Era como una pesadilla incansable que te aterra una noche y vuelve a la siguiente con mayor malevolencia. Al menos eso le parecía al jefe Morris mientras recorría lo que quedaba de la casa de los Dutoit. Las ruinas candentes se hallaban en lo alto de la montaña, desde donde había unas magníficas vistas de la ciudad y del anillo circundante de picos nevados. Casi no podía soportarlo, volver a caminar por los mismos pasillos acordonados, percibir el mismo hedor a madera, plástico y goma quemados, ver las paredes carbonizadas y los charcos de cristales derretidos, las camas calcinadas y los sanitarios hechos pedazos por el calor. Y luego estaban las cosas pequeñas que habían sobrevivido por alguna extraña razón: un vaso, un frasco de perfume, un osito de peluche empapado y un póster de la película Banda de marcha, la más famosa de Dutoit, aún sujeto con chinchetas a una pared destrozada.
Los bomberos necesitaron casi toda la noche para extinguir el fuego y reducirlo a aquella pila de restos encharcados y humeantes. Los especialistas de criminalística y el forense habían entrado al amanecer y habían identificado a las víctimas lo mejor que habían podido. No se habían quemado tanto como los Baker, lo que resultaba aún más horroroso. Al menos, pensó el jefe Morris, esta vez no tenía que lidiar con Chivers, que ya había recorrido el escenario del crimen y se había ido a preparar su informe, un informe en el que Morris confiaba muy poco. A su juicio, a Chivers aquello le quedaba muy grande.
Sin embargo, agradecía la presencia de Pendergast. Aquel hombre le producía una extraña tranquilidad, pese a sus excentricidades, y aunque a todos los demás les desconcertara su presencia. Pendergast iba por delante de Morris, con su inapropiado traje negro, su bufanda blanca de seda y el mismo sombrero raro en la cabeza, silencioso como una tumba. Densas nubes de invierno ocultaban el sol, y la temperatura en el exterior de la casa en ruinas rondaba los diez grados bajo cero. Dentro, en cambio, el calor residual y las columnas de vapor generaban un microclima húmedo y pestilente.
Por fin llegaron a la primera víctima, que el forense había identificado provisionalmente como la propia señora Dutoit. Los restos parecían una especie de feto gigante ennegrecido y alojado entre un montón de muelles, planchas metálicas, tornillos, clavos de moqueta y capas de guata quemada, con trozos de plástico y alambre derretido por todas partes. El cráneo estaba entero, la mandíbula, abierta en un grito congelado, los brazos, carbonizados hasta el hueso, los huesos de los dedos, apretados, y el cuerpo, replegado sobre sí mismo por el calor.
Pendergast se detuvo y pasó un buen rato mirando a la víctima sin más. No sacó pequeños tubos de ensayo, ni pinzas, ni tomó muestras. Se limitó a mirar. Luego, despacio, rodeó aquella cosa horrenda. Sacó una lupa de bolsillo y la usó para mirar con detenimiento trazas de plástico y otros materiales carbonizados, oscuros puntos de interés. Mientras hacía esto, cambió la dirección del viento y al jefe Morris le llegó de pronto un fuerte hedor a carne asada, que le produjo una arcada instantánea. Por Dios, que se diera prisa Pendergast.
Al fin, el agente del FBI se levantó y prosiguió la inspección de la gigantesca ruina, lo que les condujo inexorablemente a la segunda víctima, la niña. Aquello fue aún peor. El jefe se había saltado deliberadamente el desayuno por si acaso y tenía el estómago vacío, pero, aun con todo, notaba que las tripas se le volvían del revés.
La víctima, la hija de Dutoit, Sallie, tenía diez años. Iba al colegio con la hija de Morris. Las dos niñas no eran amigas; Sallie era bastante retraída, y no era de extrañar, con la madre que tenía. Cerca ya del cadáver, el jefe se atrevió a echar un vistazo. El cuerpo de la niña estaba sentado, quemado solo por un lado. La habían esposado a las tuberías de debajo de un lavabo.
Sintió la primera arcada, que fue como un golpe de hipo, luego otra, y apartó la mirada enseguida.
Una vez más, Pendergast se dedicó a examinar los restos un tiempo que a Morris se le hizo eterno. El jefe no alcanzaba a comprender cómo podía hacerlo. Sintió otra arcada y trató de pensar en algo distinto, lo que fuera, para poder controlarse.
—Es tan desconcertante —dijo Morris, más para distraerse que por cualquier otra razón—. No lo entiendo.
—¿En qué sentido?
—Cómo… bueno, cómo elige el asesino a sus víctimas. Es decir, ¿qué tienen en común las víctimas? Parece todo tan aleatorio.
Pendergast se incorporó.
—El escenario del crimen es desde luego un desafío. Tiene razón en que las víctimas son aleatorias. Sin embargo, los ataques no lo son.
—¿Cómo es eso?
—El asesino, o asesina, porque la etiología de los ataques todavía no ha determinado el sexo, no ha elegido a sus víctimas, sino las casas.
El jefe frunció el ceño.
—¿Las casas?
—Sí. Ambas casas tienen algo en común: son espectacularmente visibles desde la ciudad. La próxima casa será, sin duda, igual de conspicua.
—¿Insinúa que las ha elegido para llamar la atención? Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Para mandar un mensaje, quizá. —Pendergast se apartó—. Volviendo al asunto que nos ocupa, el escenario del crimen es ante todo interesante por lo que revela de la forma de pensar del asesino. —Pendergast hablaba despacio mientras miraba alrededor—. El autor de los hechos parece encajar en la definición de Millon de la personalidad sádica del subtipo «explosivo». Busca medidas de control extremas; obtiene placer, quizá incluso placer sexual, del intenso sufrimiento de otros. Este desorden se presenta de forma violenta en un individuo que, por lo demás, parece normal. En otras palabras, la persona que buscamos podría ser un miembro corriente y productivo de la comunidad.
—¿Cómo puede saber eso?
—Por mi reconstrucción del crimen.
—¿Y cuál es?
Pendergast volvió a echar un vistazo a las ruinas antes de posar sus ojos en el jefe Morris.
—Para empezar, el autor de los hechos entró por una ventana de la planta de arriba.
El jefe se contuvo de preguntarle a Pendergast cómo había deducido eso, sobre todo teniendo en cuenta que no quedaba nada de la segunda planta.
—Eso lo sabemos porque las puertas de la casa eran inmensas y la llave estaba echada en todas, algo que era de esperar, dado el miedo generado recientemente por el primer incendio y, quizá, por el relativo aislamiento de la vivienda. Además, los ventanales de la primera planta son de encapsulado múltiple con vidrio carísimo de acristalamiento triple y revestimiento de aluminio anodizado, con acabados en roble. Los ventanales correderos que he examinado tenían todos el seguro puesto, y es de suponer que las demás ventanas también estaban cerradas y aseguradas, dadas las bajas temperaturas y, como he dicho, el miedo generado por el primer ataque. Un ventanal de esas características es extremadamente difícil de romper y cualquier intento de hacerlo produciría mucho ruido y llevaría mucho tiempo. Habría alertado a las ocupantes de la casa. Alguien habría llamado a la policía o pulsado el botón de emergencias del sistema de alarma con que estaba equipada la casa. Pero a las dos víctimas las pillaron desprevenidas, arriba, probablemente dormidas. Las ventanas de la planta de arriba eran menos robustas, con doble acristalamiento y, además, no todas tenían el seguro puesto, como demuestra esta de aquí. —Pendergast señaló un rastro de ceniza y metal a sus pies—. Por lo que concluyo que el asesino entró y salió por las ventanas de arriba. Sometió a las dos víctimas y luego las llevó abajo para el… desenlace.
Al jefe Morris le costaba concentrarse en lo que Pendergast estaba diciendo. El viento había vuelto a cambiar, y Morris respiraba diligentemente por la boca.
—Esto nos indica no solo el estado de ánimo del asesino, sino también algunas de sus características físicas. Se trata sin duda de una persona atlética, quizá con cierta experiencia en escalada o algún otro entrenamiento intenso.
—¿Experiencia en escalada?
—Mi querido jefe, se deduce directamente del hecho de que no hay indicios de que se usara una escalera o una cuerda.
Morris tragó saliva.
—¿Y del… sadismo «explosivo»?
—A la mujer, Dutoit, la ató con cinta americana al sofá de la planta baja. La cinta envolvió del todo el sofá, algo trabajoso, e inmovilizó a la víctima por completo. Parece ser que la roció de gasolina y la quemó viva. Lo más significativo es que esto lo hizo sin amordazar a la víctima.
—¿Y eso qué significa?
—Que el autor de los hechos quería hablar con ella, oírla suplicar que le perdonara la vida y, después de iniciado el fuego, oírla gritar.
—Dios bendito.
Morris recordó la voz estridente de Dutoit en la rueda de prensa. Sintió otra arcada.
—Pero el sadismo patente aquí —prosiguió Pendergast señalando con delicadeza los restos de la niña muerta— es todavía más extremo.
El jefe no quería saber más, pero Pendergast continuó.
—A esta niña no la rociaron de gasolina. Eso habría sido demasiado rápido para nuestro asesino. En su lugar, inició un fuego a la derecha de donde ella estaba y dejó que la fuera acorralando. Si observa las tuberías a las que esposó a la víctima, verá que están dobladas. La niña tiró de ellas con todas sus fuerzas en un intento de escapar.
—Ya veo.
Morris ni siquiera hizo el conato de mirar.
—Pero observe en qué dirección están dobladas.
—Dígamelo usted —le pidió Morris tapándose la cara, incapaz de soportarlo más.
—Están dobladas en la dirección del fuego.
Se hizo el silencio.
—Perdone —se excusó el jefe—, no lo entiendo.
—De lo que fuese que intentaba huir la niña era aún peor que el fuego.