El jefe de policía ya había celebrado ruedas de prensa antes, normalmente cuando alguna celebridad traviesa se metía en un lío. Pero esto era distinto, y peor. Observando al público entre bastidores, sintió una aprensión creciente. Aquella gente estaba furiosa, exigía respuestas. Como el viejo edificio de la comisaría solo tenía una pequeña sala de conferencias, habían convocado a la prensa en la sala de sesiones del consistorio, sede de su reciente humillación, que no le traía buenos recuerdos.
Sin embargo, esta vez tenía a Pendergast de su lado. El hombre que había empezado siendo su archienemigo era ahora, bien podía reconocerlo, su apoyo. Chivers estaba furibundo, y la mitad de su departamento se había sublevado, pero a Morris le daba igual. Aquel tipo era brillante, aunque fuera un poco raro, y estaba más que agradecido de tenerlo de su parte. Pero Pendergast no iba a poder ayudarle con aquella multitud. Eso era algo que tenía que hacer solo. Tenía que entrar ahí y demostrar que estaba al mando.
Miró el reloj. Faltaban cinco minutos; el barullo de voces era como un rugido amenazador. «Échele un par». Muy bien. Haría todo lo posible.
Repasó sus notas por última vez, salió a escena y se dirigió, enérgico, al estrado. Cuando cesó el barullo, observó a los asistentes un instante. La sala estaba atestada de personas, todas de pie, y parecía que había más fuera. También la tribuna de prensa estaba abarrotada. Sus ojos detectaron enseguida la mancha negra de Pendergast, sentado anónimamente en la zona del público, en las primeras filas. Y en la zona reservada pudo ver a todos los altos cargos: al alcalde, al jefe de bomberos, a los jefazos de su departamento, al forense, a Chivers y al fiscal del condado. La señora Kermode brillaba por su ausencia. Gracias a Dios.
Se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos al micrófono.
—Damas y caballeros.
Se hizo el silencio en la sala.
—Para los que no me conozcan —dijo—, soy el jefe Stanley Morris de la Policía de Roaring Fork. Voy a leer una declaración y después habrá una ronda de preguntas para la prensa y para el público.
Acomodó los papeles y empezó a leer, manteniendo un tono firme y neutral. Era una declaración corta que se atenía a los hechos irrefutables: la hora del incendio, el número de víctimas y su identidad, la certeza de que había sido un homicidio, el estado de la investigación. Sin especulaciones. Concluyó rogando que todo el mundo que dispusiera de alguna información, por insignificante que fuera, se la comunicara a la policía. Como es lógico, no mencionó la insinuación de Pendergast de que habría más sucesos del mismo tipo; eso habría sido demasiado alarmante. Además, no había pruebas; como había dicho Chivers, era mera especulación.
Alzó la mirada.
—¿Preguntas?
Se produjo un tumulto instantáneo en la tribuna de prensa. Morris ya había decidido a quién iba a atender y en qué orden, así que señaló a su periodista número uno, un viejo amigo del Roaring Fork Times.
—Gracias por su declaración, jefe Morris. ¿Hay algún sospechoso?
—Tenemos algunas pistas importantes que estamos siguiendo —contestó Morris—. No puedo decir más.
«Porque no tenemos una mierda», pensó con tristeza.
—¿Tiene idea de si el sospechoso es de la zona?
—No lo sabemos —dijo Morris—. Tenemos las listas de huéspedes de todos los hoteles y las casas de alquiler, registros de todos los pases de esquí vendidos, y hemos solicitado ayuda al Centro Nacional de Análisis de Delitos Violentos, que ahora mismo está buscando en sus bases de datos personas que hayan cumplido condena anteriormente por incendios provocados.
—¿Algún posible móvil?
—Nada concreto. Estamos barajando varias posibilidades.
—¿Como por ejemplo?
—Robo, venganza, alguna mente retorcida.
—¿No es cierto que una de las víctimas trabajaba en su despacho?
Dios, había confiado en poder evitar ese tipo de preguntas.
—Jenny Baker trabajaba como becaria en la comisaría, durante sus vacaciones de Navidad. —Tragó saliva e intentó seguir adelante aún con la voz de pronto quebrada—. Era una chica maravillosa que aspiraba a hacer carrera en los cuerpos de seguridad. Ha sido una pérdida… devastadora.
—Se rumorea que a una de las víctimas la ataron al somier y la rociaron con gasolina —intervino otro reportero.
«Hijo de perra. ¿Ha filtrado eso Chivers?».
—Sí, es cierto —contestó el jefe Morris después de titubear un poco.
Aquella respuesta causó cierto revuelo.
—¿Y a otra de las víctimas la quemaron en una bañera?
—Sí —dijo el jefe sin más explicaciones.
Más revuelo. Aquello se estaba poniendo feo.
—¿Se abusó sexualmente de las chicas?
Los periodistas preguntaban lo que fuera; no tenían vergüenza.
—El forense aún no ha concluido su examen, pero puede que nunca se sepa, dado el estado en que se encuentran los restos.
—¿Se llevaron algo?
—No lo sabemos.
—¿Los quemaron vivos?
Furor creciente.
—Pasará al menos una semana hasta que se hayan analizado todas las pruebas. Muy bien, se acabaron las preguntas de la prensa. Por favor, pasamos al público.
Confió en que estas fueran más fáciles.
En esa zona de la sala, todos estaban en pie, agitando la mano. Mal asunto. Señaló a alguien que no conocía, una anciana de aspecto dócil, pero una mujer que estaba delante se dio por aludida, por error o intencionadamente, y respondió enseguida con voz resonante. Cielos, era Sonja Marie Dutoit, la actriz semiretirada, tristemente conocida en Roaring Fork por su aborrecible conducta en tiendas y restaurantes, y por su cara, que se había estirado y tratado con Botox tantas veces que lucía una sonrisa perpetua.
—Gracias por elegirme —dijo con voz de fumadora—. Creo que hablo por todos al expresar lo conmocionada y horrorizada que estoy con este crimen.
—Sin duda —opinó Morris—. ¿Su pregunta, por favor?
—Han pasado treinta y seis horas desde que se produjo ese incendio terrible, horroroso, aterrador. Todos lo vimos. Y, a juzgar por lo que acaba de decir, no han hecho muchos progresos, si es que han hecho alguno.
—¿Tiene usted algo que preguntar, señorita Dutoit? —intervino el jefe Morris con calma.
—Desde luego. ¿Por qué no han capturado al asesino aún? Esto no es Nueva York; solo viven dos mil personas en esta ciudad. No hay más que una carretera de entrada y de salida. ¿Qué problema hay?
—Como ya he dicho, disponemos de gran cantidad de recursos, hemos traído especialistas incluso de Grand Junction, además de contar con la implicación del Centro Nacional de Análisis de Delitos Violentos. Bueno, seguro que hay otras personas que quieren preguntar…
—Aún no he terminado —prosiguió Dutoit—. ¿Cuándo arderá la siguiente casa?
Esta pregunta produjo un murmullo general. Algunas personas estaban espantadas por los comentarios de Dutoit, otras parecía que empezaban a ponerse algo nerviosas.
—No hay ni una sola prueba de que se trate de un pirómano —dijo el jefe, ansioso por poner fin a aquella serie de especulaciones.
Pero Dutoit, por lo visto, aún no estaba satisfecha.
—¿Cuál de nosotros va a despertar ardiendo en su propia cama esta noche? ¿Y qué demonios van a hacer ustedes al respecto?