Stacy estaba resultando ser una dormilona y no solía levantarse antes de las diez o las once, pensó Corrie mientras salía sin ganas de la cama a oscuras y contemplaba con envidia, a través de la puerta abierta, la figura de la capitana, dormida en la otra habitación. Recordaba que también ella se había sentido así antes de decidir lo que quería hacer con su vida.

En lugar de prepararse café en su diminuta cocina, decidió bajar en coche a la ciudad y gastarse el dinero en un Starbucks. Odiaba aquella casa gélida y, aun ahora que Stacy Bowdree vivía con ella, pasaba allí el menor tiempo posible.

Miró el termómetro exterior: dieciocho grados bajo cero. La temperatura no dejaba de bajar. Se enfundó en un sombrero, guantes y un anorak y se dirigió a la entrada, donde estaba aparcado su coche. Mientras retiraba la nieve con la mano, pues había nevado poco esa noche, volvió a lamentar su arrebato con Wynn Marple. Había sido una estupidez quemar esa nave, pero había salido la auténtica Corrie, con su mal carácter y su incapacidad habitual para aguantar a los imbéciles. Aquella conducta quizá le hubiera funcionado en Medicine Creek, cuando aún era una estudiante rebelde, pero ya no tenía justificación, no allí, no en ese momento. Debía dejar de maltratar así a la gente, sobre todo cuando sabía bien que era contraproducente, que minaba sus propios intereses.

Arrancó el coche y avanzó despacio por el empinado camino de salida a Ravens Ravine Road. El cielo estaba gris y empezaba a nevar otra vez. Según el parte meteorológico, aún iba a nevar más, lo que en una estación de esquí como Roaring Fork se recibía como un granjero recibe la lluvia, con alegría y jolgorio. Corrie, en cambio, estaba harta. Quizá fuera hora de que recogiera sus cosas y se largara de la ciudad.

Condujo despacio, pues a menudo había placas de hielo en la carretera de curvas cerradas que descendía por el cañón, y su coche de alquiler, con aquella porquería de neumáticos, tenía una tracción espantosa.

¿Y ahora qué? A lo sumo le quedaban uno o dos días de trabajo con los restos mortales, rematar la investigación forense, por así decirlo. Luego se acabaría. Aunque le parecía improbable, le preguntaría a Ted si se le ocurría algún otro sitio donde pudiera encontrar pistas de la identidad de los asesinos, con tacto, dado que él no sabía cómo habían muerto los mineros en realidad. Le había vuelto a pedir que salieran a cenar al día siguiente; ella anotó mentalmente que se lo preguntaría entonces.

Faltaban seis días para Navidad. Su padre le había estado rogando que fuera a Pennsylvania a pasarla con él. Incluso le mandaría el dinero para el billete de avión. Quizá fuera una señal.

Quizá…

Un fuerte estrépito, un estallido estremecedor le hizo pisar el freno y gritar involuntariamente. El coche chirrió y derrapó, pero no llegó a salirse de la carretera, solo se quedó a un lado.

—¿Qué demonios…? —Corrie agarró con fuerza el volante.

¿Qué había pasado? Algo le había destrozado el parabrisas, convirtiéndolo en una telaraña de grietas opaca.

Entonces vio el agujero, pequeño y perfecto, en el centro.

Gritó de nuevo y se hundió en el asiento, apretujándose por debajo del marco de la ventanilla. El silencio era absoluto, y la cabeza le iba a mil por hora. Aquello era un agujero de bala. Alguien había intentado dispararle. Matarla.

«Mierda, mierda, mierda…».

Tenía que salir de allí. Inspiró hondo y se tensó, se incorporó despacio y volvió a sentarse correctamente en el asiento. Con la mano enguantada, le dio un puñetazo al cristal destrozado e hizo un agujero lo bastante grande para ver a través de él, luego volvió a agarrar el volante y pisó el acelerador. El Focus derrapó y dio varias vueltas, pero logró enderezarlo, esperando más disparos en cualquier momento. Llevada por el pánico, aceleró demasiado, el coche topó con una placa de hielo, volvió a derrapar y fue de morros hacia el quitamiedos del barranco. El vehículo rebotó, se incorporó a la carretera con un chirrido de goma y giró otros ciento ochenta grados. Corrie estaba muy alterada, pero, tras un breve instante de pánico, se dio cuenta de que no estaba herida.

—¡Mierda! —gritó de nuevo.

Quien le hubiera disparado andaba aún por ahí fuera, hasta puede que bajara por la carretera detrás de ella. El coche se había calado y el asiento del copiloto había recibido un buen golpe, pero no parecía siniestro total; giró la llave y el motor se encendió. Enderezó el Focus con varias maniobras y enfiló la carretera. El coche aún funcionaba, pero hacía un ruido muy raro: uno de los guardabarros parecía rozar el neumático.

Despacio, con cuidado, las manos temblorosas al volante, dirigió el vehículo montaña abajo hasta la ciudad, y fue directa a la comisaría de policía.

En cuanto Corrie rellenó el informe, el sargento que se encontraba al otro lado del mostrador la hizo pasar enseguida al despacho del jefe de policía. Por lo visto, ahora era una persona importante. Encontró al jefe Morris sentado a su escritorio, abarrotado de tarjetas de ocho por trece centímetros, fotografías, hilo, chinchetas y pegamento. A su espalda había un tablón incomprensible, sin duda relacionado con los homicidios del pirómano.

Tenía un aspecto horrible: los párpados inferiores abultados como lonchas de sebo, el contorno de los ojos ennegrecido, el pelo alborotado. En cambio, había en su mirada una súbita severidad. Eso, al menos, era una mejora.

Cogió el informe y le indicó que se sentara. Tardó unos minutos en leerlo, y luego lo leyó de nuevo. Después lo dejó encima de la mesa.

—¿Se le ocurre alguien que pudiera estar descontento con usted por alguna razón? —le preguntó.

Al oír esto, pese a lo afectada que estaba, no pudo contener la risa.

—Sí. Más o menos todo el mundo en The Heights. El alcalde. Kermode. Montebello. Por no hablar de usted.

El jefe logró esbozar una lánguida sonrisa.

—Vamos a abrir una investigación, como es lógico. Pero, verá, confío en que no piense que quiero quitarme esto de en medio si le digo que llevamos ya varias semanas buscando a un cazador furtivo en esa zona. Ha estado matando y descuartizando ciervos, seguramente para vender la carne. Uno de esos disparos furtivos atravesó la ventana de una casa la semana pasada. Así que lo que le ha pasado a usted podría, y digo podría, haber sido una bala perdida de ese cazador. Esto ocurrió a primera hora de la mañana, que es cuando el ciervo, y nuestro cazador furtivo, están activos. Como digo, no insinúo que sea eso lo ocurrido. Solo lo menciono como posibilidad, para tranquilizarla más que nada.

—Gracias —dijo Corrie.

Se levantaron los dos, y el jefe le tendió la mano.

—Me temo que voy a tener que confiscarle el coche como prueba, para hacer un análisis balístico y ver si podemos recuperar el proyectil.

—Adelante, todo suyo.

—Le pediré a uno de mis oficiales que la lleve en coche a donde quiera.

—No, gracias, voy a la vuelta de la esquina, a un Starbucks.

Mientras sorbía sentada su café, Corrie se preguntó si de verdad habría sido un cazador furtivo. Era cierto que había enfadado a mucha gente al principio, pero aquello ya se había olvidado, sobre todo con el inicio de las muertes del pirómano. Dispararle al coche sería intento de homicidio. ¿Qué clase de amenaza suponía ella para merecer eso? El problema era que el jefe estaba tan desbordado, igual que el resto del departamento, que Corrie tenía poca fe en que pudiera llevar a cabo una investigación eficaz. Si con el disparo pretendían intimidarla, no iba a funcionar. Por aterrada que estuviera, no iba a salir espantada de la ciudad. En todo caso, conseguirían que quisiera quedarse más tiempo.

Claro que… podía haber sido el cazador furtivo. O podría ser cualquier otro trastornado. Podría incluso ser el pirómano, que hubiera cambiado de modus operandi. Se acordó de Stacy, allí arriba, en la casa del barranco, probablemente dormida. Al final, terminaría bajando a la ciudad y quizá también ella estuviera en peligro, quizá le dispararan a ella también.

Sacó el móvil y llamó a Stacy. Respondió una voz soñolienta. En cuanto Corrie empezó a contarle lo ocurrido, se despertó de inmediato.

—¿Te han disparado mientras conducías? Voy a ir a por ese cabrón.

—Espera. No hagas eso. Es una locura. Deja que se ocupe la policía.

—Habrá dejado huellas ahí fuera, en la nieve. Seguiré a ese indeseable hasta al agujero del que haya salido.

—No, por favor.

Le costó diez minutos persuadir a Stacy de que no lo hiciera. Cuando Corrie estaba a punto de colgar, Stacy dijo:

—Espero que le dispare a mi coche. Tengo un par de cartuchos Black Talon que ansían reventarle los sesos.

Después, Corrie telefoneó a la oficina del alquiler de coches. El agente se entusiasmó contándole que el jefe de policía acababa de llamarlo, que debía de ser horrible que te dispararan, y le preguntó si estaba bien, si necesitaba un médico… Y si le parecía aceptable que le dieran un Ford Explorer por el mismo precio, claro.

Corrie sonrió y colgó. Por lo visto, el jefe Morris, al fin, iba teniendo un poco de agallas.