Corrie aparcó su Ford Focus de alquiler en la extensa entrada del 1 de Ravens Ravine Road (es decir, la mansión de los Fine) y se quedó pensativa. Era casi medianoche, y la enorme luna pálida, baja en el cielo, volvía los pinos azules y los hacía contrastar con el lecho cremoso de nieve blanca, rayada por las sombras. Nevaba levemente y, en aquel valle en forma de cuenca al borde de un barranco, la sensación era como estar dentro de una esfera de nieve vuelta boca abajo. En la parte delantera de la casa, las seis puertas del garaje se clavaban en el suelo de cemento como enormes dientes grises. Apagó el motor (por alguna extraña razón, Fine no le dejaba usar el garaje) y salió del coche. Se acercó a la puerta más próxima, se quitó el guante e introdujo el código. Entonces, mientras el portón se levantaba sobre sus guías metálicas, Corrie se volvió de pronto e hizo un aspaviento.

Allí, en la sombra a un lado del garaje, había una figura. Al principio no lograba distinguir lo que era, pero, a la escasa luz del piloto del motor del portón, logró discernir el cuerpo de un perrito temblando en la oscuridad.

—¡Anda! —exclamó arrodillándose a su lado—. ¿Qué haces tú aquí?

El perro se acercó gimoteando y le lamió la mano. Era un chucho, mezcla de perro de caza y spaniel, con las orejas caídas, enormes y tristes ojos pardos y manchas blancas en la piel. No llevaba collar.

—No te puedes quedar ahí fuera —le dijo—. Ven dentro.

El perro la siguió entusiasmado al garaje. Corrie se acercó a un panel de botones y pulsó el que correspondía a la puerta por la que había entrado. El garaje estaba vacío, una absurda extensión de hormigón. Fuera, oyó el silbido del viento que azotaba los árboles. ¿Por qué demonios no podía aparcar allí?

Miró al perro, que la observaba desde abajo, meneando la cola con una expresión de desmedida esperanza en los ojos. Que le dieran al señor Fine; el perro se quedaba.

Esperó a que el portón del garaje se cerrara del todo, abrió la puerta de la casa y entró. Dentro hacía casi tanto frío como fuera. Pasó por un lavadero con máquinas lo bastante grandes como para lavar la ropa de un regimiento y por una despensa mayor que todo el piso de su padre, y llegó al pasillo que recorría la mansión entera. Continuó, con el perro detrás, por el corredor, que doblaba una, dos veces, siguiendo los contornos del barranco, dejando atrás habitaciones inmensas repletas de muebles vanguardistas de aspecto incómodo. El propio pasillo estaba lleno de estatuas africanas, todas con la tripa enorme, el rostro alargado y furioso y unos ojos tallados que parecían seguirla al pasar. Los altos ventanales de las diversas estancias a su izquierda no tenían cortinas, y la luz intensa de la luna producía sombras esqueléticas en las pálidas paredes.

La noche anterior, la primera que había pasado en la casa, Corrie había echado un vistazo tanto a la segunda planta como al primer sótano para familiarizarse con la distribución del resto de la vivienda. La planta superior estaba compuesta por un enorme dormitorio de matrimonio con baño doble y armarios con vestidor, otros seis cuartos sin amueblar y numerosos baños para invitados. En el sótano principal, había un gimnasio, una bolera de dos pistas, una sala de máquinas, una piscina con tobogán —vacía— y varias zonas de almacenamiento. Resultaba inmoral que pudiera haber una casa tan grande, o tan vacía.

Por fin llegó al final del pasillo y a la puerta que conducía a sus modestos aposentos. Entró, cerró la puerta y encendió el calefactor de la habitación que había elegido como propia. Sacó un par de cuencos del armario e improvisó para el perro una cena de agua y galletitas saladas con cereales; al día siguiente, si no daba con el dueño, le compraría pienso para mascotas.

Observó al pequeño animal marrón y blanco comer vorazmente. El pobre estaba muerto de hambre. Aunque fuera un chucho, era adorable, con aquella mata de pelo rebelde que le caía por los ojos. Le recordaba a Jack Corbett, un niño al que había conocido en los últimos años de colegio, cuando vivía en Medicine Creek. El pelo le caía por la cara del mismo modo.

—Te vas a llamar Jack —le dijo mientras este la miraba meneando la cola.

Pensó por un instante en prepararse una infusión, pero estaba demasiado cansada, así que fregó los platos, se puso rápidamente el pijama y se metió entre las sábanas gélidas. Oyó el golpeteo de las uñas del perro, que entró en el dormitorio y se instaló en el suelo a los pies de la cama.

Poco a poco, gracias al calor corporal y al pequeño calefactor con la temperatura al máximo, dejó de estar helada. Decidió no leer; prefería gastar electricidad en calefacción que en luz. Había ido aumentando gradualmente el gasto de energía, a ver si Fine se quejaba.

Le vino a la mente su cita con Ted. Era serio, y divertido, y simpático, aunque un poco bobo; claro que se suponía que los obsesos del esquí lo eran. Guapo, bobo y despreocupado. Pero no era un vivalavirgen, tenía principios. También era idealista. Admiraba su independencia, el que hubiera sido capaz de dejar la magnífica casa de sus padres por un piso pequeño en el centro.

Se puso de lado y poco a poco empezó a tener sueño. Ted estaba bueno, y encima era un tío simpático, pero ella quería conocerlo un poco mejor antes de…

En alguna parte, en algún rincón lejano de la casa, se produjo un estruendo.

Se incorporó en la cama, completamente despierta al instante. ¿Qué demonios había sido eso?

Permaneció inmóvil. La única luz de la habitación venía de las bobinas incandescentes del calefactor. Sentada, escuchando con atención, pudo oír, levemente, el aullido lastimero del viento que soplaba en el valle angosto.

No había nada más. Debía de haber sido una rama muerta que la ventisca había arrancado y estampado contra el tejado.

Despacio, volvió a meterse en la cama. Ya consciente del viento, escuchó su leve murmullo y rugido mientras ella yacía en la oscuridad. Pasados unos minutos, volvió a sentir que se quedaba dormida. Repasó sus planes para el día siguiente. Su análisis del esqueleto de Bowdree ya casi estaba terminado y, si quería que su teoría progresara, tendría que lograr el permiso para examinar algunos restos más. Pendergast, claro, se había ofrecido a hacerlo y, con lo metomentodo que era, seguro que…

«Metomentodo». ¿Por qué había usado esa palabra?

Y, ahora que reflexionaba, ¿por qué solo pensar en Pendergast, de pronto, por primera vez desde que lo conoció, le fastidiaba tanto? Después de todo, la había librado de una condena de diez años de cárcel. Había salvado su carrera. Había pagado sus estudios, básicamente la había puesto en el buen camino.

Si era sincera consigo misma, debía reconocer que no tenía nada que ver con Pendergast, sino con ella. Aquel montón de esqueletos era un gran proyecto, y una increíble oportunidad. Le producía cierto recelo la idea de que otra persona entrara en él y le robara parte del protagonismo. Y Pendergast, sin querer, era muy capaz de hacer eso precisamente. Si se llegaba a sospechar siquiera que él la había ayudado, todos supondrían que, en realidad, lo había hecho él y desestimarían la contribución de ella.

Su madre había disfrutado remarcándole, una y otra vez, que era una perdedora. Sus compañeros de clase en Medicine Creek la tildaban de monstruo, de cero a la izquierda. Hasta ahora, jamás se había dado cuenta de lo mucho que significaba para ella lograr algo importante…

Otra vez el ruido. Pero aquel no era el estruendo de una rama de árbol golpeando el tejado. Era una especie de leve chirrido procedente de algún lugar no muy lejos de su cuarto, suave, casi sigiloso.

Corrie escuchó. Quizá fuera el viento, que hacía que alguna rama de pino rozara la fachada. Pero, si era el viento, el sonido era terriblemente regular.

Apartó la ropa de la cama, se levantó e, ignorando el frío, se quedó de pie en el dormitorio a oscuras, escuchando.

Ras. Ras. Ras. Ras. Ras.

A sus pies, Jack gimoteó.

Salió al pequeño vestíbulo, encendió la luz, abrió la puerta que llevaba a la mansión propiamente dicha y se paró de nuevo a escuchar. El ruido parecía haber cesado. No, ahí estaba otra vez. Daba la impresión de que venía del lado del barranco, quizá del salón.

Recorrió aprisa el pasillo, sembrado de sombras y resonancias, y se metió en el cuarto de seguridad. Los distintos dispositivos estaban encendidos, con sus clics y sus zumbidos, pero la pantalla plana estaba apagada. La encendió. Apareció enseguida una imagen, la cámara uno, la que aparecía por defecto y mostraba la entrada al edificio, en ese momento vacía.

Pulsó el botón que dividía la pantalla en varias más pequeñas y estudió las imágenes de las diversas cámaras. Dos, cuatro, nueve, dieciséis…, y allí, en la ventana de la cámara nueve, la vio: una M roja con un círculo alrededor.

«M de movimiento».

Rápidamente pulsó el botón correspondiente a la cámara nueve. La imagen llenó la pantalla; se veía la puerta trasera, que iba de la cocina a la inmensa terraza de madera con vistas al barranco. La M era más grande ahí, pero ya no había movimiento, nada que ella pudiera distinguir. Escudriñó la imagen pixelada. Nada.

¿Cómo demonios era lo que le había explicado Fine? Cuando una cámara registraba movimiento, grababa la escena en un disco duro a partir del minuto antes de que se detectara el movimiento hasta un minuto después de que cesara.

Pero ¿qué movimiento habría activado la cámara nueve?

No podía ser el viento sacudiendo las ramas de los árboles, porque no había árboles cerca de la puerta trasera. Mientras miraba, la M desapareció de la pantalla. Entonces vio solo la parte posterior de la casa, con la fecha y la hora sobreimpresas en la parte inferior de la imagen.

Volvió a visualizar las múltiples cámaras y recurrió al ordenador con la idea de poder ver una grabación de la cámara nueve. El aparato estaba encendido, pero, al mover el ratón, apareció una ventanita emergente en la que le pedían una contraseña.

«Mierda».

Se maldijo por no haber hecho más preguntas.

Con el rabillo del ojo, vio parpadear algo rojo. Se volvió hacia la pantalla plana. Allí estaba, en la cámara ocho, algo grande y oscuro, deslizándose lentamente por el lateral de la casa. Lo rodeaban unos rectángulos negros que seguían su progreso. La M parpadeaba de nuevo en la pantalla.

Quizá debería llamar a emergencias. Pero se había dejado el móvil en el coche y el rácano de Fine, por supuesto, había desconectado todos los teléfonos de la casa.

Corrie observó la imagen más de cerca y el corazón se le aceleró. Aquella zona de la terraza trasera estaba en sombra, la propia casa impedía el paso de la luz de la luna; ella no conseguía distinguir bien lo que veía. ¿Sería un animal? ¿Un coyote, quizá? El sigilo deliberado con que se movía le produjo un escalofrío.

Desapareció de la imagen. No había alertas en otras pantallas. Pero no estaba tranquila. Lo que fuera que había visto rodeaba la casa, su lado de la casa.

Se volvió de pronto. ¿Qué era ese ruido? ¿El chillido de un ratón? ¿O quizá, solo quizá, el suave chasquido de protesta de una ventana que alguien intentaba abrir con sumo cuidado?

Con el corazón en la boca, salió corriendo del cuarto de seguridad y cruzó el pasillo hasta el estudio. El ventanal se alzaba oscuro ante ella.

—¡Lárgate de una puñetera vez! —le gritó al ventanal—. Tengo un arma, ¡y no me da miedo usarla! ¡Cómo te acerques más, llamo a la policía!

Nada. Silencio absoluto.

Permaneció inmóvil en la oscuridad, con la respiración agitada. Nada.

Tras meditarlo, volvió al cuarto de seguridad. Las imágenes mostraban todo tranquilo, ninguna de ellas registraba movimiento.

Se quedó delante de la pantalla, con los ojos pegados a las distintas ventanas, durante quince minutos. Luego recorrió la casa entera, con el perro pegado a los talones, comprobando todas las puertas y ventanas para asegurarse de que estaban cerradas. Finalmente volvió a su dormitorio, se acostó en la oscuridad y se tapó bien. Pero no se durmió.