Betty B. Kermode dio un sorbo a su taza de té Earl Grey y contempló Silver Queen Valley desde el ventanal de su salón. Su casa, situada en la cima de la montaña, la mejor parcela de todo el complejo de The Heights, contaba con unas vistas espectaculares, con las montañas contiguas, que se alzaban imponentes hacia la divisoria continental, y los altísimos picos del monte Elbert y el monte Massive, el más alto y el segundo más alto, respectivamente, de Colorado, meras sombras a esa hora de la noche. La casa en sí era bastante modesta (pese a lo que se daba por supuesto, no era una mujer ostentosa), una de las más pequeñas de toda la urbanización, de hecho. Además, era más tradicional que las otras, hecha de piedra y cedro a una escala relativamente íntima; a ella no le iba ese estilo ultracontemporáneo posmoderno.

El ventanal le proporcionaba también una vista excelente del almacén de materiales. Había sido desde ese mismo ventanal desde el que, no hacía siquiera dos semanas, había visto encenderse una luz sospechosa en aquel almacén a altas horas de la noche. Supo de inmediato quién estaba allí y tomó medidas.

La taza tintineó en el plato cuando la dejó en la mesa para servirse otra. Resultaba difícil beberse una taza de té decente a dos mil quinientos metros de altitud, donde el agua hervía a noventa grados, y jamás conseguía acostumbrarse al insípido sabor, independientemente de la clase de agua mineral que usara, el rato que dejara remojar el té o la cantidad de bolsitas que pusiera. Frunció con fuerza los labios mientras le echaba leche y un toque de miel, lo removía y se lo bebía a sorbitos. La señora Kermode era abstemia desde siempre no por razones religiosas, sino porque su padre había sido un alcohólico maltratador y ella asociaba la bebida a la fealdad e, incluso peor, a la pérdida de control. Kermode había hecho del control el centro de su vida.

Y ahora estaba furiosa, secreta pero rabiosamente furiosa, por la humillante interferencia en su control absoluto de aquella chica y de su amigo del FBI. En la vida le había pasado nada semejante y jamás lo olvidaría, menos aún lo perdonaría.

Le dio otro trago al té. The Heights era el enclave más cotizado de Roaring Fork. En una ciudad atestada de vulgares nuevos ricos, era una de las urbanizaciones con más solera. Representaba el buen gusto, la estabilidad de un brahmán y cierto tufillo a superioridad aristocrática. Sus socios y ella no habían permitido que perdiera su lustre, como solía ocurrirles a otras urbanizaciones de los años setenta asentadas en estaciones de esquí. El nuevo club balneario constituiría una parte esencial de su esfuerzo por mantener joven el complejo, y la apertura de la Fase III, con parcelas de catorce hectáreas a un precio mínimo de 7,3 millones de dólares, prometía ser una fabulosa inyección de capital para los primeros inversores. Ojalá todo aquel asunto del cementerio se resolviera. El artículo de The New York Times había sido un fastidio, pero no era nada comparado con las indiscretas travesuras de Corrie Swanson.

La muy zorra. Era culpa suya. Y lo pagaría caro.

Kermode se acabó el té, dejó la taza en la mesa, inspiró hondo y luego cogió el teléfono. Era tarde en Nueva York, pero Daniel Stafford era un trasnochador y aquella era, por lo general, la mejor hora para localizarlo.

Contestó al segundo tono; por la línea le llegó su suave voz aristocrática.

—Hola, Betty. ¿Qué tal va el esquí?

Sintió una punzada de indignación. Sabía perfectamente que no esquiaba.

—Me han dicho que va fenomenal, Daniel. Pero no te he llamado para intercambiar cumplidos.

—Lástima.

—Tenemos un problema.

—¿El incendio? Solo es un problema si no atrapan a ese tipo, pero lo harán. Confía en mí. Para cuando la Fase III se haga pública en internet, ya irá camino de la silla eléctrica.

—No te llamo por lo del incendio, sino por esa chica. Y por el metomentodo del agente del FBI. He oído decir que ha conseguido que tres descendientes más le den permiso para analizar los huesos de sus antepasados.

—¿Y cuál es el problema?

—¿Cómo que cuál es el problema? Ya es bastante fastidio que esa capitana Bowdree se haya presentado aquí en persona, aunque ha llegado a mis oídos que al menos ella quiere enterrar los restos de su antepasado en otro sitio. Daniel, ¿y si esos descendientes exigen que se vuelva a enterrar a sus antepasados en el cementerio original? ¡Hemos invertido cinco millones de dólares en esa obra!

—Vamos, vamos, Betty, cálmate. Por favor. Eso no va a pasar. Si alguno de los supuestos descendientes toma medidas legales, cosa que no han hecho aún, nuestros abogados los tendrán años enredados. Tenemos el dinero y la influencia necesarios para que este caso no termine de resolverse jamás.

—No es solo eso. Me preocupa adónde les pueda llevar todo esto, tú ya me entiendes.

—Esa chica no hace más que examinar los huesos y, cuando haya terminado, se acabó. Su trabajo no le va a conducir a donde temes que le conduzca. ¿Cómo podría? Además, si descubriera algo, créeme, ya nos encargaríamos de ello. Tu problema, Betty, es que eres como tu madre: te preocupas demasiado y alimentas la rabia. Prepárate un martini y déjalo estar.

—Eres repulsivo.

—Gracias. —Rio—. ¿Sabes qué voy a hacer? Para que te tranquilices, voy a pedirle a mi gente que indague en su pasado a ver si encuentra algo turbio. De la chica, del agente del FBI… ¿De alguien más?

—De la capitana Bowdree. Por si acaso.

—Estupendo. Recuerda que solo lo hago para cubrirnos las espaldas. Probablemente no tengamos que utilizarlo.

—Gracias, Daniel.

—Por ti lo que sea, mi querida prima Betty.