Hampstead Heath, se dijo Roger Kleefisch, había cambiado tristemente desde los días en que Keats solía atravesarlo cuando iba de Clerkenwell a la casa de campo en Cowden Clarke para leer su poesía allí y charlar sobre literatura, o desde que Walter Hartright, profesor de dibujo, lo cruzara a última hora de la noche, absorto en sus pensamientos, y tropezase con la fantasmal dama de blanco en un camino apartado. En la actualidad, este parque estaba arrinconado por todos lados por el Gran Londres, con paradas de autobús y estaciones de metro salpicadas a lo largo de sus fronteras, donde en su día solo había habido árboles.

Ahora, sin embargo, era ya casi medianoche, había empezado a hacer frío y el páramo estaba más o menos desierto. Ya habían dejado atrás Parliament Hill y su maravilloso panorama de la City y Canary Wharf y se dirigían al noroeste. Los montes, los lagos y los grupos de bosquecillos se veían como meras sombras bajo la pálida luz de la luna.

—He traído una linterna sorda —dijo Kleefisch, más para animarse que para informar. Sacó el artilugio, que había tenido oculto bajo su amplio y largo abrigo de lana—. No sé por qué me ha parecido adecuado para la ocasión.

Pendergast le echó un vistazo.

—Anacrónica, pero potencialmente útil.

Hacía unas horas, en la comodidad de su hogar, la preparación de aquella pequeña escapada había llenado a Kleefisch de emoción. No pudiendo obtener el permiso necesario para acceder a Covington Grange, Pendergast había declarado que entraría de todas formas, aunque no fuera por la vía legal. Entusiasmado, Kleefisch se había ofrecido voluntario para ayudar, pero ahora que estaban ejecutando realmente el plan, sentía más que un pequeño temor. Una cosa era escribir ensayos sobre el profesor Moriarty, el «Napoleón del crimen», o el coronel Sebastian Moran, «el segundo hombre más peligroso de Londres», y otra muy distinta, se daba cuenta, salir al páramo con la idea de asaltar una propiedad privada.

—Hay policía en Hampstead Heath, ¿sabe? —dijo.

—Ciertamente —respondió él—. ¿Qué dotación tiene?

—Una docena de hombres o así. Algunos con perros policía.

A eso no respondió.

Rodearon South Meadow y se adentraron en los frondosos bosques de Dueling Ground. Al norte, Kleefisch pudo distinguir las luces de Highgate.

—Luego están los encargados de mantenimiento del National Trust —añadió—. Siempre podría ocurrir que uno de ellos rondara por la zona.

—En ese caso, sugiero que tenga ese farol bien guardado.

Fueron aminorando la marcha a medida que empezaron a ver su objetivo por encima de una pequeña loma. Covington Grange se hallaba al final de Dueling Ground, y tres de sus cuatro lados se encontraban rodeados por bosques. Stone Bridge y Wood Pond, a la derecha; al norte, un campo verde se extendía en dirección a la extensa Kenwood House; más allá, el tráfico de última hora de la noche recorría silencioso Hampstead Lane.

Pendergast miró a su alrededor, luego le hizo una señal a Kleefisch y avanzó bordeando el bosque.

La granja era un enigma arqueológico en sí misma, como si su constructor no hubiera podido decidir a qué escuela, incluso época, deseaba que perteneciera. La baja fachada era de madera y estilo Tudor, pero un pequeño anexo lateral parecía de un neorrománico un tanto raro. El largo tejado de madera a dos aguas, cubierto de tejas de cerámica, presagiaba la era del bricolaje en más de medio siglo. A un lado, en una zona apartada, había un invernadero cuyos paneles de cristal estaban ya agrietados y cubiertos de enredaderas. Toda la finca estaba cercada por una valla metálica, caída y erosionada, que parecía haber sido levantada como medida de seguridad hacía decenios y olvidada desde entonces.

Siguiendo a Pendergast, Kleefisch se acercó a la fachada principal de la casa, precedida por una puerta estrecha en la valla, asegurada con un candado. A su lado, un cartel muy estropeado decía: PROPIEDAD DEL GOBIERNO DE SU MAJESTAD. NO PASAR.

—¿Vamos, Roger? —preguntó Pendergast, con la misma serenidad que si estuviera invitando a Kleefisch a tomar unos canapés de pepinillo en el Ritz.

Kleefisch miró nervioso alrededor, acercando la linterna sorda a su cuerpo.

—Pero el candado… —empezó a decir, aunque, antes de que terminara, se oyó un leve chasquido y el candado se abrió en la mano de Pendergast.

Pasaron rápidamente la puertecilla de la valla, y Pendergast la cerró. Las nubes habían tapado la luna y estaba muy oscuro. Kleefisch permaneció en el mismo lugar mientras Pendergast hacía un reconocimiento rápido. Reparó en una diversidad de sonidos: una risa lejana, un leve golpe de claxon en la carretera y —o lo imaginaba— el latido nervioso de su propio corazón.

Pendergast volvió, luego le señaló la puerta principal de la casa. También esta cedió casi de inmediato al toque del agente del FBI. Entraron los dos, Pendergast cerró, y Kleefisch se encontró en la más absoluta oscuridad. De pronto, percibió varias cosas más: el olor a moho y serrín, el golpeteo de unos pies pequeños y el chillido grave de los bichos cuya paz habían perturbado.

Se oyó una voz en la oscuridad.

—Para facilitarnos la búsqueda, repasemos de nuevo lo que ya sabemos. Durante más de un decenio, más o menos de 1917 a 1929, Conan Doyle vino aquí con frecuencia como invitado de Mary Wilkes, para avanzar en su estudio del espiritualismo y leer sus escritos sobre la materia a otros que pensaban como él. Murió en 1930; inició, en sus propias palabras, «la mayor y más gloriosa aventura de todas». Mary Wilkes murió en 1934. Su hija, Leticia Wilkes, vivió aquí, acompañada de sus sobrinos durante los primeros años, hasta su propia muerte en 1980, momento en el que la finca quedó en manos del gobierno por decisión suya. Desde entonces, no la ha ocupado nadie; ciertamente parece que no se hubiera tocado nada.

Poco podía añadir Kleefisch, así que guardó silencio.

De pronto apareció un pequeño resplandor rojo. Pendergast sostenía en alto una linterna, con un filtro en el extremo. El suave haz de luz iluminó aquí y allí, revelando un pasillo que conducía al interior de lo que en su día, hacia 1980, obviamente había sido una casa amueblada y habitada. Había montones de libros dispuestos en filas desorganizadas en las estanterías y varios gnomos y figuritas de cristal diminutos en un par de mesitas auxiliares llenas de polvo. Al fondo del pasillo, había una cocina; a izquierda y derecha había accesos a una salita y un comedor, respectivamente. El suelo de la planta baja parecía cubierto por una moqueta afelpada de un detestable color naranja.

Pendergast olisqueó el aire.

—El hedor a madera podrida y descompuesta es intenso. Mi amiga del National Trust estaba en lo cierto: esta casa se encuentra en un estado de peligrosa decrepitud y podría resultar estructuralmente poco estable. Debemos proceder con cautela.

Pasaron a la salita y se detuvieron en el umbral de la puerta mientras Pendergast barría la estancia con la luz atenuada de su linterna. Era una escena de confusión. En un rincón, había un piano vertical, las partituras manando de su atril y un banco volcado en el suelo; varias mesas de juego, cubiertas de moho, albergaban puzles sin terminar y juegos de Monopoly y damas chinas a medias. Por las sillas y los sofás, había esparcidas revistas.

—Parece ser que Leticia Wilkes dejaba a sus pupilos campar a sus anchas —comentó Pendergast con un gesto de desaprobación.

El resto de la primera planta estaba igual. Juguetes, cachivaches, chaquetas, bañadores y zapatillas tirados por ahí, y por todas partes aquella odiosa moqueta naranja, teñida de un terrible carmesí por la luz atenuada de la linterna de Pendergast. No era de extrañar que el National Trust hubiera dejado que aquel lugar se echase a perder, se dijo Kleefisch. Se imaginaba a algún pobre funcionario asomando la cabeza por allí un minuto, echando un vistazo y volviendo a cerrar la puerta, descartando, desesperado, una posible remodelación. Examinó las paredes empapeladas de estampado de cachemira, los muebles gastados y manchados, en busca de algún indicio espectral de la casa hechizada en la que, en su día, Conan Doyle trabajara y se entretuviera. No fue capaz de hallar ninguno.

En el sótano, no encontraron nada más que trasteros vacíos, una caldera fría y escarabajos muertos. Pendergast inició el ascenso a la segunda planta por una escalera que crujía peligrosamente. Del pasillo central salían seis puertas. La primera era la de un armario de ropa blanca, cuyo contenido habían devastado el tiempo y las polillas. La segunda era la de un baño común. Las tres siguientes daban a los dormitorios. Uno de ellos, medianamente ordenado, debía de haber sido el de la propia Leticia. Los otros, evidentemente, habían sido los de sus sobrinos, a juzgar por los pósters de Dion y Frankie Valli en la primera estancia y los numerosos ejemplares del Sun, todos abiertos por la página tres, en la segunda.

Solo quedaba la puerta cerrada del fondo del pasillo. A Kleefisch se le cayó el alma al suelo. Solamente entonces se dio cuenta de lo mucho que había creído en que, por fin, el relato perdido de Holmes podía encontrarse de verdad. Pero había sido un incauto al pensar que triunfaría donde tantos colegas suyos habían fracasado antes. Sobre todo en aquel caos, que tardarían meses en registrar convenientemente.

Pendergast agarró el pomo, abrió la última puerta y el ánimo de Kleefisch se elevó de nuevo con la misma rapidez con que se había desplomado.

La estancia que había al otro lado de la puerta era tan distinta del resto de la casa como el día de la noche. Era como una cápsula del tiempo de un período extinto hacía más de cien años. La estancia era un estudio, amueblado apenas pero con un gusto exquisito. Después de ver el terrible desorden del resto de la vivienda, aquello fue para Kleefisch como un soplo de aire fresco. La estudió con detenimiento, dejando que la emoción eclipsara su temor, mientras Pendergast paseaba su linterna por todas partes. Había un escritorio y una cómoda silla. Colgaban de las paredes en sencillos marcos litografías y daguerrotipos; cerca había una librería, casi vacía. La estancia solo tenía una ventana a rombos, estilo Tudor, muy alta. En las paredes había también elementos decorativos, de diseño austero pero de muy buen gusto.

—Creo que podríamos arriesgarnos a usar un poco más de luz —masculló Pendergast—. Su farol, por favor.

Kleefisch sacó la linterna sorda y corrió un poco la pantalla opaca. La estancia empezó a verse con más nitidez. Reparó admirado en el hermoso suelo de madera, de tarima pulida, dispuesto de forma anticuada. Una pequeña alfombra cuadrada, de las antiguamente llamadas «tapetes», ocupaba el centro de la habitación. Apoyada en la pared del fondo, entre los adornos, había un diván que parecía haber servido también para dormir.

—¿Cree usted…? —inquirió Kleefisch volviéndose hacia Pendergast, casi temeroso de hacer la pregunta.

A modo de respuesta, Pendergast señaló uno de los daguerrotipos en la pared de al lado.

Kleefisch lo miró más de cerca. Sorprendido, descubrió que en realidad no era un daguerrotipo, sino una fotografía, al parecer de principios del siglo XX. Mostraba a una muchacha en medio de una escena silvestre y pastoral, con la barbilla apoyada en una mano, mirando a la cámara con cara de confusa seriedad. En primer plano, delante de ella, cuatro criaturitas de finas extremidades y grandes alas de mariposa bailaban, daban brincos o interpretaban tonadas con juncos de madera. No había prueba evidente de engaño o manipulación de la imagen: los duendes parecían parte integral de la fotografía.

—Las hadas de Cottingley —susurró Kleefisch.

—Por supuesto —replicó Pendergast—. Como bien sabe, Conan Doyle creía firmemente en la existencia de las hadas y en la veracidad de estas fotografías. Incluso dedicó un libro a ese tema: El misterio de las hadas. Dos chicas de Yorkshire, Elsie Wright y su prima Frances Griffiths, aseguraban haber visto hadas y haberlas fotografiado. Estas son algunas de sus fotografías.

Kleefisch retrocedió. Sintió que se le aceleraba el corazón. Ya no cabía ninguna duda: aquel había sido el estudio de Conan Doyle fuera de su casa. Y la familia Wilkes lo había preservado con sumo cariño, aun habiendo dejado que el resto de la casa se echara a perder completamente.

Si el relato perdido estaba en alguna parte, debía de ser en esa habitación.

Con súbita energía, Pendergast avanzó, ignorando el temible crujido de las tablillas de madera, lanzando haces de luz aquí y allá con su linterna. Abrió el escritorio e hizo una revisión exhaustiva de su contenido, sacando los cajones y golpeando suavemente los lados y las traseras. Luego pasó a la librería, retiró los pocos volúmenes empolvados y los estudió con detenimiento, hasta el punto de mirar incluso por el fuelle de cada lomo. Luego cogió las fotografías de la pared una a una, miró por detrás y palpó con delicadeza el refuerzo posterior de papel por si hubiera algo oculto tras las imágenes. Después se acercó a cada uno de los elementos decorativos colgados en la pared y los palpó con cuidado en toda su longitud.

Hizo una pausa, sus ojos plateados se pasearon por la estancia. Sacó una navaja automática de un bolsillo de su chaqueta, se aproximó al diván, hizo una pequeña incisión quirúrgica en el punto de confluencia del tejido y el bastidor de madera, insertó la linterna por allí y luego los dedos, e hizo un examen concienzudo del interior, obviamente en vano. A continuación, se aplicó con las paredes, pegando el oído al yeso mientras daba suaves golpecitos con los nudillos. De ese modo, rodeó la habitación entera con angustiosa meticulosidad, una vez, dos veces.

Mientras observaba este registro exhaustivo realizado por un experto, Kleefisch sintió que esa sensación de pesadumbre que tan bien conocía volvía a apoderarse de él una vez más.

Bajó la vista al suelo y al tapete que había en el centro. Algo de esa pieza le era familiar, muy familiar. Y entonces, súbitamente, cayó en la cuenta.

—Pendergast —dijo con un hilo de voz.

El agente del FBI se volvió a mirarlo.

Kleefisch señaló el tapete.

—«Era un tapete cuadrado y pequeño en el centro de la estancia —citó—. Rodeado por una amplia extensión de tablillas de madera dispuestas en bloques cuadrados, muy pulidas».

—Me temo que mi conocimiento del canon sherlockiano no es tan hondo como el suyo. ¿De dónde es ese fragmento? ¿El ritual de los Musgrave? ¿El paciente interno?

Kleefisch negó con la cabeza.

La segunda mancha.

Pendergast se volvió hacia él un instante. Entonces, de pronto, sus ojos destellaron al comprender.

—¿Podría ser tan sencillo?

—¿Por qué no reciclar algo bueno?

En un segundo, Pendergast estaba de rodillas en el suelo. Levantando el tapete, empezó a presionar las tablillas con los dedos, ayudado de la navaja, empujando aquí, tanteando suavemente allá. Al poco, se oyó el chirrido de una bisagra que llevaba mucho tiempo sin usarse y uno de los cuadrados de la tarima se levantó, dejando al descubierto una pequeña cavidad oscura.

Pendergast metió la mano con cuidado en el agujero. Kleefisch miró fijamente, sin apenas atreverse a respirar, mientras el agente sacaba la mano. Cuando lo hizo, sostenía un puñado de folios enrollados, quebradizos, polvorientos y amarilleados por el paso de los años, atados con una cinta. Poniéndose de pie, Pendergast deshizo el lazo, que se le descompuso en las manos, y desenrolló el legajo de papeles, limpiando con cuidado la primera hoja.

Los dos se arrimaron mientras Pendergast sostenía la linterna en alto iluminando las palabras manuscritas en la parte superior de la página:

La aventura de Aspern Hall

No hizo falta decir más. Aprisa y en silencio, Pendergast cerró la pequeña trampilla y volvió a poner el tapete en su sitio con el pie, luego salieron de la estancia y se dirigieron a las escaleras.

De pronto se oyó un terrible estrépito. Una colosal nube de polvo envolvió a Kleefisch, apagando su linterna sorda y dejando el pasillo a oscuras. Se sacudió el polvo, tosiendo y espurreando. Cuando consiguió ver con claridad, miró hacia abajo y descubrió a Pendergast, en realidad su cabeza, hombros y brazos extendidos, colgando. El suelo había cedido y el agente había logrado en el último momento no colarse del todo por el socavón.

—¡El manuscrito, hombre! —jadeó el agente haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantenerse en aquella posición—. ¡Coja el manuscrito!

Kleefisch se arrodilló y sacó con sumo cuidado el manuscrito sujeto a la mano de Pendergast. Se lo guardó en un bolsillo del abrigo, agarró al agente por el cuello de la camisa y, con gran esfuerzo, logró arrastrarlo de nuevo al pasillo de la segunda planta. Pendergast recuperó el aliento, se irguió y, con una mueca de dolor, se sacudió el polvo. Rodearon con cuidado el socavón y, cuando empezaban a descender las escaleras, se oyó una voz procedente del exterior del edificio:

—¡Eh! ¿Quién anda ahí?

Se quedaron los dos petrificados.

—Es el encargado de mantenimiento —susurró Kleefisch.

Pendergast le hizo una seña a Kleefisch para que apagara el farol. Luego iluminó su propio rostro con la luz atenuada de su linterna, se llevó un dedo a los labios y señaló la puerta principal.

Avanzaron a paso de tortuga.

—¿Quién anda ahí? —preguntó de nuevo la voz.

Con sigilo, Pendergast se sacó una pistola grande de la chaqueta, la volvió del revés, con la culata hacia fuera.

—¿Qué hace? —exclamó Kleefisch alarmado, agarrándole la mano.

—Ese tipo está ebrio —le respondió en un susurro—. No me costará mucho… inutilizarlo.

—¿Violencia? —inquirió Kleefisch—. ¡Cielo santo, no con un funcionario de Su Majestad!

—¿Tiene una propuesta mejor?

—Salir pitando.

—¿Pitando?

—Usted mismo lo ha dicho, el tipo está borracho. Salimos disparados y corremos en dirección sur, hacia el bosque.

Aunque parecía tener sus reservas, Pendergast se guardó el arma. Cruzó la estancia enmoquetada hasta la puerta principal, abrió una rendija y se asomó. Como no oía nada, le hizo una seña a Kleefisch para que lo siguiera por el estrecho sendero hasta la valla metálica. Justo cuando abría la puerta, la luna salió de detrás de las nubes y se oyó un grito triunfante desde un pinar cercano.

—¡Alto ahí! ¡No se muevan!

Pendergast salió disparado por la puerta y echó a correr a toda velocidad; Kleefisch lo siguió. Resonó con estrépito un disparo, pero ninguno de los dos se detuvo en su precipitada carrera.

—¡Le ha dado! —jadeó Kleefisch intentando darle alcance. Veía las gotas de color rojo oscuro que brotaban del hombro de Pendergast con cada zancada que daba.

—Unos perdigonazos superficiales, sospecho, nada más. Me los quitaré con unas pinzas cuando esté de vuelta en Connaught. ¿Y el manuscrito? ¿Sigue intacto?

—Sí, sí. ¡Está perfecto!

Kleefisch no había corrido así desde sus días en Oxford, pero solo pensar en el encargado de mantenimiento borracho y armado devolvía el vigor a sus extremidades, y siguió a Pendergast por el bosque de Springett hasta el valle de Health, y de ahí —Deo gratias!— a East Heath Road, un taxi y la libertad.