Mockey Jones estaba borracho otra vez y se alegraba de ello. A menudo pensaba en sí mismo en tercera persona, y una vocecilla interna le decía que era Mockey Jones, que bajaba tambaleándose por East Main Street, sin sentir dolor (ni frío), con cinco carísimos martinis y un bistec de ochenta dólares en el estómago, la entrepierna recién ejercitada, la cartera llena de efectivo y de tarjetas de crédito, sin empleo, sin quehaceres y sin preocupaciones.
Jones formaba parte del uno por ciento de las personas más ricas del país (en realidad, de la décima parte de la décima parte del uno por ciento) y, aunque él no había ganado ni un centavo de ese dinero, le daba lo mismo, porque el dinero era el dinero y era mejor tenerlo que no tenerlo, y mejor tener mucho que tener solo un poco.
Tenía cuarenta y nueve años y había dejado a tres esposas y otros tantos niños esparcidos por el camino —mientras avanzaba por la calle, hizo una pequeña reverencia en su honor—, pero ya no lo ataba nada, era completamente irresponsable y no tenía nada que hacer salvo esquiar, comer, beber, follar y gritarles a sus asesores bursátiles. Mockey Jones vivía muy feliz en Roaring Fork. Era la clase de ciudad que a él le gustaba. A la gente le daba igual quién fueras o lo que hicieras, siempre que fueses rico. Y no valía nada ser millonario. El país estaba repleto de falsos millonarios de clase media. En Roaring Fork detestaban a esa clase de gente. No, había que ser multimillonario para encajar en el círculo de personas idóneo. Jones se encontraba en la categoría de los centimillonarios y, aunque esa era una vergüenza a la que ya se había habituado, los doscientos millones heredados del indeseable de su padre —otra reverencia para él— se adecuaban a sus necesidades.
Se detuvo y miró alrededor. Dios, tendría que haber hecho pis en el restaurante. En aquella condenada ciudad no había baños públicos. ¿Y dónde demonios se había dejado el coche? Daba igual, no era tan estúpido como para ponerse al volante en ese estado. En el Roaring Fork Times jamás aparecería un titular que dijera: «Mockey Jones arrestado por conducir ebrio». Llamaría a uno de los servicios de limusinas —había varios— que recogían a los borrachos de madrugada y llevaban a casa a los tipos como Mockey que habían «cenado demasiado bien». Sacó el móvil, pero se le escurrió de las manos enguantadas y aterrizó en un banco de nieve; tras proferir una extravagante maldición, se agachó, lo recogió, lo limpió y pulsó la tecla correspondiente de marcación rápida. En un momento, ya había contratado el servicio. Los martinis que había tomado en Brierly’s Steak House le habían sabido de maravilla, y estaba deseando llegar a casa para tomarse otro.
Mientras estaba de pie en la acera, balanceándose ligeramente, esperando la limusina, Jones reparó en algo que entró en su campo de visión por la derecha. Algo amarillento y con un fulgor sobrenatural. Se volvió y vio, en el barrio de Mountain Laurel, en la ladera este, al borde de la ciudad, a menos de quinientos metros de allí, una casa inmensa estallando literalmente en llamas. Al tiempo que la observaba, notó el calor en las mejillas, vio las llamas saltar aún más alto, las chispas elevarse como estrellas en el firmamento oscuro… Y, ay, Dios mío, ¿era una figura humana aquello que se veía en la ventana de la planta de arriba, recortada contra el fuego? Estaba mirando cuando la ventana reventó y la figura salió despedida al exterior como un cometa en llamas, retorciéndose, con un terrible alarido que cortó como un cuchillo el aire de medianoche, resonando y volviendo a resonar en las montañas, como si no fuera a extinguirse nunca, aun después de que la figura desapareciera entre los abetos. Casi inmediatamente, a los pocos segundos, se oyeron las sirenas; la calle se llenó de coches de policía, camiones de bomberos y transeúntes, y al rato llegaron las furgonetas de televisión con las parabólicas en el techo, virando bruscamente. En último lugar, aparecieron los helicópteros, con los logos de las emisoras de radio, volando raso sobre los árboles.
Con aquel terrible alarido resonando en su confuso y paralizado cerebro, Mockey Jones notó que algo primero caliente y luego frío le corría por las piernas. No tardó en darse cuenta de que se había orinado encima.