometido aquella atrocidad no era ningún lobo.
—¿No era un lobo? —inquirió Holmes bruscamente—. ¿Y a qué erudición, dígame, por favor, debemos tan inequívoca sentencia?
—No podría decírselo con certeza, señor. El hombre solo dijo que, en su opinión, los lobos estaban extintos en Inglaterra.
—Eso no es precisamente lo que se dice un argumento empírico —opiné.
Holmes miró al posadero con gesto entusiasta.
—¿Y por qué bestia concreta sustituía entonces el bueno del naturalista al lobo del bosque de Kielder?
—No sabría decirle, señor. No me dio más detalles —añadió, y siguió sacando brillo a su cristalería.
Salvo por el interrogatorio al agente de policía, en general, había sido un día de pesquisas bastante infructuosas. Holmes no dijo ni una palabra durante la cena y se retiró temprano, con una expresión de desagrado en el rostro.
Sin embargo, a primera hora de la mañana siguiente, apenas amaneció, me despertó un barullo de voces debajo de mi ventana. Miré el reloj y vi que eran poco más de las seis. Me vestí rápidamente y bajé. Un grupo de gente se había agolpado en High Street, y hablaban y gesticulaban animadamente. Holmes ya estaba allí y, cuando me vio salir de la posada, se acercó enseguida.
—Debemos apresurarnos —dijo—. Ha habido otro avistamiento del lobo.
—¿Dónde?
—En el mismo sitio, entre el pantano y los límites del bosque. Vamos, Watson, es imperativo que seamos los primeros en llegar al escenario. ¿Lleva encima su Webley n.° 2?
Me di una palmadita en el bolsillo derecho del chaleco.
—Entonces salgamos a toda prisa. Quizá ese revólver no derribe a un lobo, pero al menos lo ahuyentará.
Con la misma calesa y el mismo cochero malhumorado que habíamos empleado anteriormente, abandonamos Hexham a medio galope, Holmes instando al hombre, en tono estridente, a que acelerase. Mientras salíamos a los páramos desolados, mi amigo me explicó que ya había hablado con la testigo ocular causante de aquel nuevo revuelo, una anciana, esposa del boticario, que andaba por el camino en busca de hierbas y flores medicinales. No había añadido nada sustancial a las declaraciones de los otros testigos oculares, tan solo había corroborado sus observaciones sobre el tamaño colosal de la bestia y el extraño pelo blanco de su cogote.
—¿Teme…? —empecé.
—Me temo lo peor.
Al llegar al lugar del avistamiento, Holmes ordenó al cochero que esperara y, sin perder un segundo, saltó de la calesa y emprendió el camino hacia el paisaje cubierto de juncos y zarzas. El pantano se hallaba a nuestra izquierda; la oscura línea del bosque de Kielder, a nuestra derecha. El frío rocío de la mañana humedecía la vegetación y aún había parcelas de suelo nevadas. No habíamos caminado ni cien metros cuando vi que ya tenía los zapatos y los pantalones empapados. Holmes iba muy por delante de mí, avanzando como un endemoniado. De pronto, se detuvo en lo alto de un montículo con un grito de consternación y se arrodilló. Aproximándome a él, revólver en ristre, pude discernir lo que había descubierto. Entre las matas húmedas, a menos de doscientos metros de la entrada del bosque, yacía un cuerpo. A su lado, un rifle militar, aparentemente un Martini-Henry Mk IV. Reconocí enseguida el guardapolvo y los pololos de piel, ahora desgarrados y hechos jirones con extraordinaria violencia. Era el agente Frazier, o, para ser precisos, lo que quedaba del pobre hombre.
—Watson —me dijo Holmes en tono imperioso—, no toque nada. No obstante, agradecería, por mera observación visual, su opinión médica sobre el estado de este hombre.
—Obviamente ha sido atacado —dije examinando el cuerpo sin vida— por una criatura grande y violenta.
—¿Un lobo?
—Parece sumamente probable.
Holmes me interrogó concienzudamente.
—¿Ve alguna marca específica o identificable, Watson? ¿De colmillos, quizá, o zarpas?
—Es difícil decirlo. La ferocidad del ataque, el estado lamentable del cuerpo complican la observación minuciosa.
—¿Falta alguna parte del cuerpo?
Eché otro vistazo. Pese a mi formación médica, encontraba aquella tarea de lo más desagradable. Había visto, en más de una ocasión, los cuerpos de nativos de las tribus de la India asaltados por tigres, pero nada que hubiera experimentado antes se asemejaba al salvajismo de que había sido víctima el agente Frazier.
—Sí —dije al fin—. Sí, creo que algunas.
—¿Coincidentes con la descripción de la segunda víctima, el naturalista?
—No. No, yo diría que este ataque ha sido de mayor envergadura en ese aspecto.
Holmes asintió despacio.
—¿Ve, Watson? Ha vuelto a suceder lo que ocurrió con los leones devoradores de hombres en Tsavo. Con cada víctima se vuelven más descarados y se aficionan más a su recién descubierta dieta.
Dicho esto, se sacó una lupa del bolsillo.
—El rifle no se ha disparado —anunció mientras examinaba el Martini-Henry—. Al parecer, la bestia se ocultó y atacó a nuestro hombre por la espalda.
Tras una breve inspección del cadáver, comenzó a moverse alrededor en un perímetro circular cada vez mayor, hasta que, con otro grito, se agachó y luego empezó a caminar más despacio, los ojos fijos en el suelo, en dirección a una granja lejana rodeada por dos campos cercados, residencia, supuse, del desafortunado agente de policía. De pronto, Holmes se detuvo, dio la vuelta y, ayudado aún de la lupa, regresó hasta el cuerpo y siguió caminando despacio más allá de este, hasta alcanzar el borde mismo del pantano.
—Huellas de lobo —dijo—. Sin la menor duda. Van del bosque a un punto cerca de esa granja, y de ahí al sitio donde tuvo lugar el ataque. Es evidente que el lobo salió del bosque, acechó a su víctima y la mató en campo abierto. —Acercó la lupa una vez más a la hierba húmeda del borde del marjal—. Las huellas se adentran directamente en el pantano.
A continuación, Holmes hizo un recorrido del terreno bajo y pantanoso, una actividad laboriosa que comprendió varias paradas, retrocesos y una inspección extremadamente detenida de diversos puntos de interés. Yo me quedé junto al cuerpo, sin tocar nada como Holmes me había indicado, observándolo de lejos. El proceso le llevó más de una hora y, para entonces, yo ya estaba calado hasta los huesos y temblando descontroladamente. Un pequeño grupo de curiosos se hallaba al borde del camino, y se habían acercado el médico del pueblo y el magistrado, la autoridad titular una vez fallecido el agente Frazier, justo cuando Holmes terminaba su investigación. No dijo una palabra de sus hallazgos, se limitó a quedarse allí de pie, en la hierba húmeda del marjal, pensativo, mientras el médico, el magistrado y yo mismo envolvíamos el cuerpo y lo llevábamos a la calesa. Cuando el vehículo salió en dirección al pueblo, volví a donde Holmes seguía de pie, completamente inmóvil, sin importarle, al parecer, que se le hubieran empapado los pantalones y encharcado las botas.
—¿Ha observado algo de mayor interés? —le pregunté.
Al cabo de un instante, me miró. En lugar de responder, se sacó una pipa de brezo del bolsillo, la encendió y me contestó con otra pregunta:
—¿No le parece curioso, Watson?
—Todo este asunto es misterioso —respondí—, al menos en lo que concierne al condenado y esquivo lobo.
—No me refiero al lobo, me refiero a la relación afectiva entre sir Percival y su hijo.
Aquel non sequitur me dejó pasmado.
—Me temo que no sé adónde quiere llegar, Holmes. Desde mi punto de vista, la relación parece cualquier cosa menos afectiva, al menos en lo que respecta a la insensible despreocupación del padre por la vida y la seguridad de su hijo.
Holmes le dio una chupada a su pipa.
—Sí —respondió enigmático—. Y precisamente ese es el misterio.
Como nos encontrábamos ya más cerca de Aspern Hall que de Hexham, y el magistrado nos había requisado el transporte, fuimos andando a la mansión y llegamos allí en poco menos de una hora. Nos recibieron sir Percival y su hijo, que acababan de desayunar. Aún no les había llegado aviso de la última muerte, y casi de inmediato se formó un gran alboroto en la finca. El joven Edwin manifestó su intención de salir enseguida en busca de la bestia, pero Holmes le aconsejó que no lo hiciera: tras aquel último ataque, el animal, sin duda, se habría retirado a su guarida.
Luego, Holmes le preguntó a sir Percival si podía hacer uso de su berlina; se proponía dirigirse a Hexham sin demora para coger el primer tren a Londres.
Sir Percival se mostró asombrado, pero dio su consentimiento. Mientras preparaban el coche, Holmes me miró y me sugirió que diéramos un paseo por el jardín.
—Creo que debería venir a Hexham conmigo, Watson —dijo—. Recoja sus cosas en The Plough y vuelva a Aspern Hall para pasar aquí la noche.
—¿Para qué demonios…? —espeté.
—Si no me equivoco, estaré de vuelta de Londres posiblemente mañana a más tardar —añadió—. Y, cuando vuelva, traeré conmigo la confirmación que busco en cuanto al misterio de la bestia salvaje.
—¡Cielos, Holmes!
—Pero, hasta entonces, Watson, su vida aún corre grave peligro. Debe prometerme que no saldrá de la mansión hasta que yo regrese, ni siquiera para dar una vuelta por la finca.
—Pero, Holmes…
—Insisto. En este asunto, no voy a ceder. No salga de la casa, sobre todo después de anochecido.
Aunque aquella solicitud me pareció excéntrica en demasía, especialmente teniendo en cuenta que el mucho más impulsivo Edwin Aspern no corría peligro alguno, me ablandé.
—Debo confesar, viejo amigo, que no veo cómo puede estar tan seguro de que va a resolver el caso —dije—. El lobo está aquí, en Hexham, no en Londres. Salvo que tenga previsto volver con un par de rifles de gran calibre, admito que, en este asunto, no veo nada.
—Muy al contrario, lo ve todo —repuso Holmes—. Debe ser más atrevido a la hora de extraer sus conclusiones, Watson.
Pero justo en ese momento se oyó un repiqueteo de cascos en la gravilla de la entrada y se acercó la berlina.
Pasé aquel día gris en Aspern Hall. Azotó el viento y empezó a llover, poco al principio, luego arreció. Había poco que hacer, así que me entretuve leyendo el Times del día anterior, haciendo anotaciones en mi diario y curioseando entre los libros de la extensa biblioteca de sir Percival. No vi a nadie más que al servicio hasta la cena. Durante esta, Edwin declaró su intención de volver a salir esa misma noche en busca del lobo. La señorita Selkirk, que por entonces se encontraba, como es natural, aún más preocupada por el bienestar de su prometido, protestó enérgicamente. Hubo una escena desagradable. Edwin, aún conmovido por las objeciones de la señorita Selkirk, se mantuvo resuelto. Sir Percival, por su parte, se sentía visiblemente orgulloso del valor de su hijo y, cuando su futura nuera le hizo frente, se defendió arguyendo que lo hacía por el honor de la familia y la alta estima del pueblo. Cuando Edwin se hubo marchado, decidí quedarme con la señorita Selkirk e intentar darle conversación. Fue una tarea complicada, dado su estado de ánimo, y me alegré sobremanera cuando, hacia las once y media de la noche, oí los pasos de Edwin resonar en la mansión. De nuevo había fracasado en la cacería, pero al menos había vuelto sano y salvo.
Avanzada ya la tarde del día siguiente, reapareció Sherlock Holmes. Había enviado un cable con antelación para que la berlina de sir Percival lo recogiera en la estación de Hexham y llegó a la mansión de muy buen humor. Holmes había traído al magistrado y al médico del pueblo consigo, y no tardó en reunir a la familia y a los criados de la casa.
Cuando estuvieron todos acomodados, Holmes anunció que había resuelto el caso. Esto causó un gran revuelo y generó infinitas preguntas. Edwin exigió saber a qué se refería con que había resuelto el caso cuando todos sabían que el culpable era un lobo. Holmes se negó a que lo sondearan más sobre el asunto. Pese a lo intempestivo de la hora, explicó, regresaría a sus aposentos en The Plough, donde guardaba ciertas anotaciones críticas sobre el caso, para poder ordenar sus conclusiones. Se había servido del trayecto en coche para charlar con el magistrado y el médico, y solo había ido a la mansión para llevarme de nuevo al pueblo con él, de forma que pudiera asistirlo con los últimos detalles. Al día siguiente, declaró, haría públicas sus conclusiones.
Hacia el final de aquel pequeño discurso, entró un cochero para hacernos saber que el eje posterior del vehículo de sir Percival se había roto y que no podrían repararlo hasta la mañana siguiente. No había forma de que Holmes, ni el magistrado ni el médico pudieran regresar a Hexham esa misma tarde. No había más remedio, tendrían que pasar la noche en Aspern Hall.
A Holmes lo enojó muchísimo aquel cambio. Durante casi toda la cena no dijo ni una palabra y, malhumorado, jugueteó con la comida de su plato sin comer, con su fina barbilla enterrada en el codo apoyado en la servilleta adamascada. Cuando llegaba el postre, anunció su intención de volver a Hexham a pie.
—Pero eso es imposible —dijo sir Percival, perplejo—. Está a más de quince kilómetros.
—No iré por la comarcal —replicó Holmes—. Es demasiado indirecto. Iré de Aspern Hall a Hexham en línea recta, como vuela el cuervo.
—Pero, de ese modo, tendrá que pasar por el pantano —señaló la señorita Selkirk—, donde…
Guardó silencio.
—Siendo así, yo lo acompañaré —intervino Edwin Aspern.
—No hará nada semejante. El ataque más reciente del lobo tuvo lugar hace apenas un par de noches, y dudo que vuelva a tener hambre tan pronto. No. Haré este viaje yo solo. Watson, en cuanto llegue a Hexham, daré aviso para que el coche de alquiler venga a recogerlo a usted y a los otros por la mañana.
Y así se resolvió el asunto, o eso pensé yo. Sin embargo, poco después de que los hombres hubieran pasado a la biblioteca a tomarse un brandy y fumarse unos cigarros, Holmes me llevó a un aparte.
—Escúcheme atentamente —me dijo en voz baja—. En cuanto lo vea posible, procure salir de la casa a hurtadillas, asegurándose de que su salida pasa completamente inadvertida. Ese punto es esencial, Watson: debe salir sin que lo vea nadie. Recuerde que, de momento, aún corre grave peligro.
Pese a mi extrañeza, le garanticé a Holmes que haría lo que me pedía.
—Deberá llegar sin que lo detecten hasta las proximidades del montículo en el que encontramos al agente Frazier. Busque un buen escondite donde no se le vea desde ningún ángulo: ni en el pantano, ni en el bosque, ni en la carretera. Asegúrese de estar en su puesto antes de las diez. Allí esperará a que yo pase.
Asentí para indicar que comprendía sus instrucciones.
—No obstante, cuando yo aparezca, en ningún caso deberá llamarme, ni levantarse, ni revelar en modo alguno su presencia.
—Entonces ¿qué debo hacer, Holmes?
—Se lo aseguro, cuando llegue el momento de actuar, lo sabrá. ¿Aún lleva consigo el revólver?
Me di una palmadita en el bolsillo del chaleco, de donde no había salido mi Webley desde que llegáramos a la mansión el día anterior.
Mi amigo asintió satisfecho.
—Excelente. Téngalo siempre a mano.
—¿Y usted, Holmes?
—Yo pasaré un tiempo aquí antes de marcharme, conversando con el joven Aspern, jugando con él al billar o lo que sea preciso para distraerlo. Es primordial que esta noche, precisamente, no pueda satisfacer su afición a la caza del lobo.
Conforme a lo acordado, hice tiempo, a la espera de que los caballeros estuvieran absortos en una partida de whist. Luego me retiré a mi habitación, cogí mi gorra y mi abrigo de viaje y, asegurándome de que no me observaba nadie de la familia ni del servicio, salí de la casa por el balcón del salón principal, crucé con sigilo el jardín y desde allí llegué a la carretera de Hexham. La lluvia había cesado, pero las nubes eclipsaban parcialmente la luna. Densos rulos de niebla salpicaban el sombrío paisaje.
Seguí el embarrado camino, que iba curvándose lentamente hacia el noroeste, anticipando en su curso la amplia extensión de pantano que se avecinaba. Era una noche fría, y aquí y allá aún se veían zonas nevadas entre los matorrales de hierba pantanosa. Después de varios kilómetros, en el recodo donde la carretera alcanzaba su punto más septentrional y viraba al este en dirección al pueblo, me desvié hacia el sur a través de la maleza, rumbo al marjal. Para entonces, la luna había salido de detrás de las nubes y pude distinguir el pantano que tenía delante, que brillaba con una especie de funesto resplandor. Al otro lado, apenas discernible en la oscuridad, estaba el límite negro del bosque de Kielder.
Cuando al fin llegué al montículo, miré alrededor, luego me dispuse a seguir las instrucciones de Holmes: encontrar un punto ciego en el que nadie pudiera verme desde ningún ángulo. Me costó algún esfuerzo, pero finalmente hallé una depresión en el lado más oriental del montículo, parcialmente rodeada de arbustos espinosos, que proporcionaba un excelente escondite al tiempo que permitía buenas vistas en todas las direcciones. Y allí me instalé a esperar.
Durante la hora siguiente, sostuve una vigilia de lo más lúgubre. Las extremidades se me entumecieron por la inactividad, y mi abrigo de viaje apenas me protegía del frío y la humedad. De vez en cuando, exploraba los distintos ángulos de visión; en otras ocasiones, por puro nerviosismo, comprobaba el estado de mi arma.
Eran más de las once cuando por fin oí unos pasos que cruzaban los matorrales pantanosos procedentes de Aspern Hall. Con cuidado, me asomé desde mi escondite. Era Holmes, inconfundible, con su gorra de lana y su abrigo largo, su figura emergiendo de la niebla con su característica zancada. Caminaba por el borde mismo del pantano, hacia donde yo estaba. Me saqué la Webley del bolsillo del chaleco y me preparé para cualquier cosa que pudiera ocurrir.
Esperé, inmóvil, mientras Holmes seguía acercándose, con las manos en los bolsillos, rumbo a Hexham, con absoluta serenidad, como si no hubiera salido más que a dar un paseo nocturno. De pronto, vi aparecer otra figura, procedente del bosque. Era grande y oscura, casi negra, y la vi, horrorizado, encaminarse directamente hacia Holmes, a cuatro patas. Desde su posición en el lado opuesto del montículo, mi amigo no podía ver aún a la criatura. Agarré con fuerza la Webley; no cabía duda alguna de que aquel era el temible lobo y que se proponía abatir a una cuarta víctima.
Lo vi aproximarse, con el revólver preparado por si se acercaba demasiado a Holmes. Pero entonces, cuando el animal estaba a unos cien metros de mi amigo y en el preciso momento en que Holmes por fin lo vio, ocurrió algo de lo más peculiar. La bestia se detuvo en seco y avanzó despacio con actitud salvaje y amenazadora.
—Buenas noches, sir Percival —dijo Holmes como si nada.
La bestia recibió aquel saludo con un violento bramido. Para entonces, yo ya había salido de mi escondite y me acercaba al lobo por detrás. De repente, el lobo se irguió sobre sus patas traseras. Acercándome más, al tiempo que procuraba ocultar el sonido de mis pasos, vi, para asombro mío, que la criatura era, en efecto, humana: sir Percival vestido con lo que parecía un abrigo de gruesa piel de oso. Las suelas de sus botas iban provistas de unas zarpas improvisadas, y de sus guantes colgaban, sujetas con grandes botones, unas pezuñas de lobo. En una mano, parecía sostener una pistola; en la otra, un instrumento grande en forma de garra con un mango pesado y unos largos y perversos dientes. Su pelo, rubio y ralo, brillaba de un blanco poco natural a la luz de la luna creciente. Me descubrí de pronto estupefacto por aquel giro del todo inesperado de los acontecimientos.
Sir Percival rio de nuevo, con una risa histérica.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Será usted un excelente ágape.
Y, tras escupir un torrente de palabras que no logré seguir ni comprender, levantó el arma y apuntó a Holmes.
Aquella situación extrema deshizo mi estupefacción.
—Ríndase, sir Percival —le grité desde su flanco, apuntándole con mi revólver—. Lo tengo a tiro.
Al pillarlo desprevenido, sir Percival se volvió hacia mí, encañonándome. Cuando lo hizo, le disparé de inmediato y le acerté en el brazo. Con un grito de dolor, se agarró el hombro y cayó de rodillas. En un instante, Holmes estaba a su lado. Le arrebató a sir Percival el arma y el grotesco artilugio —sin duda, entonces lo entendí, utilizado para simular las laceraciones de las garras de un lobo— y luego se volvió hacia mí.
—Le agradecería, Watson, que fuera al pueblo lo más rápido posible —me pidió con calma— y volviera con un carruaje de caza y varios hombres fuertes. Yo me quedaré aquí con sir Percival.
El resto de los detalles pueden resumirse como sigue. Después de que las autoridades se llevaran a sir Percival detenido al juzgado de guardia, regresamos a Aspern Hall. Holmes habló breve y sucesivamente con el magistrado, el joven Edwin Aspern y la señorita Selkirk, y luego insistió en que volviéramos a Londres en el siguiente tren.
—Debo confesarle, Holmes —le dije mientras nuestro coche avanzaba por la carretera de vuelta a Hexham al amanecer—, que, si bien he estado a oscuras con casos anteriores, esta ha sido su sorpresa más particular hasta la fecha. Sin duda, será su golpe maestro. ¿Cómo demonios supo que esas atrocidades eran obra de un ser humano y no de un lobo, y cómo supo concretamente que se trataba de sir Percival, si es que en algún momento lo supo de verdad?
—Mi querido Watson, ¿en tan poca estima me tiene? —replicó Holmes—. Naturalmente que sabía que era sir Percival.
—Explíquese, se lo ruego.
—Varias pistas se hicieron evidentes para cualquiera con el discernimiento necesario para distinguir lo importante de la mera coincidencia. Para empezar, tenemos al demente, la primera víctima. Cuando hay más de un homicidio que considerar, Watson, siempre se ha de prestar especial atención al primero. A menudo el móvil, y por consiguiente el caso entero, reside en ese crimen en particular.
—Sí, pero la primera víctima no era más que un vagabundo estúpido.
—Quizá lo fuera en los últimos años, pero no siempre fue así. Recuerde, Watson, que en sus desvaríos siempre resaltaba una misma palabra: «Zanahoria».
Lo recordaba perfectamente, y la fascinación de Holmes con ella también. Lo que parecía del todo increíble era que aquello pudiese tener alguna relevancia.
—Continúe —dije.
—Existe un proceso, debe saber, por el que la piel del animal se baña en una solución de nitrato de mercurio de modo que su pelo sea más flexible y produzca así un fieltro de calidad superior.
Al pronunciar la palabra «fieltro», me miró para ver si lo había entendido.
—Fieltro —repetí—. ¿Como el que se usa para fabricar sombreros?
—Exacto. La solución es de color zanahoria. Sin embargo, este proceso tenía graves efectos secundarios en los trabajadores, razón por la que su uso hoy en día se ha restringido considerablemente. Cuando se inhalan los vapores de mercurio durante un período de tiempo suficiente, sobre todo en las pequeñas dependencias de un negocio familiar de fabricación de sombreros, los efectos tóxicos e irreversibles son prácticamente inevitables. Se sufren temblores en las manos, los dientes se vuelven negros y se pierde la facultad del habla. En los casos graves, pueden tener lugar la demencia o la locura total. De ahí que se diga que uno está «más loco que un sombrerero». —Holmes hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia a lo que acababa de contarme—. Todo esto lo sé, claro está, debido a mi permanente interés por la química.
—Pero ¿qué tiene que ver esto con sir Percival? —pregunté.
—Procedamos de forma lineal, si no le importa. Recordará que el agente Frazier creía que nuestro vagabundo era un borracho y mencionaba como prueba su habla arrastrada y sus deficiencias motrices. Sin embargo, no detectó olor a alcohol en el aliento del hombre. Inmediatamente supuse que la verdadera causa de la aflicción de la víctima no era la embriaguez, sino más bien los efectos de la intoxicación por mercurio. Su obsesión con las zanahorias era su modo de explicar cómo se había producido, como consecuencia de la fabricación de fieltro, por su profesión de sombrerero. Lógicamente, entendí que no podía ser mera coincidencia la antigua ocupación de sir Percival y la súbita entrada en escena de aquel peculiar individuo. No. Aquel hombre había trabajado con sir Percival. Recuerde, si es tan amable, dos cosas. Primero, cómo despotricó este hombre de la traición, su insistencia en lograr la intervención de un tribunal de justicia. Segundo, que sir Percival hizo su fortuna con un proceso exclusivo de fabricación del fieltro, proceso que, si recuerda, se negó a comentar conmigo cuando abordé el tema en Aspern Hall.
El carruaje continuó avanzando a empellones en dirección a Hexham, y Holmes prosiguió:
—Apoyándome en estos hechos, empecé a considerar la posibilidad de que este hombre, ya tristemente mermado, hubiera sido en su día socio comercial de sir Percival y, quizá, el verdadero creador de ese proceso revolucionario de fabricación del fieltro. Ahora, años después, el hombre había vuelto para saldar cuentas con su antiguo socio, para exponerlo y arruinarlo. En otras palabras, todo este asunto comenzó como una mera disputa comercial que sir Percival resolvió a la manera tradicional: asesinándolo. Me pareció muy probable que, cuando este tipo apareció en Hexham, sir Percival le hubiera prometido alguna compensación y hubiera accedido a verse con él en algún lugar solitario al borde del pantano. Allí, sir Percival asesinó a su antiguo socio y, para que las sospechas jamás recayeran sobre él, desgarró el cuerpo de forma cruel, llegando hasta el punto de dejar leves marcas de mordiscos para que pareciera obra de una gran bestia salvaje, un lobo con toda probabilidad.
—Y, al hacerlo, en apariencia, había logrado su objetivo —dije—. Entonces ¿por qué volver a matar?
—Si lo recuerda, la segunda persona que murió era un naturalista de Oxford. Se le oyó en la posada desacreditando los rumores de que se tratara de un lobo, declarando que ya no quedaban lobos en Inglaterra. Al matar a este hombre, sir Percival lograba varios objetivos. Silenciaba la insistencia del hombre en la extinción del lobo inglés, porque lo último que quería sir Percival era que el primer asesinato fuera de nuevo objeto de atención. Además, por entonces, naturalmente él ya había oído en Hexham los rumores de que un lobo había sido el culpable de la muerte de su socio. Previendo que alguien pudiera verlo asesinando al naturalista, se vistió con un abrigo grande de piel de oso, con sus guantes de pezuña de lobo y las botas que, con su habilidad de sombrerero, podían resultar enteramente convincentes. Se sirvió de este disfraz para correr a cuatro patas de un lado a otro de la escena del segundo asesinato. Yo creo, Watson, que esta vez confiaba en que hubiera algún testigo, para exacerbar los rumores de un lobo devorador de hombres. En esto, al menos, tuvo suerte.
—Sí, veo una lógica cruel en semejante modo de actuar —dije—, pero entonces ¿el agente de policía?
—El agente Frazier era, si no el investigador más avezado del mundo, sí un hombre de gran audacia y perseverancia. No cabe duda de que sir Percival lo veía como una amenaza. Recuerde que el agente insinuó que la conducta del lobo le resultaba un tanto extraña. Me atrevería a decir que esas sospechas tenían que ver con el hecho de que las huellas del lobo entraran en el pantano pero no salieran. El agente debió de reparar en eso después del segundo asesinato, si no antes. Yo mismo encontré curioso este fenómeno tras la muerte del propio agente, cuando hice un recorrido del pantano. Los rastros del lobo los descubrí en la zona este, mientras que las huellas humanas las detecté en el oeste. Sir Percival debía de entrar en el pantano a cuatro patas, como lobo, y usaba la frondosa vegetación en el extremo opuesto para salir del marjal como persona, en caso de que alguien se lo topara. El agente debió de comentarle sus sospechas a sir Percival; recuerde, Watson, que nos dijo que había estado en la mansión el día anterior para aconsejar al joven Aspern que cesara su cacería del lobo, y al hacerlo firmó su propia sentencia de muerte.
Oír aquellas revelaciones presentadas en el tono complaciente de Holmes me resultaba, como poco, asombroso. Yo no paraba de mover la cabeza.
—Lo que desató todas mis sospechas fue la actitud caballeresca, ciertamente propiciatoria, de sir Percival con respecto a la cacería de la bestia por parte de su hijo. Parecía evidenciar una indiferencia total por el bienestar del joven Edwin. ¿Por qué? A esas alturas del juego, la respuesta era obvia para mí: sabía que su hijo no corría peligro alguno con el lobo, ¡porque el lobo era él! Luego, naturalmente, estuvo el modo en que sir Percival derramó el brandy.
—¿A qué se refiere?
—Hacía un esfuerzo sobrehumano por ocultar el temblor de las manos. Esa parálisis incipiente demostraba, para mi satisfacción, que también él era ya presa de la locura producida por la intoxicación de mercurio y que pronto se vería reducido al mismo estado lamentable que su antiguo socio.
Para entonces, habíamos llegado ya a la estación de Hexham; bajamos del coche con nuestras maletas y abordamos el andén justo a tiempo para el tren de las 8.20 a Paddington.
—Armado con estas sospechas —prosiguió Holmes— fui a Londres. No me llevó mucho tiempo encontrar los datos que buscaba. Hacía muchos años sir Percival en efecto había tenido un socio. Por entonces, acusó a sir Percival de haberle robado una valiosa patente, que aseguraba que era suya. Sin embargo, creyeron que estaba loco y lo recluyeron en un manicomio, por intervención del propio sir Percival. Al pobre desgraciado lo soltaron apenas unos días antes de la primera aparición de aquel loco de remate en el bosque de Kielder.
»Regresé de Londres con la absoluta certeza no solo de que no había lobo devorador de hombres, sino que el propio sir Percival era el asesino de los tres hombres. Lo único que me quedaba por decidir era cómo darle caza. No podía revelar la verdad, que no había lobo. No, debía encontrar un motivo para conseguir que sir Percival me convirtiera en su próximo blanco, y que fuera en su propio terreno, por así decirlo. De ahí mi dramático anuncio de que había resuelto el caso, y mi decisión de atajar de noche a campo abierto por el pantano y el límite del bosque, sitio de los anteriores asesinatos. Salvo que hubiera cometido algún error de cálculo, tenía la certeza de que sir Percival aprovecharía la oportunidad para convertirme en su cuarta víctima.
—Pero optó por ese camino solo porque al carruaje de sir Percival se le rompió el eje —dije—. ¿Cómo pudo prever semejante eventualidad?
—No la preví, Watson. La precipité.
—¿Insinúa que…? —me interrumpí.
—Sí. Me temo que cometí un acto de sabotaje contra la berlina de sir Percival. Quizá debería enviarle un cheque para su reparación.
Un suave silbido resonó en el cielo matinal. Al poco, apareció el expreso. En tan solo unos minutos, ya estábamos subiendo a bordo.
—Me confieso atónito —dije mientras entrábamos en nuestro compartimento—. Es usted como el artista que supera su obra maestra. Aún queda un detalle que no comprendo.
—En ese caso, mi querido Watson, desahóguese, por favor.
—Una cosa es, Holmes, hacer que un asesinato parezca obra de un animal, y otra muy distinta, devorar realmente fragmentos de un cuerpo humano. ¿Por qué continuó haciéndolo sir Percival y, de hecho, en progresivo aumento?
—La respuesta es sencilla —replicó Holmes—. Parece ser que sir Percival, víctima de su creciente locura, había empezado a tomarle gusto a su… presa.
El tema del lobo de Hexham no volvió a salir a la luz hasta quizá medio año después, cuando me topé en el Times con una nota que decía que el nuevo propietario de Aspern Hall y su prometida iban a casarse en St. Paul al mes siguiente. Al parecer, por lo menos a juicio de los habitantes de la zona, los triunfos militares del hijo y el coraje que había demostrado en la cacería del supuesto lobo habían compensado con creces las atrocidades del padre. En cuanto a mí, habría deseado pasar más tiempo, si las circunstancias hubieran sido más favorables, en compañía de una de las jóvenes más hermosas que había conocido: la señorita Victoria Selkirk.
En la única ocasión en que Holmes se refirió más adelante al caso, únicamente lamentó de forma pasajera que la excursión no le hubiera proporcionado ocasión de profundizar en el estudio de la Sciurus vulgaris, la ardilla roja.