Aún nevaba cuando Corrie despertó en su habitación del hotel Sebastian, tras una noche colmada de pesadillas inquietantes e incongruentes. Se levantó y miró por la ventana. Cubría la ciudad un manto blanco y las máquinas quitanieves trabajaban sin descanso, recorriendo y limpiando las calles del centro, acompañadas de palas cargadoras y autovolquetes que retiraban los montones de nieve y los sacaban de la ciudad.

Miró el reloj: las ocho en punto.

La noche anterior había sido horrible. La policía había subido enseguida, debía reconocerlo, con el jefe en persona a la cabeza. Se habían llevado el cadáver de Jack y la nota, habían interrogado a Corrie, recogido pruebas y prometido que investigarían los hechos. El problema era que, evidentemente, estaban sobrepasados por las agresiones del pirómano. El jefe parecía al borde de un ataque de nervios y sus hombres estaban tan faltos de sueño que podían haber sido extras de una película de zombis. No iban a poder realizar una investigación a fondo del caso, ni del tiroteo de que había sido víctima en el coche, del que ya no le cabía duda de que había sido el blanco.

Así que había vuelto a la ciudad y había reservado una habitación en el hotel Sebastian. Contando los días que había pasado en la cárcel, llevaba en Roaring Fork tres semanas ya, y sus cuatro mil dólares se habían ido esfumando a deprimente velocidad. Su alojamiento en el Sebastian se llevaría buena parte del dinero que le había quedado, pero el asesinato de su perro la aterraba de tal manera que no podía pasar esa noche en aquella mansión, ni esa ni ninguna otra, nunca más.

Había llamado a Stacy para contarle lo sucedido y advertirle de que era demasiado peligroso volver a la casa de Fine. Stacy le había contestado que buscaría un sitio en la ciudad donde pasar la noche (tenía la terrible sospecha de que sería en casa de Ted), y habían quedado en verse esa mañana a las nueve en el salón de desayunos del hotel. En una hora. La esperaba una conversación que no le apetecía nada.

Para más inri, la policía había contactado con el propietario de la mansión y este había llamado a Corrie al móvil a las seis de la mañana, furibundo, para decirle a gritos que todo aquello era culpa suya por haber quebrantado todas las normas de la casa, subiendo la calefacción y dejando entrar a ocupas. Fine, cada vez más alterado, había terminado tildándola de delincuente, insinuado que posiblemente fuera drogadicta y amenazado con demandarlas a ella y a su amiga lesbiana si volvían a entrar en la casa.

Corrie había dejado que se desahogara y luego le había dado al muy desgraciado un buen repaso: le había dicho que era un ser humano despreciable, que esperaba que su mujer lo dejara sin un centavo, y había concluido insinuando una posible relación entre el fracaso de su matrimonio y el inadecuado tamaño de su miembro. Fine había enmudecido de rabia, lo que había producido cierta satisfacción a Corrie, que le había colgado cuando empezaba de nuevo a despotricar. La satisfacción se había esfumado en cuanto había comenzado a pensar en dónde se alojaría. Ni siquiera podía volver a Basalt, porque la carretera estaba cortada, y si pasaba una sola noche más en el hotel Sebastian, o en cualquier otro hotel de la ciudad, la verdad, se arruinaría. ¿Qué iba a hacer?

Lo único que sabía con certeza era que no se iría de Roaring Fork. ¿Tenía miedo a los cabrones que le habían disparado y habían matado a su perro? Por supuesto que sí, pero nadie la iba a echar de la ciudad. ¿Cómo iba a vivir consigo misma si permitía que eso sucediera? ¿Y qué clase de oficial de las fuerzas del orden iba a ser si se acobardaba ante esas amenazas? No. Se iba a quedar allí y, de un modo u otro, iba a ayudar a atrapar a los responsables.

Stacy Bowdree ya estaba sentada con una taza de café delante cuando Corrie entró en el salón de desayunos. Tenía un aspecto horrible: estaba ojerosa y su pelo castaño rojizo era un revoltijo. Corrie tomó asiento y cogió la carta. Tres dólares por un zumo de naranja, diez por unos huevos con beicon, dieciocho por unos huevos benedictinos. Dejó la carta; no podía permitirse ni una taza de café. Cuando se acercó la camarera, pidió un vaso de agua del grifo. Stacy, por el contrario, pidió unos gofres belgas con doble guarnición de beicon y un huevo frito. Luego empujó hacia Corrie su taza de café.

—Adelante —le dijo.

Gruñendo un gracias, Corrie le dio un sorbo, después un buen trago. Dios, necesitaba cafeína. Apuró la taza y se la devolvió. No sabía por dónde comenzar.

Por suerte, Stacy lo hizo por ella.

—Tenemos que hablar, Corrie. De esa escoria que te amenaza de muerte.

«Vale. Si quieres empezar por ahí, estupendo».

—Me enferma lo que le han hecho a Jack.

Stacy le puso una mano encima de las suyas.

—Por eso hay que tomárselo en serio. La gente que ha hecho esto es mala, muy mala, y no se andan con tonterías. Te ven como una gran amenaza. ¿Tienes idea de por qué?

—Solo se me ocurre que haya destapado algún asunto turbio con mi investigación, que me haya acercado demasiado a algo que alguien quiera mantener oculto. Ojalá supiera el qué.

—Quizá sea la Asociación de Vecinos de The Heights y esa zorra de Kermode —dijo Stacy—. Ella es capaz de cualquier cosa.

—No lo creo. Todo eso ya se ha resuelto, se ha aprobado la nueva ubicación del cementerio, están ocupados localizando a los diversos descendientes y consiguiendo los permisos, y lo más importante, tú ya no estás insistiendo en que a tu antepasado vuelvan a enterrarlo en el camposanto original de Boot Hill.

—Entonces ¿crees que podría ser el pirómano?

—No es el mismo modus operandi en absoluto. La clave está en que yo averigüe qué parte de la información que tengo, o casi tengo, les ha podido asustar tanto. Cuando sepa eso, quizá sea capaz de identificarlos. Pero no creo que quieran matarme, la verdad, porque, si no, ya lo habrían hecho.

—No seas ingenua, Corrie. Cualquiera que decapite a un perro es perfectamente capaz de matar a una persona. Razón por la que, a partir de ahora, no pienso dejarte sola. Ni yo ni mi… —Stacy se dio unas palmaditas donde llevaba su pistola.

Corrie apartó la vista.

—¿Qué pasa? —preguntó Stacy mirándola angustiada.

No encontró motivo para callarse más.

—Anoche te vi con Ted. Lo mínimo que podías haber hecho era decirme que ibas a salir con él. Las amigas no se hacen esas cosas.

Se recostó en el asiento.

Stacy hizo lo mismo. Una expresión indescifrable le ensombreció el rostro.

—¿Salir con él?

—Pues sí.

—¿Salir con él? Dios, ¿cómo se te ha podido ocurrir una cosa así? —Stacy elevó la voz.

—¿Qué querías que pensara si os vi entrar a los dos en ese restaurante…?

—¿Sabes por qué entré en ese restaurante? Porque Ted me pidió que cenara con él para hablar de ti.

Corrie la miró perpleja.

—¿De mí?

—¡Sí, de ti! Está coladísimo, dice que cree que está enamorado, y le preocupa estar haciéndolo mal, porque piensa que te entró de forma equivocada. Quería preguntarme. Se pasó la condenada noche hablando solo de ti. ¿Crees que me apetecía salir de la cama y bajar a la ciudad con un espantoso dolor de cabeza, para que un tío se pasara la noche hablándome de otra mujer?

—Lo siento, Stacy. Supongo que he sacado conclusiones precipitadas.

—¡Tienes toda la puñetera razón! —De pronto Stacy se puso de pie, con un gesto mezcla de reproche y traición en el rostro—. ¡Siempre la misma basura! Me hago amiga tuya, te protejo, defiendo tus intereses aun a costa de los míos y ¿cuál es mi recompensa? ¡Me acusas de jugártela con tu novio!

El súbito ataque de rabia de Stacy estaba asustando a Corrie. Los pocos comensales que había en el salón se volvían a mirar.

—Oye, Stacy —dijo Corrie con calma—, lo siento muchísimo. Supongo que soy muy insegura en mi relación con los tíos y, como eres tan atractiva y eso, pues…

Pero Stacy no la dejó acabar. Le lanzó una última mirada asesina, dio media vuelta y salió airada del local, dejándose el desayuno a medias y sin pagar.