El jefe Stanley Morris contempló la casa en ruinas. El calor residual del incendio del día anterior había desaparecido ya y por la noche había caído una leve nevada que había cubierto de un suave manto blanco el escenario de horror. Las principales zonas de donde extraerían las pruebas se habían tapado con lonas de plástico que ahora sus hombres retiraban cuidadosamente, sacudiendo la nieve, para poder iniciar la inspección. Eran las ocho en punto de una mañana soleada, a nueve grados bajo cero. Al menos no soplaba el viento.

Nada semejante le había ocurrido jamás a Morris, ni en el plano personal ni en el profesional, así que se mentalizó para pasar el mal trago que le esperaba. Le había costado conciliar el sueño esa noche y, cuando por fin había conseguido dormirse, una horrible pesadilla lo despertó poco después. Se encontraba fatal y aún no había logrado digerir del todo la depravación y el horror de aquel crimen.

Inspiró hondo y miró alrededor. A su izquierda estaba Chivers, el especialista en incendios; a su derecha, Pendergast, con su abrigo de vicuña por encima de un anorak azul eléctrico, lo que le daba un aspecto extraño. Completaban el cuadro unos guantes acolchados y un espantoso gorro de lana. El hombre estaba tan pálido que parecía que ya sufriera hipotermia. Sus ojos, en cambio, estaban muy vivos y recorrían inquietos el escenario.

Morris se aclaró la garganta e hizo un esfuerzo por proyectar la imagen de un jefe de policía firmemente al mando.

—¿Listos, caballeros?

—Por supuesto —dijo Chivers con una visible falta de entusiasmo.

Era evidente que le desagradaba la presencia del agente del FBI. «Hay que joderse», se dijo Morris. Estaba harto de las disensiones, las disputas territoriales y los enfrentamientos entre departamentos que el caso estaba generando.

Pendergast asintió con la cabeza.

El jefe pasó por debajo del cordón policial; los demás lo siguieron.

La nieve reciente lo cubría todo salvo las zonas que habían estado protegidas por la lona, y esas zonas eran ahora grandes cuadrados oscuros en medio de un paisaje blanco. El forense aún no había retirado los restos humanos. Las ruinas estaban salpicadas de banderitas de diversos colores con las que el equipo de criminalística había etiquetado las pruebas, lo que le daba al escenario un aire festivo de lo más inoportuno. El hedor a humo, cable, goma y plástico quemados aún era fuerte y desagradable.

Pendergast se situó a la cabeza, ligero pese a su abultada vestimenta. Avanzó aprisa, se arrodilló y, con una pequeña brocha, apartó la nieve para examinar el suelo de pizarra carbonizado. Hizo lo mismo en varios puntos elegidos aparentemente al azar mientras recorrían la zona. Una de las veces, se sacó de pronto de debajo del abrigo un pequeño tubo de ensayo en el que metió con las pinzas una muestra microscópica.

Chivers, rezagado, no decía nada, pero en su cara rellena iba forjándose una expresión de contrariedad.

Por fin llegaron a la horrible bañera. Morris apenas pudo mirarla, pero Pendergast se acercó enseguida. Se arrodilló al lado y se inclinó sobre ella casi como si estuviera rezando. Se quitó uno de los guantes y, con sus dedos blancos y un par de pinzas largas, fue hurgando por la zona y guardando más muestras en los tubos de ensayo. Al fin se levantó y siguieron avanzando por la casa en ruinas.

Llegaron al somier calcinado con sus aros de alambre y los fragmentos de huesos. Aquí Pendergast también se detuvo y estuvo examinándolo muchísimo tiempo. Morris, presa de la inactividad, el frío y unas fuertes náuseas, empezó a temblar. El agente sacó un documento del bolsillo y lo desplegó, dejando al descubierto un plano detallado de la casa (¿dónde lo había conseguido?), que consultó con detenimiento antes de plegarlo de nuevo y volver a guardárselo. Luego se arrodilló y examinó con una lupa los restos carbonizados del esqueleto atado al somier, en realidad solo unos fragmentos de huesos, y otras partículas entre los escombros. Morris notó que el frío le atravesaba cada vez más la ropa. Chivers se estaba poniendo nervioso, se balanceaba hacia delante y hacia atrás y, de vez en cuando, daba palmadas con las manos enguantadas para mantenerse caliente, transmitiendo con su lenguaje corporal que aquello le parecía una pérdida de tiempo.

Pendergast por fin se puso de pie.

—¿Seguimos?

—Buena idea —dijo Chivers.

Continuaron recorriendo aquel paisaje abrasado: los espectrales pilares cubiertos de escarcha, las paredes carbonizadas, los montones de cenizas congeladas, los brillantes charcos de cristales y metales. Vieron entonces el cadáver del perro a un lado, junto con los dos montones paralelos de cenizas y huesos desmoronados que correspondían a los padres de Jenny Baker.

Morris tuvo que apartar la mirada. Era demasiado.

Pendergast se arrodilló y lo examinó todo con extremo cuidado, tomando más muestras y sin decir nada. Se reveló particularmente interesado en los fragmentos carbonizados del perro, que examinó con atención con la ayuda de sus pinzas de tallo largo y una herramienta que parecía un palillo dental. Se dirigieron hacia las ruinas del garaje, donde se hallaban las carcasas quemadas y fundidas de tres coches. El agente del FBI las miró por encima.

Dieron por terminada la inspección. Al cruzar el perímetro de seguridad, Pendergast se volvió. Sus ojos asustaron a Morris por como brillaban a la luz intensa del sol invernal.

—Es lo que me temía —dijo Pendergast.

Morris esperó a que se explicara, pero solo encontró silencio.

—Bueno —replicó Chivers en alto—, esto corrobora lo que yo le había dicho antes, Stanley. Todas las pruebas apuntan a un robo frustrado perpetrado por al menos dos individuos, quizá más. Con un posible componente de delito sexual.

—¿Agente Pendergast? —intervino Morris al fin.

—Lamento decir que podría resultar imposible reconstruir con exactitud la secuencia del crimen. El fuego se ha llevado mucha información. Pero he podido rescatar unos cuantos datos destacados, si desean oírlos.

—Yo sí. Por favor.

—El crimen lo perpetró una sola persona. Entró por la puerta de atrás, que no estaba cerrada con llave. Tres miembros de la familia estaban en casa, todos en la planta de arriba y probablemente durmiendo. El asesino mató al perro en cuanto este apareció. Luego subió por la escalera principal a la segunda planta, sorprendió a una adolescente en su dormitorio, la inmovilizó y la amordazó para que no hiciera mucho ruido, y la ató a la cama con alambre, aún viva. Puede que fuera camino del dormitorio de los padres cuando la segunda joven llegó a casa.

Se volvió hacia Morris.

—Esta sería su becaria, Jenny. Entró por el garaje y se dirigió al piso de arriba. Allí la asaltó el autor de los hechos, la inmovilizó, la amordazó y la metió en la bañera. Esto lo hizo con absoluta eficiencia, pero, aun así, el segundo asalto despertó a los padres. Hubo una breve lucha, que comenzó arriba y terminó abajo. Sospecho que a uno de los dos lo mató allí mismo, in situ, mientras que al otro lo bajó a rastras después. Puede que les diera una paliza.

—¿Cómo puede saber todo eso? —dijo Chivers—. ¡No es más que mera especulación!

Pendergast prosiguió, ignorando aquel arrebato.

—El asesino volvió arriba, roció a las dos jóvenes de gasolina y les prendió fuego. Luego, por necesidad, tuvo que salir aprisa del edificio, arrastrando al otro progenitor escaleras abajo y regando de acelerante el camino hasta el exterior. Se fue a pie, no en coche. Lástima que los vecinos y los bomberos pisotearan los bosques nevados de alrededor.

—Ni hablar —dijo Chivers negando con la cabeza—. No hay forma de que pueda sacar esas conclusiones con la información de que disponemos. Además, sus deducciones, con el debido respeto, son casi todas erróneas.

—Debo decir que comparto el escepticismo del señor Chivers respecto a cómo ha podido suponer todo eso con una simple inspección —intervino Morris.

Pendergast respondió en el mismo tono que si estuviera explicándoselo a un niño.

—Es la única secuencia lógica que encaja con los hechos. Y los hechos son los siguientes: cuando Jenny Baker volvió a casa, el intruso ya estaba dentro. Ella entró por el garaje, su novio lo ha confirmado, y si el asesino ya hubiera matado a los padres, ella habría visto los cadáveres junto a la puerta trasera. No vio el del perro porque estaba detrás de una encimera que había a escasos metros.

Sacó el plano.

—Pero ¿cómo sabe que ya estaba arriba cuando Jenny llegó a casa?

—Porque a Jenny la atacó por sorpresa arriba.

—Podría haberla asaltado en el garaje y obligarla a subir.

—Si ella hubiera sido la primera víctima y la hubiera asaltado en el garaje, el perro habría estado vivo y habría ladrado, y despertado así a los padres. No, la primera víctima fue el perro, al que mató en la parte de atrás de la casa, probablemente de un golpe en la cabeza con algo como un bate de béisbol.

—¿Un bate? —espetó Chivers incrédulo—. ¿Cómo sabe que no usó un cuchillo? ¿O una pistola?

—Los vecinos no oyeron disparos. ¿Ha intentado usted alguna vez matar a un pastor alemán con un cuchillo? Además, el cráneo calcinado del perro revela patrones de fractura en tallo verde. —Hizo una pausa—. No hace falta ser Sherlock Holmes para analizar unos simples detalles como estos, señor Chivers.

Chivers enmudeció.

—Por lo tanto, cuando llegó Jenny, el autor de los hechos ya estaba arriba y había inmovilizado a su hermana, porque no habría podido someter a las dos a la vez.

—Salvo que los autores fueran dos —observó Chivers.

—Continúe —le dijo Morris a Pendergast.

—Con el bate, o por medio de cualquier otro método, sometió de inmediato a Jenny.

—¡Precisamente la razón por la que debieron de ser dos! —lo interrumpió Chivers—. Fue un robo frustrado. Se colaron en la casa, pero la cosa se les fue de las manos antes de que pudieran llevarse nada. Sucede constantemente.

—No. La secuencia estaba perfectamente planificada y el autor de los hechos lo tuvo todo bajo control en todo momento. La huella psicológica del crimen, la saña con que se cometió, sugiere un solo autor de los hechos con un móvil distinto del robo.

Chivers miró a Morris y puso los ojos en blanco.

—En cuanto a su teoría del robo frustrado, el asesino era perfectamente consciente de que había al menos tres personas en la casa. Un ladrón organizado no entra en una casa ocupada.

—Salvo que haya en ella un par de chicas a las que quiera… —Chivers tragó saliva y miró al jefe.

—No abusó sexualmente de las chicas. Si hubiera querido violarlas, se habría quitado de en medio la amenaza de los padres matándolos primero. Además, la violación no encaja ni en la cronología ni en la secuencia de los hechos. Me atrevería incluso a decir que el tiempo transcurrido desde que a Jenny la dejara en casa su novio y el momento en que empezó a verse fuego en la montaña fue de diez minutos o menos.

—¿Y cómo sabe que a uno de los progenitores lo mató abajo y al otro lo arrastró después?

—Eso es, lo reconozco, una suposición. Pero es la única que encaja con las pruebas. Se trata de un asesino que trabaja solo, y parece improbable que se enfrentara a dos adultos en la parte de abajo de la casa simultáneamente. La disposición de los cadáveres es otro elemento intencionado del ataque, un detalle horripilante destinado a generar mayor miedo e inquietud.

Chivers negó con la cabeza asqueado e incrédulo.

—Entonces… —El jefe apenas podía formular la pregunta que sabía que debía hacer—. ¿Qué le hace pensar que habrá más asesinatos como este?

—Se trata de un crimen de odio, sadismo y brutalidad, cometido por una persona que, aunque probablemente esté loca, se encontraba en plena posesión de sus facultades. El fuego suele ser la opción preferida de los locos.

—¿Una venganza?

—Lo dudo. La familia Baker no era muy conocida en Roaring Fork. Usted mismo me dijo que no parecían tener enemigos en la ciudad y que solo pasaban un par de semanas al año aquí. De modo que, si el móvil no es la venganza, ¿cuál es? Resulta difícil decirlo con certeza, pero podría no ser uno dirigido a esta familia en concreto, sino más bien a lo que esta familia representa.

Un breve silencio.

—¿Y qué representa esta familia? —quiso saber Morris.

—Quizá lo que representa toda esta ciudad.

—¿Y eso es…?

Pendergast hizo una pausa y luego dijo:

—El dinero.