Con la taza de té en la mano, Dorothea Pembroke regresó a su ordenado rincón de la oficina en Blackpool del National Trust, el fondo nacional para la protección del patrimonio histórico cultural. Eran las 10.45, y la señorita Pembroke se tomaba su tentempié de las once casi tan en serio como su trabajo, que ciertamente realizaba con mucha seriedad. Una servilleta de tela delicadamente colocada sobre el escritorio, una taza de té de jazmín Harrisons & Crosfield, con un azucarillo, y una galleta de harina de trigo integral mojada dos veces, ni una ni tres, en el té antes de mordisquearla.

En muchos aspectos, la señorita Pembroke se consideraba el National Trust. Había puestos más importantes que el suyo en aquella organización sin ánimo de lucro, desde luego, pero nadie podía presumir de un pedigrí más exquisito que el suyo. Su abuelo, sir Erskine Pembroke, había sido el señor de Chiddingham Place, una de las mansiones más impresionantes de Cornwall, pero su empresa había quebrado y, cuando la familia había caído en la cuenta de que no podía sostener ni el pago de los impuestos ni el coste del mantenimiento de la mansión, inició una negociación con el National Trust. Se restauraron los cimientos y la estructura de la casa, se ampliaron sus jardines y, por último, Chiddingham Place se abrió al público, mientras la familia seguía alojada en las modestas habitaciones de la planta superior. Unos años después, su padre ocupó un puesto dentro de la organización que tanto lo ayudó como director de desarrollo, y la propia señorita Pembroke entró a formar parte de la misma en cuanto acabó sus estudios elementales. Treinta y dos años después, había logrado ascender al cargo de administradora adjunta.

En términos generales, un ascenso de lo más satisfactorio.

Mientras recogía la taza de té y doblaba la servilleta, reparó en que había un hombre de pie en el umbral de la puerta. La señorita Pembroke era una mujer demasiado bien educada para mostrar sorpresa, pero se detuvo un instante antes de doblar el último pliegue de la servilleta y dejarla en su escritorio. Era un hombre de aspecto bastante llamativo: alto y pálido, de pelo rubio albino y ojos del color del hielo glaciar, vestido con un traje negro de buen corte, pero no lo reconocía, y las visitas solían anunciarse.

—Discúlpeme —dijo con acento americano, sureño, y una sonrisa encantadora—, no quisiera molestarla, señorita Pembroke, pero su secretaria no está en su puesto y, bueno, usted y yo teníamos una cita.

Dorothea Pembroke abrió su libro de citas y miró el día de hoy. Sí, ciertamente, tenía una cita a las once y cuarto con un tal señor Pendergast. Recordó que aquel hombre había pedido expresamente verla a ella, en lugar de a un administrador, algo de lo más inusual. Aun así, no le habían anunciado su llegada y no aprobaba semejante informalidad. Sin embargo, el hombre tenía cierto aire cautivador, y estaba dispuesta a pasar por alto aquella falta de decoro.

—¿Puedo sentarme? —preguntó él sonriendo de nuevo.

La señorita Pembroke le señaló con la cabeza una silla vacía que había delante de su escritorio.

—Si me permite la pregunta, ¿de qué quiere hablar conmigo?

—Deseo visitar una de sus propiedades.

—¿Visitar? —repitió ella dejando que un levísimo dejo de desaprobación tiñera su voz—. Tenemos voluntarios a la entrada que pueden ayudarle en eso.

Verdaderamente era el colmo que la molestara con semejante nimiedad.

—Le ruego que me disculpe —dijo el hombre—. No pretendo robarle su valioso tiempo. Hablé del asunto con el departamento de Visitas y me remitieron a usted.

—Entiendo. —Aquello le daba otro giro al asunto. Además, el hombre tenía unos modales exquisitos. Hasta su acento rezumaba educación, no era uno de esos dejes americanos arrastrados, bárbaros y desagradables—. Antes de empezar, aquí tenemos una pequeña norma: exigimos la identificación del visitante, si es tan amable.

El hombre volvió a sonreír. Tenía unos dientes blanquísimos. Se llevó la mano al interior del traje negro y sacó una cartera de piel, que dejó abierta encima del escritorio, poniendo al descubierto un fulgor dorado en la parte superior con un carnet debajo. La señorita Pembroke se sobresaltó.

—¡Oh! ¡Cielo santo! ¿El FBI? ¿Se… trata de un asunto criminal?

El agente le dedicó una sonrisa de lo más cautivadora.

—Ah, no, no se alarme en absoluto. Se trata de un asunto personal, nada oficial. Le habría enseñado el pasaporte, pero lo tengo en la caja fuerte del hotel.

La señorita Pembroke procuró sosegar su alborotado corazón. Jamás había estado implicada en un asunto criminal y contemplaba aquella posibilidad con abominación.

—En ese caso, señor Pendergast, me quedo más tranquila, y me pongo a su disposición. Por favor, indíqueme qué propiedad desearía visitar.

—Una casita de campo llamada Covington Grange.

—Covington Grange. Covington Grange.

El nombre no le resultaba familiar. En realidad, tenía cientos de propiedades a su cuidado, entre ellas muchas de las fincas más extraordinarias de Inglaterra, y no se podía esperar que las recordara todas.

—Un momento.

Se volvió hacia el ordenador, abrió varios menús e introdujo el nombre en el campo de búsqueda. Aparecieron en la pantalla unas fotos y una larga descripción. Al leer el texto, supo que recordaba vagamente el sitio. No era de extrañar que los del departamento de Visitas le hubieran recomendado que hablase con un administrador.

Se volvió de nuevo hacia él.

—Covington Grange —volvió a decir—. Antigua propiedad de Leticia Wilkes, que falleció en 1980 y legó la casa al gobierno.

El agente Pendergast asintió con la cabeza.

—Lamento comunicarle, señor Pendergast, que no es posible visitar Covington Grange.

Al oír esto, un gesto de desolación cruzó el semblante del hombre. Procuró recomponerse.

—La visita no tendría por qué ser larga, señorita Pembroke.

—Lo siento, pero es del todo imposible. Según el archivo, la casa lleva decenios clausurada, cerrada al público hasta que el fondo decida qué hacer con ella.

Pobre hombre. Se le veía tan desolado que hasta el corazón duro y siempre correctísimo de Dorothea Pembroke empezó a ablandarse.

—Ha sufrido serios daños por la acción de los elementos —dijo, a modo de explicación—. No es segura y precisa una restauración exhaustiva antes de que podamos permitir a nadie entrar en ella. Y, en la actualidad, nuestros fondos, como podrá imaginar, son limitados. Hay muchas otras propiedades, propiedades más importantes, que también precisan atención. Además, francamente, su interés histórico es mínimo.

El señor Pendergast miraba abajo y cruzaba y descruzaba las manos. Finalmente, habló:

—Le agradezco mucho que se haya tomado la molestia de explicarme la situación. Lo entiendo perfectamente. Solo que… —Y entonces el señor Pendergast levantó la cabeza, y sus ojos se encontraron con los de la señorita Pembroke—. Solo que yo soy el último descendiente vivo de Leticia Wilkes.

Ella lo miró asombrada.

—Era mi abuela. De esa rama de la familia, solo quedo yo. Mi madre murió de cáncer el año pasado, y mi padre había fallecido en un accidente de tren el año anterior. A mi hermana… la mataron hace tres semanas en un robo frustrado. Así que, como puede ver… —El señor Pendergast hizo una pausa para recomponerse—. Como puede ver, Covington Grange es todo lo que me queda. Es donde pasé mis veranos de niño, antes de que mi madre nos llevara a América. Contiene todos los recuerdos felices que tengo de la familia que he perdido.

—Ah, entiendo.

La historia era ciertamente desgarradora.

—Solo quería ver la casa por última vez, solo una vez, antes de que lo que hay en ella se eche a perder para siempre. Concretamente, guardado en un armario, hay un viejo álbum de fotos familiar que recuerdo que hojeaba de niño y que me gustaría llevarme, si usted no tiene inconveniente. No tengo nada, nada, de mi familia. Nos lo dejamos todo aquí cuando nos fuimos a América.

La señorita Pembroke escuchó aquella trágica historia con el corazón henchido de pena. Al poco, se aclaró la garganta. La pena era una cosa y el deber, otra bien distinta.

—Como le he dicho, lo siento mucho —sentenció—, pero por todas las razones que le he indicado es sencillamente imposible. Además, en todo caso, lo que pudiera haber en esa casa pertenece al fondo, incluso las fotografías, que podrían tener un interés histórico.

—Pero ¡se están pudriendo ahí dentro! ¡Han pasado más de treinta años y no se ha hecho nada! —Cambió de tono—. ¿Solo diez minutos? ¿Cinco? No tendría por qué saberlo nadie aparte de usted y yo —le propuso en tono mimoso.

La insinuación de que pudiera ser cómplice de un engaño a espaldas del National Trust rompió el hechizo.

—Es del todo imposible. Me sorprende que me haga una propuesta semejante.

—¿Esa es su última palabra?

La señorita Pembroke asintió rotundamente con la cabeza.

—Entiendo.

El aire del hombre cambió. Su semblante triste, el leve temblor de su voz se desvanecieron. Se recostó en la silla y la miró con una expresión muy distinta a la de antes. Había algo en su mirada, algo que la señorita Pembroke no acababa de desentrañar, que resultaba levemente alarmante.

—Esto es tan importante para mí —dijo el hombre— que llegaré hasta donde haga falta para conseguirlo.

—No sé bien a qué se refiere, pero yo ya he tomado mi decisión —espetó ella con absoluta firmeza.

—Mucho me temo que su terquedad no me deja elección.

Y, hurgándose en el bolsillo, el agente del FBI sacó una mano de papeles y los sostuvo en alto.

—¿Qué es eso? —quiso saber ella.

—Traigo información aquí que podría resultarle interesante. —También el tono de voz del hombre había cambiado—. Tengo entendido que su familia solía residir en Chiddingham Place, ¿no es así?

—No es de su incumbencia, pero aún viven allí.

—Sí, en la cuarta planta. El material, que encontrará particularmente interesante, se refiere a su abuelo. —Depositó los documentos en el escritorio con suma delicadeza—. Tengo aquí pruebas, pruebas irrefutables, de que su abuelo, durante los últimos meses de su negocio, justo antes de quebrar, pidió un préstamo tomando como aval las acciones de sus propios accionistas en un intento desesperado por mantener en pie la empresa. Para ello no solo cometió un grave fraude financiero, sino que, además, mintió al banco al asegurarle que los títulos eran suyos. —Hizo una pausa—. Su delito arruinó a muchos de sus accionistas, entre los que se encontraban una serie de viudas y pensionistas que después murieron en la penuria. Temo que la historia resulta muy desagradable de leer.

Hizo una pausa.

—Estoy convencido, señorita Pembroke, de que no querría que el buen nombre de su abuelo y, por ende, de la familia Pembroke se mancillara. —Hizo una pausa para enseñar sus blancos dientes—. Así que ¿no le convendría más darme acceso temporal a Covington Grange? No le pido mucho. Creo que sería lo mejor para todos, ¿no le parece?

Fue aquella última y fría sonrisa, aquellos dientes pequeños, igualados y perfectos, la gota que colmó el vaso. La señorita Dorothea Pembroke se puso rígida. Luego, despacio, se levantó de la silla. Igualmente despacio, cogió los documentos que el tal Pendergast había dejado en su escritorio y, con un gesto desdeñoso, se los arrojó a los pies.

—¿Cómo tiene el descaro de venir a mi despacho a intentar chantajearme? —le dijo con notable serenidad, sorprendiéndose a sí misma—. Jamás en mi vida me he dejado avasallar por tan despreciable conducta. Y usted, señor, no es más que un estafador. No me sorprendería que esa historia que me ha contado fuese tan falsa como sospecho que lo es su placa.

—Sea como fuere, la información que poseo de su abuelo es del todo veraz. Deme lo que quiero o se la entregaré a la policía. Piense en su familia.

—Me debo a esta oficina y a la verdad. Ni más, ni menos. Si lo que desea es mancillar el buen nombre de mi familia, arrastrarnos por el fango, arrebatarnos la poca estabilidad económica que nos queda, adelante. Viviré con eso. Con lo que no puedo vivir es con el incumplimiento de mis obligaciones. Por eso le pido, señor Pendergast —dijo extendiendo el brazo, señalando con dedo firme la salida y añadiendo con voz queda pero inflexible—, que salga de este edificio inmediatamente o haré que lo echen. Buenos días.

De pie en las escaleras de entrada del National Trust, el agente Pendergast miró alrededor un instante y su expresión de exasperación pronto dio paso a otra de admiración. El verdadero coraje a veces se manifestaba en los lugares más insólitos. Pocos habrían podido resistir un ataque tan duro; la señorita Pembroke, que, a fin de cuentas, solo hacía su trabajo, era una entre miles. Una sonrisa asomó a los labios finos de Pendergast. Luego tiró los documentos a una papelera cercana y, mientras descendía los escalones en dirección a la estación para coger el tren de vuelta a Londres, citó en voz baja: «Para Sherlock Holmes, ella siempre es la mujer. Rara vez lo he oído llamarla de otro modo. A sus ojos, ella eclipsa y domina a todo el género femenino…».