Era una de las mansiones victorianas más prominentes de la avenida principal. Ted, que era una fuente constante de información sobre Roaring Fork, le había contado a Corrie su historia. La había construido Harold Griswell, conocido como «el rey de la plata» de Roaring Fork, que hizo fortuna y después se arruinó con el Pánico en 1893. Se suicidó saltando al pozo principal de la mina Matchless, y dejó viuda a su joven esposa, Rosie Ann, antigua bailarina de taberna. Rosie Ann pasó los siguientes treinta años contratando y despidiendo abogados, presentando innumerables demandas e intentando incansablemente recuperar las minas y propiedades que le habían sido expropiadas; finalmente, cuando se agotaron todas sus opciones legales, selló con tablones de madera las ventanas de la mansión Griswell y se recluyó en ella, negándose incluso a comprar provisiones básicas y subsistiendo gracias a la caridad de los vecinos, que se preocupaban de dejarle comida en la puerta. En 1955, los vecinos se quejaron de un hedor proveniente de la casa. Cuando entró la policía, se encontró una escena increíble: la casa entera estaba abarrotada de pilas tambaleantes de documentos y otras curiosidades, la mayoría de ellas reunidas en la época en la que se llevaron a cabo las interminables demandas de la mujer. Había fardos de periódicos, bolsas de lona repletas de muestras de mineral, entradas de cine, periódicos de gran formato, libros de contabilidad, certificados de minas, declaraciones, transcripciones de los juicios, registros de nóminas, extractos bancarios, mapas, sondeos de minas y cosas similares. Se encontró el cuerpo marchito de Rosie Ann bajo una tonelada de papel; una pared entera de documentos, minada por el mordisqueo de los ratones, se había derrumbado y la había atrapado. Rosie Ann Griswell se había muerto de hambre.
Murió sin dejar testamento ni herederos, y la ciudad adquirió la mansión. Los documentos acumulados resultaron ser un tesoro histórico de incalculables dimensiones. Más de medio siglo después, aún seguía el proceso de clasificación y catalogación, de forma irregular, cuando la impecune Sociedad Histórica de Roaring Fork lograba hacerse con alguna subvención.
Ted había advertido a Corrie del estado de la colección, que nada tenía que ver con el cuidado archivo de prensa digitalizado que él llevaba. Sin embargo, después de haber terminado en vano con los periódicos antiguos que Ted le facilitó, Corrie decidió consultar el archivo Griswell.
Al parecer, el archivero solo iba por allí dos veces por semana. Ted ya le había dicho que era un imbécil sin preparación. Cuando Corrie llegó esa mañana gris de diciembre en que caían algunos copos de un cielo encapotado, encontró al archivero en la salita de la mansión, sentado detrás de un escritorio, tonteando con un iPad. Aunque en la salita no había documentos, a través de las puertas abiertas que conducían a otras estancias pudo ver estanterías metálicas del suelo al techo y archivos repletos de material.
El archivero se levantó y le tendió la mano.
—Wynn Marple —dijo.
Era un hombre de treinta y muchos años, prematuramente calvo, con coleta y barriga incipiente, pero que aún conservaba el aire seductor y decidido de un donjuán maduro.
Corrie se presentó y le explicó su misión: buscaba información de 1876 sobre las matanzas del oso grizzly y también sobre crímenes y posibles bandas en Roaring Fork.
Marple le respondió con todo lujo de detalles, pasando enseguida a lo que evidentemente era su tema de conversación favorito: él mismo. Corrie se enteró de que había formado parte del equipo olímpico de esquí que entrenaba en Roaring Fork y que por eso se había enamorado de la ciudad; de que aún era un esquiador estupendo y también un tío muy interesante fuera de la pista también; y de que bajo ningún concepto iba a dejarla entrar en los archivos sin el papeleo y las autorizaciones pertinentes, por no hablar de un campo de trabajo mucho más específico y reducido que solo él controlaba.
—Verá —le dijo—, aquí no se puede venir de pesca. Muchos de estos documentos son privados y de naturaleza confidencial, controvertida o —explicó guiñando un ojo— escandalosa.
Durante su discurso, se humedeció los labios en diversas ocasiones y paseó la mirada por el cuerpo entero de Corrie.
Ella inspiró hondo y procuró, por una vez, no convertirse en su peor enemigo. Muchos tíos no podían evitar ser unos imbéciles, y ella necesitaba aquellos archivos. Si la explicación de los asesinatos no estaba allí, probablemente se habría perdido para siempre.
—¿Estuvo en el equipo olímpico? —inquirió ella salpicando su voz de fingida admiración.
Aquello generó otra oleada de fanfarronería, que incluyó el dato de que habría ganado una medalla de bronce, pero el estado de la pista, la temperatura, los jueces… Corrie dejó de escuchar, pero siguió asintiendo con la cabeza y sonriendo.
—Qué guay —dijo ella cuando se dio cuenta de que había terminado—. Nunca había conocido a un atleta olímpico.
Wynn Marple tenía mucho más que decir sobre ese particular. A los cinco o diez minutos, ya se estaban tuteando; desesperada, Corrie había accedido a salir con él el sábado por la noche y, a cambio, había conseguido acceso completo e ilimitado al archivo.
Wynn se pegó a ella como una lapa mientras Corrie entraba en las salas elegantes aunque muy deterioradas, repletas de papeles. Para mayor desgracia, los documentos apenas se habían ordenado cronológicamente, y nadie se había molestado en clasificarlos por temas.
Mientras el de pronto entusiasta Wynn iba a por los archivos, Corrie se sentó a una mesa larga cubierta por un tapete. Finalmente empezó a clasificar los documentos. Estaban todos revueltos y mezclados; había material irrelevante y mal catalogado, y resultaba evidente que quienquiera que se hubiese encargado de archivarlos o era negligente o idiota. Al tiempo que iba clasificando un montón detrás de otro, el olor a papel en estado de descomposición y a cera vieja llenaron la sala.
Los minutos se volvieron horas. Hacía demasiado calor en aquella sala, la luz era mortecina, y empezaron a picarle los ojos. Hasta Wynn terminó hartándose de hablar de sí mismo. Los documentos estaban resecos, y el polvo parecía salir flotando de las páginas con cada movimiento. Había toneladas de escritos legales insondables, denuncias, declaraciones, notificaciones e interrogatorios; transcripciones de juicios, vistas, autos del gran jurado, mezclados con mapas, encuestas, resultados de aquilatamientos, contratos de asociaciones mineras, nóminas, inventarios, órdenes de trabajo, inútiles certificados de valores, facturas, carteles y octavillas del todo irrelevantes. De vez en cuando, la marea de documentos traía un colorido anuncio publicitario que informaba sobre la llegada de una reina del cabaré de pechos grandes o una compañía de payasos.
Muy de vez en cuando, se topaba con algún documento de leve interés: una querella criminal, la transcripción de un juicio por homicidio, carteles de SE BUSCA, registros policiales de indeseables y vagabundos sospechosos o acusados de delitos. Pero nada destacable, ninguna banda de dementes, nadie con motivo para asesinar y devorar a once mineros.
El nombre de Stafford aparecía habitualmente, sobre todo en relación con los registros de personal de la fundición y la refinería. Estos archivos eran particularmente odiosos, incluían páginas de los libros de contabilidad en las que se listaban los trabajadores muertos como si fueran maquinaria estropeada, junto a las sumas que se abonaban a las viudas y los huérfanos, y que nunca ascendían a más de cinco dólares, si bien la mayoría de las sumas se registraban como 0,00 dólares acompañadas de la anotación «No hay pago/error del trabajador». Había registros de obreros mutilados, intoxicados o heridos en el trabajo a los que se despedía sumariamente sin compensación ni recurso alguno.
—Menuda panda de desgraciados —masculló Corrie pasándole a Wynn otro lote de documentos.
En cierto momento, apareció un folleto que detuvo a Corrie.
LA TEORÍA ESTÉTICA
Conferencia a cargo de
OSCAR WILDE DE LONDRES, INGLATERRA
Aplicación práctica de los principios de la teoría estética
con observaciones sobre las bellas artes, el embellecimiento
y la decoración del hogar
TENDRÁ LUGAR EN LA GALERÍA PRINCIPAL
DE LA MINA SALLY GOODIN
EL DOMINGO 2 DE JUNIO A LAS DOS Y MEDIA DE LA TARDE
ENTRADAS A SETENTA Y CINCO CENTAVOS
Le resultó tan curioso que no pudo evitar reírse. Aquella debía de ser la conferencia en la que a Wilde le habían contado la historia de las matanzas del oso grizzly. Sujeto con un clip al folleto había un fajo de recortes de periódico, cartas y notas sobre la conferencia. Parecía absurdo que los toscos mineros de Roaring Fork pudieran haber tenido interés alguno en la teoría estética, menos aún en el acicalamiento personal o la decoración del hogar, pero, por lo visto, la conferencia había sido todo un éxito y había recibido una gran ovación. Quizá se debiera a la imagen que Wilde daba, con su extravagante vestimenta y sus afectados modales, o a su insólito talento. Los pobres mineros de Roaring Fork tenían muy pocos entretenimientos, aparte de las prostitutas y la bebida.
Hojeó rápidamente los documentos adjuntos y se topó con una divertida nota manuscrita, al parecer una carta de un minero a su esposa en el este. Carecía de puntos, comas y acentos.
Mi quirida esposa el domingo huvo una cunfirensia de Oscor Wild de Londres luego de la cunfirensia que tuvo mu buena cogida el senor Wild estubo hablando con los mineros y los obreros fue mu amable mientras esperaba pablar con el ese viejo borracho de Swinton lo agarro y se lo llevo a una parte y le contuna istoria que lo dejo palido como un fantasma prove ombre crei que siba des…
Wynn, que leía por encima del hombro de Corrie, soltó una carcajada.
—Menudo analfabeto. —Le dio un golpecito al folleto—. ¿Sabes qué? Apuesto a que esto vale dinero.
—Seguro que sí —replicó ella titubeando, y luego volvió a cogerlo todo con el clip. Por muy reveladora que fuera la carta del minero, era demasiado accesoria para merecer la inclusión en su tesis.
Dejó los documentos a un lado y pasó al siguiente archivo. Observó que, al llevarse el fajo de papeles al estante, Wynn sacaba con disimulo el folleto y lo guardaba en otro sitio. Probablemente fuera a venderlo en eBay o algo por el estilo.
Corrie se dijo que lo que hiciera no era asunto suyo. Llegó el siguiente fajo enorme, y luego el siguiente. Casi todos los documentos estaban relacionados con la extracción y el refinado de la plata, y en esta ocasión casi todo vinculado a la familia Stafford, que, a tenor de todas las pruebas, se volvía más opresiva según iban aumentando su riqueza y su poder. Al parecer, había sobrevivido bien a la crisis de 1893 e incluso había aprovechado la ocasión para hacerse con minas y concesiones a muy bajo precio. También había muchos mapas descoloridos de los distritos mineros, en los que se hallaban cuidadosamente marcadas e identificadas todas y cada una de las minas, así como los pozos y túneles. Curiosamente, en cambio, apenas había registros de las fundiciones.
Entonces un documento la detuvo en seco. Era una postal fechada en 1933 de un miembro de la familia llamado Howland Stafford a una mujer llamada Dora Tiffany Kermode. Empezaba con «Querida prima».
Kermode. Prima.
—¡Cielos! —espetó Corrie—. Esa zorra de Kermode está emparentada con la familia que explotó esta ciudad hasta dejarla seca.
—¿De quién hablas? —quiso saber Wynn.
—De Betty Kermode —dijo dándole un golpe a la postal con el dorso de la mano—, esa mujer horrible que dirige The Heights. Está emparentada con los Stafford, ya sabes, los propietarios de la fundición en los tiempos de la minería en Roaring Fork. Increíble.
Fue entonces cuando Corrie reparó en su error. Wynn Marple se incorporó. Habló en tono reprobatorio, casi de institutriz:
—La señora Kermode es una de las personas más exquisitas y elegantes de toda esta ciudad.
Corrie se apresuró a retractarse.
—Perdona. Es que… Bueno, fue ella la responsable de que me metieran en la cárcel… No sabía que fuera amiga tuya.
Aquella disculpa entrecortada pareció funcionar.
—Bueno, entiendo que puedas estar disgustada por eso, pero yo pondría la mano en el fuego por ella, de verdad que sí. Es buena gente. —Otro guiño.
Genial. En cinco horas no había encontrado nada, y ahora tenía que salir con aquel bufón. Confiaba en que fuera breve y en un sitio donde Ted no pudiera verlos. O igual podía fingirse enferma en el último momento y pedirle que la disculpara. Eso es lo que haría.
Miró el reloj. Ni loca iba a encontrar lo que buscaba en aquel infierno de papel. Por primera vez, empezó a tener la impresión de que estaba yendo más allá de sus posibilidades. Quizá Pendergast tuviera razón. Ya tenía suficiente para hacer una tesis excelente.
Se levantó.
—Mira, esto no se me está dando nada bien. Más vale que me vaya.
Wynn la siguió a la sala principal.
—Siento que no hayas tenido más éxito. Pero al menos —dijo volviendo a guiñarle el ojo— ha valido para que nos conozcamos.
Definitivamente tendría que hacerse la enferma.
Tragó saliva.
—Gracias por tu ayuda, Wynn.
Él se inclinó hacia ella, demasiado.
—Un placer.
Corrie enmudeció de repente. ¿Qué era lo que se notaba en el trasero? La mano de él. Retrocedió un paso y dio media vuelta, pero la mano siguió pegada a su trasero como una lapa, esta vez dándole un pellizquito en la nalga.
—Si no te importa —le dijo con acritud, apartándole la mano.
—Bueno… vamos a salir dentro de poco.
—¿Y eso justifica que me toquetees el culo?
Wynn parecía confundido.
—Si yo solo quería ser amable. He pensado que te gustaría. A ver, no todos los días tienes ocasión de salir con un esquiador olímpico y he supuesto…
Aquel último guiño lascivo fue la gota que colmó el vaso. Corrie lo rodeó.
—¿Esquiador olímpico? ¿Cuándo te miraste al espejo por última vez? Te diré lo que verías: a un desgraciado calvo y barrigón al que le apesta el aliento. No saldría contigo aunque fueras el último hombre sobre la tierra.
Dicho esto, dio media vuelta, cogió el abrigo y se fue. Al salir, recibió una bofetada de aire frío.
Wynn Marple se sentó a su escritorio. Le temblaban las manos y tenía la respiración agitada, entrecortada. Le costaba creer cómo lo había tratado aquella zorra, después de toda la ayuda que le había ofrecido. Era una de esas feministas que se oponían a una simple caricia cariñosa e inocente.
Estaba tan furioso, tan indignado, que notaba cómo la sangre le aporreaba la cabeza como un tamtán. Le llevó unos minutos, pero al fin fue capaz de coger el teléfono y marcar.