Espelette, el exclusivo café-restaurante emplazado en la entrada del hotel Connaught, era un local de color crema y blanco con enormes ventanales y manteles de lino almidonados. La variación climática con respecto a Roaring Fork se agradecía. Por fortuna, Londres estaba disfrutando, de momento, de un invierno moderado, y la suave luz vespertina del sol inundaba la estancia sutilmente curvada. El agente especial Pendergast, sentado a una mesa grande con vistas a Mount Street, se alzó al ver a Roger Kleefisch entrar en el restaurante. Encontró su figura un poco más robusta y su rostro arrugado y curtido. Ya en Oxford, cuando era solo un estudiante, Kleefisch era prácticamente calvo, así que su resplandeciente coronilla no le sorprendió. El hombre aún caminaba con brío, con el cuerpo inclinado hacia delante, cortando el aire con la nariz, con la impaciente curiosidad de un sabueso detrás de un rastro. Eran esas cualidades, así como las credenciales de su pertenencia al grupo de los Irregulares de Baker Street, lo que había inspirado a Pendergast la confianza necesaria para asociarse con él en aquella aventura en particular.

—¡Pendergast! —exclamó Kleefisch tendiéndole la mano con una amplia sonrisa—. Está usted igual. Bueno, casi igual.

—Mi querido Kleefisch —respondió Pendergast estrechándole la mano.

Ambos habían adquirido fácilmente la costumbre de Oxford y Cambridge de dirigirse el uno al otro por el apellido.

—Mírese: en Oxford siempre di por supuesto que estaba de luto, pero veo que fue un malentendido. El negro le sienta bien. —Kleefisch se sentó—. ¿Ha visto qué tiempo tan increíble? Creo que Mayfair nunca ha estado tan hermoso.

—Ciertamente —opinó Pendergast—. En cambio, he visto esta mañana, con cierto regocijo, que en Roaring Fork la temperatura estaba bajo cero.

—Qué espanto —comentó Kleefisch estremecido.

Un camarero se acercó a la mesa, desplegó la carta delante de cada uno y se retiró.

—Me alegra que haya podido coger el vuelo de la mañana —señaló Kleefisch frotándose las manos mientras echaba un vistazo a los platos—. El moderno y elegante té vespertino de aquí es especialmente delicioso. Y sirven el mejor Kir Royale de todo Londres.

—Resulta agradable volver a la civilización. Roaring Fork, pese a todo su dinero, o quizá por eso, es una ciudad tosca y burda.

—Me comentó algo de un incendio. —La sonrisa se esfumó del rostro de Kleefisch—. ¿Ha vuelto a atacar el pirómano del que me habló?

Pendergast asintió con la cabeza.

—Cielo santo… Hablando de algo más agradable, creo que le complacerá el descubrimiento que he hecho. Confío en que no haya cruzado el charco completamente en vano.

Volvió el camarero. Pendergast pidió una botella de champán Laurent-Perrier y un panecillo de jengibre con nata cuajada, y Kleefisch, un surtido de canapés. El integrante de los Irregulares esperó a que el camarero se alejara, hurgó en su grueso maletín de abogado, sacó un libro fino y lo deslizó hasta el otro lado de la mesa.

Pendergast lo cogió. Era de Ellery Queen y se titulaba Antología de Queen. Historia del relato policíaco a través de las ciento seis obras más representativas del género publicadas desde 1845.

—La Antología de Queen —masculló Pendergast contemplando la cubierta—. Recuerdo que mencionó a Ellery Queen en nuestra conversación telefónica.

—Ha oído hablar de él, naturalmente.

—Sí. De ellos, para ser más exactos.

—Eso es. Dos primos que trabajaban bajo seudónimo. Quizá los más eminentes antólogos de historias de detectives. Además de autores de propio derecho. Y este libro —añadió Kleefisch dando unos golpecitos al volumen que Pendergast tenía entre las manos— es probablemente su obra crítica más famosa sobre ficción policíaca, una colección comentada de las principales piezas del género. Este ejemplar es de la primera edición, por cierto. Lo curioso es lo siguiente: pese al título, Antología de Queen contiene ciento siete obras, no ciento seis. Eche un vistazo a esto —dijo y, recuperando el libro, lo abrió, buscó el índice y le señaló una línea con el dedo.

74. Anthony Wynne, Los pecadores guardan secretos, 1927

75. Susan Glaspell, Un jurado de iguales, 1927

76. Dorothy L. Sayers, Lord Peter descubre el delito, 1928

77. G. D. H. & M. Cole, Las vacaciones del superintendente Wilson, 1928

78. W. Somerset Maugham, Ashenden o el agente secreto, 1928

78a. Arthur Conan Doyle, La aventura de (?), 1928 (?)

79. Percival Wilde, Granujas a cuerpo de rey, 1929

—¿Lo ve? —dijo Kleefisch con cierto dejo triunfante en la voz—. El número 78a de la Antología de Queen. Título dudoso. Fecha de creación dudosa. Hasta su existencia es dudosa, de ahí la «a». Además, el relato no se encuentra en el libro, solo aparece mencionado en el índice. No obstante, es evidente que Queen, probablemente debido a su preeminencia en la materia, había oído hablar lo suficiente de esta rareza, indirectamente, como para considerar meritoria su inclusión en esta antología. O quizá no. Porque cuando se revisó el libro en 1967 y se actualizó la lista hasta ciento veinticinco libros, el 78a se quedó fuera.

—Y cree que ese es el relato de Holmes que nos falta.

Kleefisch asintió con la cabeza.

Llegó el té.

—Curiosamente, Doyle tiene una entrada anterior en ese libro —dijo Kleefisch dándole un bocado a un canapé de salmón y crema de wasabi—: Las aventuras de Sherlock Holmes, número 16 de la Antología de Queen.

—Parece que el siguiente paso lógico sería, por tanto, determinar qué sabía exactamente Ellery Queen de ese relato de Holmes y cómo supo, supieron, de él.

—Lamentablemente, no. Créame, los Irregulares ya hemos recorrido ese camino innumerables veces. Como podrá imaginar, el 78a de la Antología de Queen es una de las pesadillas constantes de nuestra organización. Se ha creado un título especial, que está pendiente de concesión, para el miembro que logre localizar el relato. Los primos que se hacían llamar Ellery Queen murieron hace decenios y no dejaron ni una sola prueba respecto a por qué el 78a figuraba en la primera edición de su antología o por qué se retiró después.

Pendergast bebió un sorbo de champán.

—Resulta alentador.

—Ciertamente. —Kleefisch dejó a un lado el libro—. Hace tiempo, los Irregulares reunieron una gran cantidad de cartas de los últimos años de vida de Conan Doyle. Hasta la fecha, no se ha permitido que ninguna persona ajena a la organización examinara las cartas; queremos explotarlas para nuestras propias publicaciones especializadas, en el Baker Street Journal y similares. Sin embargo, las cartas de esos últimos años se han ignorado en su mayoría, puesto que versan sobre esa época de la vida de Conan Doyle en la que estaba profundamente comprometido con el espiritualismo y escribió ensayos como El misterio de las hadas y Al borde de lo desconocido, dejando a un lado las aventuras de Holmes.

Kleefisch cogió otro canapé, esta vez de pollo teriyaki con berenjena a la brasa. Le dio un bocado, luego otro, cerrando los ojos mientras masticaba. Se limpió los dedos delicadamente con la servilleta de lino y después, con un destello de picardía en los ojos, se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó dos cartas estropeadas y descoloridas.

—Lo insto aquí mismo a que guarde el secreto —le dijo a Pendergast—. He… tomado prestadas estas cartas temporalmente. No querrá que me expulsen.

—Cuente con mi garantía de silencio.

—Muy bien. En ese caso, no me importa decirle que estas dos cartas las escribió Conan Doyle en 1929, el año anterior a su muerte. Las dos van dirigidas a un tal Robert Creighton, novelista y también espiritualista, con el que Conan Doyle entabló amistad en sus últimos años. —Kleefisch desdobló una de ellas—. Esta primera carta menciona, de pasada: «Espero recibir cualquier día de estos noticias del asunto de Aspern Hall, que últimamente me tiene completamente nublado el pensamiento». —Volvió a doblar la carta, se la guardó en el bolsillo y cogió la otra—. La segunda menciona, también de pasada: «He recibido malas noticias de Aspern Hall. Me hallo ahora en el dilema de cómo proceder, o de si proceder en absoluto. Y aun así, no descansaré tranquilo hasta que vea resuelto el asunto».

Kleefisch guardó la misiva.

—Todos los Irregulares que han leído estas cartas, y no han sido muchos los que lo han hecho, dan por supuesto que Conan Doyle estaba involucrado en algún tipo de especulación inmobiliaria, pero yo pasé toda la mañana de ayer revisando los legajos de Inglaterra y Escocia… y no hay rastro alguno de ningún Aspern Hall en el registro. ¡No existe!

—¿Insinúa que Aspern Hall no es un lugar, sino el título de un relato?

Kleefisch sonrió.

—Quizá, solo quizá, sea el título del texto rechazado de Conan Doyle: «La aventura de Aspern Hall».

—¿Dónde podría estar ese manuscrito?

—Sabemos dónde no está. No está en su casa. Después de pasar meses postrado en cama con angina de pecho, Conan Doyle murió en julio de 1930 en Windlesham, su casa en Crowborough. Desde entonces, innumerables Irregulares y otros especialistas en Holmes han viajado a East Sussex y han explorado hasta el último centímetro de esa casa. Se han encontrado manuscritos parciales, cartas y otros documentos, pero ningún relato perdido de Holmes. Por eso, muy a mi pesar, me temo que… —concluyó Kleefisch titubeando— que el relato se destruyó.

Pendergast negó con la cabeza.

—Recuerde lo que Conan Doyle decía en esa segunda carta: que se hallaba en un dilema sobre cómo proceder, que no descansaría hasta que viera resuelto el asunto. Esas no son las palabras de un hombre que pensara destruir el manuscrito.

Kleefisch escuchó, asintiendo despacio con la cabeza.

—La misma necesidad catártica que impulsó a Conan Doyle a escribir el relato debió de impulsarlo a preservarlo. Si anteriormente tenía alguna duda, esa entrada de la Antología de Queen la ha despejado. Ese relato está por ahí, en alguna parte. Y puede que contenga la información que busco.

—¿Y qué información es esa? —inquirió Kleefisch con entusiasmo.

—Aún no puedo hablar de ello. Pero le prometo que, si encontramos el texto, será el primero en hacerlo público.

—¡Excelente! —exclamó juntando las manos.

—De modo que el juego, si me permite la frase, está en marcha.

Dicho esto, Pendergast apuró su copa de champán y le hizo una seña al camarero para que le sirviera otra.