La última vez que Corrie había estado en la vieja comisaría victoriana, la habían tenido esposada. Aún tenía el recuerdo tan fresco que sintió una punzada al entrar, pero Iris, la recepcionista, fue amabilísima y le indicó encantada cómo llegar al despacho provisional de Pendergast en el sótano.

Descendió la sofocante escalera, pasó por delante de una ruidosa y sombría caldera y llegó a un pasillo estrecho. El despacho del fondo no tenía nombre en la puerta; llamó, y la voz de Pendergast la invitó a entrar.

El agente especial se encontraba de pie detrás de un antiquísimo escritorio metálico repleto de portaprobetas con tubos de ensayo y un preparado químico de utilidad desconocida que no paraba de bullir. El despacho no tenía ventanas, y el aire resultaba irrespirable.

—¿Esto es lo que le han dado? —preguntó Corrie—. ¡Es una mazmorra!

—Es lo que he pedido. No deseaba que me molestaran y la ubicación de este despacho es una garantía de eso. Aquí no viene nadie a importunarme, nadie.

—Aquí hace más calor que en los avernos.

—No es peor que Nueva Orleans en primavera. Como bien sabe, soy contrario al frío.

—¿Vamos a cenar?

—Para que no arruinemos la comida hablando de cadáveres y canibalismo, quizá sería preferible que primero dedicáramos unos minutos a que me ponga al día de su investigación. Siéntese, por favor.

—Desde luego, pero ¿podríamos abreviar? Yo soy contraria a los golpes de calor. —Se sentó y Pendergast hizo lo mismo.

—¿Cómo se le está dando?

—Estupendamente. Ya he terminado de examinar los restos mortales de cuatro personas, y todos revelan lo mismo: todos fueron víctimas de una banda de asesinos en serie caníbales.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Es increíble, de verdad. Pero no cabe duda. En el último esqueleto que analicé, el de Isham Tyng, encontré algo interesante. Fue uno de los primeros en morir, y sus huesos sí revelan numerosos indicios de lesiones perimortem provocadas por un animal grande y fuerte, sin duda un oso grizzly, junto con las marcas habituales de golpes, desmembramiento y canibalismo obra de seres humanos. He consultado en el periódico las crónicas de la matanza y, en este caso, la llegada de los compañeros de Tyng espantó a un oso que rondaba el cadáver. Parece evidente que el oso andaba buscando comida entre los restos de la víctima después de que lo hubiera matado la banda de caníbales. Sin embargo, este avistamiento fue lo que consolidó la idea a ojos de todos de que el asesino había sido un oso grizzly. Una suposición razonable, pero mera coincidencia.

—Excelente. La historia ya está completa. Entiendo que ya no precisa examinar ningún resto más, ¿no es así?

—No, con cuatro es suficiente. Tengo todos los datos que necesito.

—Muy bien —masculló Pendergast—. ¿Y cuándo regresa a Nueva York?

Corrie inspiró hondo.

—No voy a volver aún.

—¿Y eso por qué?

—He… decidido ampliar el alcance de mi tesis.

Esperó, pero Pendergast no reaccionó.

—En realidad la historia no está completa. Ahora que sabemos que a esos mineros los asesinaron… —Titubeó—. Bueno, voy a hacer todo lo posible por resolver los asesinatos.

Silencio absoluto de nuevo. Los ojos plateados de Pendergast se entrecerraron muy levemente.

—Mire, es un caso fascinante. ¿Por qué no seguirlo hasta el final? ¿Por qué mataron a esos mineros? ¿Quién lo hizo? ¿Y por qué cesaron los asesinatos de manera tan repentina? Hay montones de preguntas, y yo quiero encontrar las respuestas. Esta es mi oportunidad de convertir una buena tesis en una investigación extraordinaria.

—Si sobrevive —dijo Pendergast.

—Yo no creo que esté en peligro. De hecho, desde que empezaron los incendios, a mí me han ignorado. Además, nadie sabe nada de mi descubrimiento más importante, todo el mundo sigue creyendo que lo hizo el oso grizzly.

—En cualquier caso, me inquieta.

—¿Por qué? Si lo que le preocupa es la casa que estoy cuidando, está a kilómetros de distancia de las que se han quemado. Y tengo nueva compañera de cuarto, la capitana Bowdree, casualmente. No se podría pedir mejor protección que esa. Déjeme que le cuente algo: tiene una pistola calibre 45 y, créame, sabe usarla.

No mencionó las pisadas que encontró rodeando la mansión.

—No me cabe duda, pero el caso es que yo me voy a ausentar de Roaring Fork varios días, quizá más, y no podré ofrecerle mi protección. Temo que, si hurga en este caso, se meta en la boca del lobo, como se suele decir. Y, en esta pequeña y opulenta ciudad, el lobo es muy feo, de eso estoy seguro.

—¿No pensará que los ataques del pirómano están relacionados con los asesinatos de los mineros? Eso pasó hace ciento cincuenta años.

—Yo no creo nada… todavía. Pero me huelo algo muy turbio. No me agrada la idea de que se quede en Roaring Fork más tiempo del necesario. Le aconsejo que se marche en el primer avión que salga.

Corrie se lo quedó mirando.

—Tengo veinte años, y esta es mi vida. No la suya. Le agradezco mucho toda su ayuda, pero… usted no es mi padre. Me quedo.

—Me veré obligado a retirarle mi apoyo económico.

—¡Genial! —La rabia contenida de Corrie estalló de pronto—. Ha estado entrometiéndose en mi tesis desde el principio. No puede evitarlo, usted es así, pero no me gusta. ¿Es que no ve lo importante que esto es para mí? Empiezo a estar harta de que me diga lo que tengo que hacer.

Hubo un destello de algo en el rostro de Pendergast, de algo que, de no haber estado tan enfadada, Corrie habría identificado como peligroso.

—Mi única preocupación en este asunto es su seguridad. Y debo añadir que los riesgos a los que se enfrenta se ven considerablemente incrementados por su desafortunada tendencia a la impulsividad y la imprudencia.

—Si usted lo dice. Yo no pienso decir más. Y me quedo en Roaring Fork, le guste o no.

Cuando Pendergast se disponía a hablar de nuevo, ella se levantó tan bruscamente que tiró la silla y salió sin esperar a oírlo.