Costaba creer que la taberna Mineshaft formara parte de Roaring Fork, con el serrín en el suelo, las paredes de roca del sótano adornadas con viejas herramientas mineras oxidadas, el olor a cerveza y a barbacoa texana, la clientela desaliñada de clase obrera y, sobre todo, el porrero y cantautor sin talento que estaba al micrófono rasgando una melodía propia con el rostro contraído en un exceso de patetismo.

Al entrar, Corrie se sintió gratamente sorprendida. Aquel sitio era más de su estilo que el restaurante del hotel Sebastian.

Encontró a Ted en «su mesa» del fondo, justo donde le había dicho que estaría, con una pinta imperial delante. El joven se levantó, eso le gustó, y le acercó la silla a ella antes de volver a su sitio.

—¿Qué quieres tomar?

—¿Qué estás tomando tú?

—Maroon Bells Stout, la hacen a un paso de aquí. Fantástica.

Se acercó el camarero y ella pidió una pinta de la misma cerveza confiando en que no le exigieran el carnet. Sería muy embarazoso. Pero no tuvo problemas.

—No sabía que pudiera haber un sitio así en Roaring Fork —dijo Corrie.

—Aún hay mucha gente de verdad en esta ciudad: los encargados del telesilla, los camareros, los friegaplatos, los manitas… los bibliotecarios. —Le guiñó un ojo—. Necesitamos nuestros locales de esparcimiento baratos y cutres.

Llegó su cerveza y brindaron. Corrie dio un sorbo.

—Uau. Qué rica.

—Mejor que la Guinness. Y más barata.

—¿Quién es el tío del escenario? —preguntó Corrie en tono neutro por si era amigo de Ted.

Ted soltó una risita tonta.

—Hoy es noche de micro abierto. No conozco a ese pobre. Esperemos que no haya dejado su trabajo de día por esto. —Cogió la carta—. ¿Tienes hambre?

Lo meditó un instante: ¿podía permitirse ese gasto? La carta no parecía demasiado cara. Si no comía, igual se emborrachaba y hacía alguna tontería. Sonrió y asintió con la cabeza.

—Bueno —dijo Ted—, ¿cómo van las cosas en el osario de la montaña?

—Bien. —Corrie contempló la posibilidad de contarle lo que había descubierto, pero decidió que no. No lo conocía lo suficiente—. Los restos de Emmett Bowdree tienen mucho que decir. Confío en conseguir permiso pronto para trabajar con unos cuantos esqueletos más.

—Me alegro de que se te esté dando bien. Me encanta pensar que Kermode está tirándose de los pelos mientras tú estás ahí arriba saliéndote con la tuya.

—No sé —señaló Corrie—. Ahora tiene cosas peores de qué preocuparse. Ya sabes, el incendio.

—Ya te digo. Por Dios, qué cosa más horrible. —Hizo una pausa—. ¿Sabes?, yo crecí ahí arriba, en The Heights.

—¿En serio? —Corrie no pudo ocultar su asombro—. Jamás me lo habría imaginado.

—Gracias, lo tomaré como un cumplido. Mi padre era productor de televisión, de series, comedias de situación y eso. Se relacionaba con mucha gente de Hollywood. Mi madre se acostó con casi todos ellos. —Movió la cabeza y le dio un sorbo a la cerveza—. Tuve una infancia algo desastrosa.

—Lamento oír eso.

Por nada del mundo iba a hablarle a Ted de su propia infancia.

—No pasa nada. Se divorciaron y me crio mi padre. Con las rentas de las series, no tuvo que volver a trabajar. Cuando regresé de la universidad, salí escopeteado de The Heights y encontré piso en la ciudad, en East Cowper. Es diminuto, pero me siento mejor respirando ese aire.

—¿Él aún vive en The Heights?

—Qué va, vendió la casa hace tiempo. Murió de cáncer el año pasado; solo tenía sesenta años.

—Lo siento mucho.

Ted hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia.

—Fue duro, pero me alegré de librarme por fin de mi conexión con The Heights. Me espeluzna el modo en que han llevado el asunto de Boot Hill; desenterrar uno de los cementerios con más historia de Colorado para construir un balneario para capullos ricos.

—Sí. Es horrible.

Entonces Ted se encogió de hombros y rio apenas.

—Bueno, cosas que pasan. ¿Qué se le va a hacer? Si lo odiara tanto, no estaría aún aquí, ¿no?

Corrie asintió con la cabeza.

—¿Y en qué te especializaste en la Universidad de Utah?

—En sostenibilidad. No era buen estudiante, perdía demasiado tiempo esquiando y montando en motonieve. Me gusta casi tanto como esquiar. Ah, y también hacer escalada.

—¿Escalada?

—Sí. Ya he subido a cuarenta y una montañas de más de cuatro mil metros.

—¿Por qué tantas?

Ted rio.

—Vaya, se nota que eres una chica del este. En Colorado hay cincuenta y cinco montañas de más de cuatro mil metros de altitud. Subir a todas es el santo grial de la escalada en Estados Unidos, al menos en los cuarenta y ocho estados continentales.

—Impresionante.

Llegó la comida: pastel de carne para Corrie, una hamburguesa para Ted y otra pinta para él. Ella no quiso beber más, pensando en la temible carretera de subida a su «consulta odontológica» en la montaña.

—¿Y tú, qué? —preguntó Ted—. Me intriga cómo conociste al hombre de negro.

—¿Pendergast? Es mi… —Dios, ¿cómo podía llamarlo?—. Es como mi guardián.

—¿Sí? ¿Una especie de padrino o algo así?

—Algo así. Le ayudé con un caso hace años y, desde entonces, ha tomado cierto interés por mí.

—Es un tío guay, desde luego. ¿De verdad es agente del FBI?

—Uno de los mejores.

Otro cantante se hizo con el micrófono, uno mucho mejor que el anterior, y lo escucharon un rato, mientras hablaban y terminaban de cenar. Ted quiso pagar, pero Corrie, que ya estaba preparada, insistió en que pagaran a medias.

Cuando se levantaban para irse, Ted le dijo, bajando la voz:

—¿Quieres ver mi piso diminuto?

Corrie titubeó. Se vio tentada de aceptar, mucho. Ted parecía todo fibra y músculo, esbelto y atlético, pero a la vez agradable y tontorrón, y tenía unos preciosos ojos pardos. Pero nunca había sabido llevar bien una relación si se acostaba con el tío en la primera cita.

—Esta noche no, gracias. Tengo que irme a casa a descansar —dijo, pero añadió una sonrisa como dándole a entender que no era una negativa absoluta.

—Sin problema. Tenemos que repetir esto… pronto.

—Me encantaría.

Mientras se alejaba del restaurante en el coche, en dirección al bosque oscuro y pensando en meterse en una cama gélida, Corrie empezó a lamentar su decisión de no «ver» el diminuto piso de Ted.