Al entrar en la biblioteca vacía, a Corrie le pareció menos alegre que antes, más funesta. Quizá fuese porque una atmósfera de aciago destino parecía haber caído sobre la ciudad, o tal vez fuera solo por las negras nubes de tormenta que se amontonaban encima de las montañas, amenazando nieve.

Stacy Bowdree, que la seguía a la sección de historia, silbó en voz baja.

—Madre mía, sí que hay dinero en esta ciudad.

—Sí, pero aquí no viene nunca nadie.

—Están demasiado ocupados comprando.

Comprobó que Ted, sentado a su escritorio al otro lado de la sala, abandonaba su lectura y se levantaba a saludarlas. Llevaba una camiseta ajustada y tenía un aspecto estupendo, y Corrie notó que el corazón se le alborotaba inesperadamente. Tomó aliento y le presentó a Stacy.

—¿Qué toca hoy, señoritas? —preguntó Ted lanzándole una mirada apreciativa de arriba abajo a Stacy.

Corrie debía admitir que la capitana era una mujer imponente que a cualquier hombre le gustaría mirar, pero, aun con todo, tanta atención la inquietó.

—Asesinato y mutilación —dijo Corrie—. Queremos todos los artículos sobre asesinatos, ahorcamientos, robos, vigilancia vecinal, tiroteos, disputas familiares… En resumen, todo lo malo sucedido durante el período de las matanzas del oso grizzly.

Al oír esto, Ted rio.

—Prácticamente cualquier número del viejo Roaring Fork Courier tendrá artículos sobre algún tipo de delito. Era una ciudad popular por entonces, un sitio auténtico, no como ahora. ¿Por qué números queréis empezar?

—El primer asesinato del grizzly fue en mayo de 1876, así que deberíamos empezar por el 1 de abril de 1876 y seis meses más a partir de ahí.

—Muy bien —respondió Ted.

Corrie observó que a Ted los ojos se le iban periódicamente hacia Stacy, y no solo a la cara. Sin embargo, la capitana parecía ajena a sus miradas, o quizá ya estuviera acostumbrada debido a sus años en el ejército.

—Los periódicos antiguos están todos digitalizados. Os pondré en un par de terminales y os explicaré lo que hay que hacer. —Hizo una pausa—. Menudo lío hay hoy en la ciudad.

—Sí —contestó Corrie.

Lo cierto era que, salvo por el tráfico, no se había fijado mucho.

—Es como en Tiburón.

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo se llamaba la ciudad aquella… Amity? Pues eso, que los turistas se marchaban en tropel. Eso es lo que está ocurriendo aquí. ¿No os habéis fijado? De repente, las pistas de esquí están desiertas, los hoteles se están vaciando. Hasta los que tienen aquí su segunda vivienda se están preparando para irse. Dentro de uno o dos días, solo quedará la prensa. Es de locos.

Tecleó en dos terminales contiguos y luego se irguió.

—Vale, ya los tenéis listos. —Les enseñó a manejar el equipo. Hizo una pausa—. Entonces, Stacy, ¿cuándo has llegado?

—Hace cuatro días. Pero he procurado pasar desapercibida, no quería causar mucho alboroto.

—Cuatro días. ¿Un día antes del primer incendio?

—Supongo que sí. Me enteré a la mañana siguiente.

—Espero que disfrutes de nuestra pequeña ciudad. Es un sitio divertido, cuando se es rico.

Rio, le guiñó un ojo y, para alivio de Corrie, volvió a su escritorio. ¿Estaba celosa? No era de su propiedad, hasta había declinado su invitación a ver su piso.

Se dividieron la búsqueda por fechas: Corrie se quedó con los tres primeros meses y Stacy con los tres últimos. Se hizo el silencio, solamente roto por el suave golpeteo de los dedos en los teclados.

Entonces Stacy silbó con suavidad.

—Escucha esto:

QUERÍAN A LA MISMA CHICA

Y se batieron en duelo por ella a la luz de una antorcha

AMBOS HOMBRES LITERALMENTE HECHOS JIRONES

Los dos pretendientes de Ohio se citan a medianoche y, a la luz de una antorcha, proceden a atacarse el uno al otro con espadas y cuchillos hasta que ambos quedan inconscientes. Uno de los rivales se pone en pie, atraviesa a su adversario con la espada y le causa una herida mortal. La dama, la señorita Williams, se encuentra postrada de dolor por la terrible reyerta.

—Qué cosa más rara —dijo Corrie confiando en que Stacy no fuera a leer en voz alta todas las historias estúpidas que se fuera encontrando. Le había costado mucho aceptar la oferta de Stacy de echarle una mano.

—Me encanta eso: «postrada de dolor». Seguro que se empapó los pololos con la «reyerta».

La crudeza del comentario asombró a Corrie, aunque quizá así fuera como hablaban en el ejército.

Mientras ojeaba los titulares, se dio cuenta de que Ted tenía razón: Roaring Fork, al menos en el verano de 1876, era una ciudad sangrienta. Había prácticamente un asesinato a la semana, y apuñalamientos y tiroteos a diario. Había asaltos a diligencias en el paso de Independence, disputas por las concesiones mineras, frecuentes asesinatos de prostitutas, robos de caballos y ahorcamientos de justicieros. La ciudad estaba infestada de tahúres, estafadores, ladrones y asesinos. Además, había una brecha económica inmensa: unos pocos se hacían ricos y se construían mansiones palaciegas en Main Street mientras la mayoría vivía en pensiones atestadas, cuatro o cinco personas hacinadas en un cuarto, y en campamentos atiborrados de porquería, ratas y mosquitos. Un racismo despreocupado y generalizado lo infectaba todo. Un extremo de la ciudad, conocido como «campamento chino», estaba poblado por los llamados «culis», a los que se discriminaba de forma horrible. También había una «ciudad negra». Además, el periódico registraba un sórdido campamento en un cañón próximo ocupado por «un grupo de borrachos y desgraciados pieles rojas, tristes restos de los yutas de antaño».

En 1876, la ley apenas había llegado a Roaring Fork. Casi toda la «justicia» la impartían misteriosos justicieros. Si un borracho provocaba un tiroteo o una pelea a cuchillo en una cantina una noche, al autor de los hechos se lo encontraban a la mañana siguiente ahorcado en un álamo a la salida de la ciudad. Los cadáveres se dejaban colgados durante días para que los vieran los recién llegados. En una semana de mucho jaleo, podía haber dos, tres y hasta cuatro cuerpos colgados del árbol y «los gusanos iban cayendo de ellos», como escribía un reportero con deleite. Los periódicos estaban repletos de crónicas pintorescas y monstruosas: una disputa entre dos familias que había terminado con la exterminación completa de todos sus miembros salvo un hombre; un ladrón de caballos tan obeso que la horca lo decapitó; un hombre que se volvió loco tras sufrir, como decía uno de los diarios, «una tormenta cerebral» y, creyéndose Dios, se parapetó en un prostíbulo y procedió a matar a la mayoría de las chicas para librar a la ciudad del pecado.

El trabajo en las minas era horrible; los mineros descendían antes del amanecer y subían después de que se pusiera el sol, seis días a la semana, de modo que solo veían la luz solar los domingos. Los accidentes, los derrumbes y las explosiones eran corrientes. Pero era aún peor en los molinos de extracción del mineral y en los hornos de fundición. Allí, en una gran operación industrial, unos «cuños» metálicos gigantes que pesaban muchas toneladas pulverizaban el mineral de plata. Trituraban literalmente el mineral, golpeando día y noche, y produciendo un incesante estruendo que sacudía a la ciudad entera. El polvillo resultante se vertía en unos enormes depósitos metálicos con agitadores mecánicos y planchas moledoras que lo reducían a una pasta fina; después, se añadía mercurio, sal y sulfato de cobre. El caldo resultante se cocinaba y removía durante días, al calor de unos enormes hervidores de carbón que escupían humo. Como la ciudad estaba en un valle rodeado de montañas, el humo del carbón generaba una especie de niebla londinense que impedía que se viera el sol durante días. Los que trabajaban en el molino y en la fundición lo tenían peor que los mineros, pues a menudo morían escaldados por las ráfagas de vapor de las tuberías y las calderas, asfixiados por vapores nocivos o terriblemente lisiados por la pesada maquinaria. No había leyes de seguridad, ni normativas sobre horarios o pagas, ni sindicatos. Si a un hombre lo mutilaba una máquina, lo despachaban de inmediato sin siquiera un día extra de sueldo, lo abandonaban a su propia suerte. Los trabajos peores y más peligrosos se los daban a los culis chinos, de cuyas muertes frecuentes se informaba en la contraportada de los periódicos en el mismo tono displicente con que se podía informar de la muerte de un perro.

Corrie notó que se indignaba cada vez más según iba leyendo sobre la injusticia, la explotación y la crueldad sin reparos perpetrada por las compañías mineras en la búsqueda de su propio beneficio. Lo que más le sorprendió, sin embargo, fue enterarse de que habían sido los Stafford, una de las familias de filántropos más respetadas de Nueva York, célebre por el Stafford Museum of Art y el poderoso Stafford Fund, quienes habían hecho fortuna originalmente durante el boom de la plata de Colorado como promotores financieros del molino y la fundición en Roaring Fork. Sabía que la familia Stafford había hecho mucho bien con su dinero a lo largo de los años, por lo que el despreciable origen de su fortuna resultaba todavía más asombroso.

—Qué sitio este —comentó Stacy interrumpiendo el hilo de pensamiento de Corrie—. No tenía ni idea de que Roaring Fork fuera semejante infierno. Y ahora mira, ¡la ciudad más rica del país!

Corrie negó con la cabeza.

—Paradójico, ¿verdad?

—Cuánta violencia y cuánta miseria.

—Cierto —convino Corrie, y añadió en voz baja—, aunque no encuentro nada que pudiera apuntar a una banda de caníbales asesinos en serie.

—Yo tampoco.

—Pero las pistas deben de andar por ahí en algún sitio. Tiene que haberlas. Hay que encontrarlas.

Stacy se encogió de hombros.

—¿Crees que podrían haber sido esos indios yuta asentados en el cañón? Tenían un buen motivo: los mineros les habían robado sus tierras.

Lo meditó. Según había leído, por esa época, los yutas White River y Uncompahgre se habían estado enfrentando a los blancos que iban empujándolos hacia el oeste por las Montañas Rocosas. El conflicto culminó en la guerra de los White River en 1879, con la que se expulsó definitivamente a los yutas de Colorado. Podría ser que algunos de los indios implicados en el conflicto se hubieran abierto paso hacia el sur y se hubieran vengado de los mineros de Roaring Fork.

—Ya lo había pensado —dijo Corrie al rato—. Pero a los mineros no les arrancaron la cabellera, como era costumbre entre los indios. Cuando se arranca el cuero cabelludo, queda una marca muy característica. Además, tengo entendido que los yutas sentían verdadera aversión por el canibalismo.

—También los blancos. Igual no les arrancaron la cabellera para ocultar su identidad.

—Puede. Pero los asesinatos fueron cometidos con gran habilidad. Lo que quiero decir —añadió Corrie precipitadamente— es que no fueron criminales descuidados ni desorganizados. No debía de ser fácil atacar por sorpresa a un astuto y curtido minero al cuidado de su concesión. No creo que un triste campamento de yutas pudiera haber perpetrado esos asesinatos.

—¿Y los chinos? Me asombra lo espantosamente mal que los trataban. Era como si los consideraran infrahumanos.

—También había pensado en eso, pero, si el motivo era la venganza, ¿por qué iban a comérselos?

—Quizá fingieron que se los comían para que pareciera que había sido cosa de un oso.

Corrie negó con la cabeza.

—Mi análisis revela que de verdad consumieron la carne, cruda. Y otra pregunta: ¿por qué pararon de repente? ¿Qué objetivo habían cumplido, si es que tenían alguno?

—Muy buena pregunta, pero es la una de la tarde y, no sé tú, pero yo tengo tanta hambre que podría comerme un par de mineros yo también.

—Vamos a comer.

Cuando se levantaban para irse, Ted se acercó.

—Oye, Corrie —empezó—, quería preguntarte ¿qué te parece si cenamos juntos esta noche? No habrá problema para conseguir una reserva —dijo pasándose los dedos por su alborotado pelo castaño y mirándola sonriente.

—Me encantaría —contestó, agradecida de que Ted, pese a la atención que le había dedicado a Stacy, siguiera interesado en ella—, pero, en principio, voy a cenar con Pendergast.

—Ah, bueno. En otra ocasión, entonces. —Sonrió, pero Corrie observó que no era del todo capaz de ocultar que se sentía dolido. Le recordó a un cachorrillo y sintió una punzada de culpa. Aun así, Ted se volvió resuelto a Stacy y, con un guiño, le dijo—: Encantado de conocerte.

Mientras se enfundaban los abrigos y salían al frío aire invernal, Corrie se preguntó adónde podría conducirla otra cita con Ted. Lo cierto era que hacía mucho tiempo que no tenía novio, y en su cama de la mansión de Ravens Ravine hacía muchísimo frío.