En el Ford Explorer de alquiler, Corrie Swanson recorrió despacio el camino de acceso y alzó la vista a la casa fría y oscura. No había ni una luz encendida, pese a que el coche de Stacy estaba en la entrada. ¿Dónde se habría metido? Por alguna razón, empezó a preocuparse; se sentía extrañamente protectora, cuando, en realidad, había esperado que sucediera lo contrario, que Stacy la hiciera sentirse a salvo.
Probablemente se habría acostado, aunque parecía una de esas personas que se acuestan tarde y se levantan tarde. O quizá hubiera salido con alguien que había pasado a recogerla en su propio coche y aún no había vuelto.
Se apeó del Explorer, lo cerró y entró en la casa. La luz de la cocina estaba apagada. Decidido: Stacy dormía.
Un helicóptero sobrevoló muy bajo la zona, luego otro. Mientras ascendía en coche el cañón, había observado mucha actividad de helicópteros, acompañada del lejano sonido de las sirenas procedente de la ciudad. Confiaba en que no hubiera ardido otra casa.
Su cita con Ted no había acabado como esperaba. No sabía bien por qué, pero, en el último minuto, ella había rechazado su oferta de acompañarla a casa y calentarle la fría cama. Había estado tentada de hacerlo, tremendamente tentada, y aún le hormigueaban los labios de sus largos besos. Dios, ¿por qué había dicho que no?
Había sido una velada maravillosa. Habían comido en un restaurante de lujo, en un viejo edificio de piedra hermosamente remodelado, acogedor y romántico, con velas e iluminación tenue. La comida había sido excelente. Corrie, que estaba muerta de hambre, había devorado un chuletón inmenso, poco hecho, acompañado de una pinta de cerveza, patatas gratinadas (sus favoritas), una ensalada de lechuga romana y, de remate, un brownie con helado que seguro que era pecado. Habían hablado sin parar, sobre todo de ese imbécil de Marple, y de Kermode. Ted se había quedado alucinado, y sorprendido, al enterarse de que Kermode estaba emparentada con la infame familia Stafford. Habiendo crecido en The Heights, hacía mucho que conocía a Kermode y había llegado a detestarla, pero saber que formaba parte de la despiadada familia que había explotado y exprimido a la ciudad durante la época de las minas lo indignó de verdad. A su vez, él le contó un dato interesante: la familia Stafford había sido la propietaria original de los terrenos en los que se había construido The Heights, y su grupo de empresas aún era titular de los derechos de explotación de la Fase III, cuyo lanzamiento estaba previsto para tan pronto como se inaugurara el nuevo club balneario.
Dejando de lado estos pensamientos, salió de la cocina de la casa al pasillo central. Algo la inquietó: una sensación extraña que no lograba precisar, un olor desconocido. Atravesó la casa y se dirigió a la habitación de Stacy.
Su cama estaba vacía.
—¿Stacy?
No hubo respuesta.
De pronto, se acordó del perro.
—¿Jack?
Aquel chucho alocado no había salido a recibirla ladrando y dando saltos. Empezó a asustarse. Recorrió el pequeño pasillo llamando al perro.
Nada.
Regresó a la zona principal de la casa. Quizá estuviera escondiéndose en algún sitio, o se hubiera perdido.
—¿Jack?
Se detuvo a escuchar y oyó un gemido apagado y unos arañazos. Procedía del salón, una estancia que siempre estaba cerrada y en la que le habían prohibido estrictamente entrar. Se acercó a la puerta corredera empotrada.
—¿Jack?
Otro gemido y un ladrido acompañados de más arañazos.
Notó que el corazón se le alborotaba. Algo muy raro estaba ocurriendo.
Apoyó la mano en la doble puerta, vio que la llave no estaba echada y la abrió. Jack salió disparado de la oscuridad, agazapándose, gimoteando y lamiéndola, con el rabo entre las patas.
—¿Quién te ha metido aquí, Jack?
Echó un vistazo a la habitación a oscuras. Parecía vacía y en silencio, pero entonces vio la silueta de una figura en el sofá.
—¡Eh! —gritó sorprendida.
Jack se refugió detrás de ella, encogido de miedo, gimoteando.
La figura se movió un poco, muy despacio.
—¿Quién es y qué hace aquí? —preguntó Corrie con firmeza.
Qué locura. Tendría que salir corriendo de allí.
—Ah —se oyó una voz espesa en la oscuridad—. Eres tú.
—¿Stacy?
No hubo respuesta.
—Madre mía, ¿estás bien?
—Estupendamente, no pasa nada —habló de nuevo la voz fatigosa.
Encendió las luces. Y allí estaba Stacy, tirada en el sofá, con una botella de Jim Beam medio vacía delante. Aún iba enfundada en su ropa de abrigo: bufanda, gorro y demás. A sus pies, había un pequeño charco de agua y huellas húmedas que conducían hasta el sofá.
—¡Ay, no, Stacy!
Stacy agitó el brazo y luego lo dejó caer de nuevo al sofá.
—Lo siento.
—¿Qué has estado haciendo? ¿Has salido?
—A dar una vuelta. He ido a buscar a ese cabrón que te disparó mientras conducías.
—Pero si te he dicho que no lo hicieras. ¡Podías haber muerto congelada ahí fuera!
Corrie observó que Stacy iba armada, llevaba su pistola calibre 45 en una cartuchera ceñida a la cadera. Dios, tendría que deshacerse de esa arma.
—No te preocupes por mí.
—Sí me preocupo por ti. ¡Me preocupo muchísimo!
—Ven, siéntate, tómate una copa —dijo arrastrando la voz—. Relájate.
Corrie se sentó, pero ignoró la oferta de la copa.
—Stacy, ¿qué ocurre?
Stacy agachó la cabeza.
—No sé. Nada. Mi vida es un asco.
La agarró de la mano. No le extrañaba que el perro se hubiera asustado.
—Lo siento. Yo también me encuentro así a veces. ¿Quieres hablar?
—Mi carrera militar fue un conato de carrera. No tengo familia. No tengo amigos. Nada. No tengo nada en la vida más que un cajón de huesos viejos que llevarme a Kentucky. ¿Y para qué? Menuda estupidez.
—Pero tu carrera militar… Eres capitana. Con todas esas medallas y menciones, puedes hacer lo que…
—Mi vida es un desastre. Me licenciaron.
—Quieres decir que… ¿no abandonaste tú?
Stacy negó con la cabeza.
—Me licenciaron por razones médicas.
—¿Te hirieron?
—TEPT.
Silencio.
—Ay, Dios mío, cuánto lo siento, de verdad.
Se hizo un silencio aún más largo. Luego Stacy volvió a hablar:
—Ni te lo imaginas. Tengo ataques, sin razón aparente. Grito como una posesa. O hiperventilo, ataque de pánico total. Dios, es horrible. Y sin previo aviso. A veces me deprimo tanto que no consigo salir de la cama, duermo catorce horas al día. Y luego empiezo con esta mierda, el alcohol. No encuentro trabajo. Cuando ven en las solicitudes de empleo que me licencié por razones médicas, enseguida piensan «Uf, no podemos contratarla, está mal de la cabeza». Todos llevan el lazo amarillo en el coche, pero, cuando se trata de contratar a una veterana con trastorno por estrés postraumático, te largan sin más.
Se dispuso a coger la botella. Corrie se le adelantó y la interceptó.
—¿No te parece que ya has bebido bastante?
Stacy le arrebató la botella de la mano e iba a darle un trago, pero, de pronto, la lanzó al otro lado de la habitación, estampándola en la pared del fondo.
—Sí, joder. Ya está bien.
—Deja que te ayude a meterte en la cama.
La cogió del brazo. Stacy se puso en pie con dificultad mientras Corrie la sostenía. Dios, apestaba a bourbon. Le dio muchísima pena. Se preguntó si podría quitarle el revólver de la pistolera sin que se diera cuenta, pero decidió que quizá no fuera buena idea, que tal vez le molestara. Primero la acostaría y luego se encargaría del arma.
—¿Han pillado al cabrón que te disparó? —preguntó arrastrando la voz.
—No. Creen que podría haber sido un cazador furtivo.
—Y una mierda va a ser un cazador furtivo. —Tropezó, y Corrie la ayudó a incorporarse—. No he podido encontrar huellas de ese desgraciado. Demasiada nieve fresca.
—No te preocupes por eso ahora.
—¡Claro que me preocupo! —Se llevó la mano a la pistolera, desenfundó el arma y la agitó—. ¡Voy a cazar a ese cabrón!
—Sabes que no deberías empuñar un arma cuando has estado bebiendo —le dijo Corrie, serena pero firme, controlando su nerviosismo.
—Sí. Cierto. Lo siento. —Stacy expulsó el cargador, que se le escapó de las manos y cayó al suelo, esparciendo los cartuchos—. Más vale que la cojas tú.
Se la entregó por la culata, y Corrie la cogió.
—Ten cuidado, que aún queda una en la recámara. Trae, que yo la saco.
—Ya lo hago yo.
Corrie sacó el cartucho y lo dejó caer al suelo.
—¡Eh, sabes lo que haces, niña!
—Más me vale, teniendo en cuenta que estudio criminalística.
—Sí, joder, algún día serás una buena poli. Lo serás. Me caes bien, Corrie.
—Gracias.
Acompañó a Stacy por el pasillo hacia su habitación. Corrie seguía oyendo los helicópteros sobrevolar la zona y, por la ventana, vio el foco de uno de ellos peinando el área, desplazándose de un lado a otro. Algo ocurría.
Por fin consiguió meter a Stacy en la cama y le puso una papelera cerca por si vomitaba. La capitana se quedó dormida al instante.
Corrie volvió al salón y empezó a limpiar, con Jack siguiéndola a todas partes. La borrachera de Stacy había asustado al pobre perro. La había asustado hasta a ella. Al erguirse, oyó otro helicóptero sobrevolando la casa. Se acercó a las ventanas de vidrio laminado y se asomó a la oscuridad. Por encima de las montañas, en dirección a la ciudad, pudo ver un intenso resplandor amarillo.