Arnaz Johnson, peluquero de las estrellas, había visto a muchas personas peculiares en el famoso Big Pine Lodge situado en la cima del monte Roaring Fork: estrellas de cine vestidas como si fueran a los Oscar, multimillonarios luciendo a sus monísimas novias enfundadas en abrigos de pieles, indios pretenciosos con trajes de ante de diez mil dólares, falsos vaqueros con sombreros Stetson, botas y espuelas. Arnaz lo llamaba «el desfile de los narcisistas». En realidad, muy pocos sabían esquiar. El desfile era la razón por la que Arnaz se compraba un pase de temporada y cogía la telecabina una o dos veces por semana; eso y el ambiente del refugio de esquí más famoso del oeste, con sus paredes de madera, cubiertas de antiguos tapices navajo, las inmensas lámparas de araña de hierro forjado, la chimenea siempre encendida y tan grande que podría asarse un toro en ella. Por no hablar de los ventanales con vistas de trescientos sesenta grados a un océano de montañas, ahora gris y amenazador bajo un cielo cada vez más oscuro.
Pero Arnaz nunca había visto a nadie como el caballero que estaba sentado en una mesita a su lado, de frente al ventanal, con un termo plateado de bebida desconocida delante, contemplando el paisaje en dirección al nevado Smuggler’s Cirque y su complejo de antiguos edificios mineros abandonados tiempo atrás, apiñados como acólitos alrededor de la enorme y desvencijada edificación de madera que alojaba la célebre Ireland, magnífico ejemplo de ingeniería decimonónica, en su día la bomba de achique más grande del mundo, ahora solo un armatoste oxidado.
Arnaz, fascinado, observó a aquel espectral individuo durante más de media hora, tiempo durante el cual el hombre no se movió un ápice. Arnaz era un amante de la moda, y no se le escapaba nada. El hombre vestía un abrigo de vicuña de calidad, de corte y estilo exquisitos, pero de una marca que no conocía. Lo llevaba desabotonado y dejaba entrever un traje negro hecho a medida de corte inglés, una corbata Zegna y una preciosa bufanda de seda de color crema muy suelta. Como guinda, literalmente, del conjunto, el hombre llevaba un incongruente sombrero de fieltro marrón oscuro, retro, estilo años sesenta, sobre su cabeza pálida y cadavérica. Aunque la temperatura era agradable en el salón principal del refugio, aquel individuo parecía frío como el hielo.
No era actor; Arnaz, que era un cinéfilo, no lo había visto nunca en la gran pantalla, ni siquiera en un papel secundario. Desde luego no era banquero, ni inversor, ni directivo, ni abogado, ni ningún genio de los negocios o las finanzas. Semejante atuendo sería completamente inaceptable entre los de ese gremio. Tampoco era una persona afectada; llevaba la ropa con desenfado, con naturalidad, como si hubiera nacido con ella puesta. Y era demasiado elegante para estar metido en el negocio de internet. Así que ¿qué demonios era?
Un gángster.
Eso sí tenía sentido. Era un delincuente. Uno de muchísimo éxito. Ruso, quizá; tenía cierto aire de extranjero, con esos ojos claros y esos pómulos prominentes. Un oligarca ruso. Pero no…, ¿dónde estaban las mujeres? Los multimillonarios rusos que venían a Roaring Fork, y eran unos cuantos, siempre iban acompañados de un aluvión de fulanas pechugonas vestidas de lentejuelas.
Arnaz no tenía respuesta.
Pendergast oyó que lo llamaban y, al volverse despacio, vio que el jefe Morris se acercaba a él desde el otro lado de la amplia estancia.
—¿Me permite?
Pendergast abrió la mano lentamente, como invitándolo a sentarse.
—Gracias. Me he enterado de que estaba usted aquí.
—¿Y cómo se ha enterado de eso?
—Bueno, no pasa usted precisamente desapercibido, agente Pendergast.
Se hizo el silencio. Luego Pendergast se sacó una tacita plateada del abrigo y la puso en la mesa.
—¿Jerez? Es un amontillado más bien mediocre, pero aun así aceptable.
—Ah, no, gracias. —El jefe parecía inquieto. Revolvió su cuerpo blando en el asiento, una, dos veces—. Mire, sé que me equivoqué con su… su protegida, la señorita Swanson, y lo siento. Yo diría que ya recibí mi merecido en la sesión del consistorio. Usted no sabe lo que es ser jefe de policía en una ciudad como esta, donde siempre tiran de uno en cinco direcciones distintas al mismo tiempo.
—Lamento mucho tener que decirle esto, pero me temo que sus microscópicos problemas no me interesan.
Pendergast se sirvió un traguito de jerez y se lo bebió de golpe con un movimiento feroz.
—Escuche —intervino de nuevo el jefe, volviendo a revolverse en el asiento—, he venido a pedirle ayuda. Tenemos entre manos un horroroso homicidio cuádruple y un escenario del crimen de media hectárea de extensión e increíble complejidad. Los miembros de mi equipo de criminalística no paran de discutir entre ellos y con ese experto en incendios; están paralizados, en su vida habían visto nada así… —Se le quebró la voz, luego se interrumpió—. Verá, la chica, Jenny, la hija mayor, era mi becaria. Una buena niña… —Logró recobrar la compostura—. Necesito ayuda. De forma oficiosa. Consejo, eso es lo único que le pido. Nada oficial. He consultado su historial… impresionante.
La mano pálida y serpentina apareció de nuevo, se sirvió otro traguito y seguidamente lo apuró. Se hizo el silencio. Por fin Pendergast habló:
—He venido aquí a rescatar a mi protegida, usted lo ha dicho, no yo, de su incompetencia. Mi objetivo, mi único objetivo, es asegurarme de que la señorita Swanson termine su trabajo sin nuevas interferencias de la señora Kermode ni de nadie más. Después, saldré de esta perversa ciudad y volaré a mi casa en Nueva York a la mayor brevedad posible.
—Sin embargo, ha estado en el escenario del incendio esta mañana. Ha enseñado la placa para poder pasar el cordón policial.
Pendergast rechazó aquellas palabras con un manotazo, igual que si espantara una mosca.
—Ha estado allí. ¿Por qué?
—Vi el incendio. Estaba ligeramente intrigado.
—Ha dicho que habría más. ¿Por qué?
Otro manotazo desenfadado al aire.
—¡Maldita sea! ¿Qué le ha empujado a decirlo?
No hubo respuesta.
El jefe Morris se levantó.
—Ha mencionado que habría más asesinatos. He estado curioseando en su historial y he pensado que usted, precisamente usted, tendría que saberlo. Se lo advierto: si hay más y usted se niega a ayudar, esos homicidios pesarán sobre usted. Se lo juro por Dios.
A esto Pendergast respondió encogiéndose de hombros.
—¡No se encoja de hombros, hijo de perra! —le gritó Morris perdiendo los nervios al fin—. Ha visto lo que le han hecho a esa familia. ¿Cómo puede quedarse ahí sentado bebiendo jerez? —Apoyándose en el borde de la mesa, se inclinó hacia delante—. Solo le voy a decir una cosa, Pendergast: ¡que le jodan, y gracias por nada!
Al oír esto, asomó a los labios del agente un levísimo atisbo de sonrisa.
—Bueno, eso está mucho mejor.
—¿El qué está mucho mejor? —bramó Morris.
—Un viejo amigo de la Policía de Nueva York tiene una expresión muy pintoresca que es ideal para esta situación. A ver si recuerdo cómo era. Ah, sí. —Pendergast miró al jefe—. Le ayudaré, pero solo a condición de que usted «le eche un par», como creo que decía mi amigo.