Horace P. Fine III se detuvo, giró sobre sí mismo y miró a Corrie de arriba abajo, como si acabara de ocurrírsele algo.
—¿Tiene experiencia vigilando casas? —le preguntó.
—Sí, por supuesto —respondió Corrie inmediatamente.
En cierto modo, era verdad: había vigilado la caravana donde vivía con su madre cuando esta pasaba toda la noche de juerga. Y también se había quedado en el apartamento de su padre hacía seis meses cuando él había tenido que ir a aquella feria de trabajo en Pittsburgh.
—Aunque nunca una casa tan grande —añadió mirando alrededor.
Fine la escudriñó con recelo. Quizá su cara fuera así, pero había recibido con desconfianza cada sílaba que ella había pronunciado.
—Bueno, no tengo tiempo para comprobar sus referencias —repuso él—. La persona que iba a ocupar el puesto se ha echado atrás en el último momento, y yo ya debería estar en Nueva York. —Entrecerró un poco los ojos—. Pero la tendré controlada. Vamos, le enseñaré las habitaciones.
Corrie siguió al hombre por el largo y resonante pasillo de la primera planta, preguntándose cómo pensaba Horace P. Fine tenerla vigilada estando a más de tres mil kilómetros de distancia.
Al principio le había parecido casi un milagro. Se había enterado de la vacante de casualidad, por una conversación que había oído en una cafetería sobre una casa que había que cuidar. Tras un par de llamadas, había dado con el propietario de la mansión. Era perfecta, en Roaring Fork, nada menos. Ya no tendría que conducir treinta kilómetros de ida y otros treinta de vuelta hasta el motel de mala muerte donde se alojaba. Incluso podía trasladarse ese mismo día. Ahora ganaría dinero en vez de gastarlo, y lo haría con estilo.
Sin embargo, al pasarse por la mansión para conocer al dueño, su entusiasmo había menguado. Aunque la casa, en teoría, estaba en Roaring Fork, se hallaba en la parte alta de la ladera, completamente aislada, al final de una carretera privada de kilómetro y medio, estrecha y tortuosa. Era enorme, desde luego, pero con un sombrío diseño posmoderno de cristal, acero y pizarra que le daba un aire más de consulta odontológica que de vivienda. A diferencia de la mayoría de las casas grandes que había visto, encaramadas en las montañas y con unas vistas fantásticas, aquella se había construido en un declive, casi en una cuenca, rodeada por tres lados de altísimos abetos que parecían mantener el edificio en una penumbra perpetua. En el cuarto lado, había un profundo barranco que terminaba en un manto de rocas desprendidas cubiertas de nieve. Lo más paradójico era que la mayoría de las inmensas ventanas de cristal laminado de la casa daban a ese «paisaje». La decoración era tan fuertemente contemporánea que, de pura austeridad, casi resultaba carcelaria; todo cromo, cristal, mármol, sin un solo borde recto salvo en los umbrales de las puertas, y las paredes estaban cubiertas de máscaras sonrientes, tejidos peludos y otros objetos de arte africano y aspecto espeluznante. Y también allí hacía frío, casi tanto frío como en el almacén de la pista de esquí donde hacía su trabajo. Corrie no se había quitado el abrigo durante toda la visita.
—Por aquí se baja al segundo sótano —dijo Fine deteniéndose para señalar una puerta cerrada—. Ahí está la vieja caldera. Calienta el cuarto oriental de la casa.
«Calienta. Sí, claro».
—¿El segundo sótano? —repitió Corrie en voz alta.
—Es lo único que queda de la casa original. Cuando demolieron el refugio, el promotor inmobiliario quiso conservar el sótano para incorporarlo a la nueva casa.
—¿Había un refugio aquí?
Fine rio.
—Se llamaba Ravens Ravine Lodge, pero no era más que una vieja leñera. Un fotógrafo la usó de base de operaciones cuando vino a las montañas a hacer fotos. Se llamaba Adams. Dicen que era famoso.
«Adams. ¿Ansel Adams?».
Se lo podía imaginar. Probablemente hubo allí en su día una cabañita acogedora, oculta entre los pinos, hasta que la reemplazaron por aquella monstruosidad. No le extrañaba que Fine no conociera a Adams: solo un inculto o la que pronto sería su exmujer habrían comprado el estrambótico arte que decoraba la casa.
El propio Horace Fine era casi tan frío como la casa. Dirigía un fondo de cobertura en Manhattan. O quizá fuera la sucursal en Estados Unidos de algún banco de inversiones extranjero. No le había prestado mucha atención cuando se lo había dicho. Fondos de cobertura, bancos de inversión… Para ella todo era lo mismo. Por suerte, Fine no había oído hablar de ella ni sabía de su reciente estancia en la cárcel del condado. Él le había dejado muy claro que detestaba Roaring Fork; odiaba la casa y despreciaba a la mujer que le había obligado a comprarla y que ahora le estaba complicando su venta todo lo que podía. «La arpía», la había estado llamando durante los últimos veinte minutos. Lo único que quería era que alguien se ocupara de la casa y volver a Nueva York cuanto antes.
La guio por el pasillo. La casa era tan fea como terrible su distribución. Parecía estar hecha de un solo pasillo interminable, que iba virando de cuando en cuando para ajustarse a la topografía. Todas las estancias importantes estaban a la izquierda y miraban al barranco. El resto, los baños, los armarios, el lavadero y similares, estaban a la derecha, como si fueran forúnculos de una extremidad. Por lo que podía deducir, la segunda planta tenía una distribución similar.
—¿Qué hay aquí? —preguntó deteniéndose delante de una puerta entornada a la derecha.
Dentro no había luces en el techo, pero iluminaba la estancia el brillo espectral de una docena de puntos verdes, rojos y ámbar.
Fine se detuvo de nuevo.
—Esa es la sala de tecnología. Usted misma puede verlo.
Él abrió la puerta y encendió la luz. Corrie contempló el deslumbrante despliegue de paneles, pantallas e instrumentos.
—Esta es una casa «inteligente», por supuesto —explicó Fine—. Todo está automatizado y se puede controlar desde este lugar: el estado del generador, la red eléctrica, los dispositivos de seguridad, el sistema de vigilancia. Me costó una fortuna, pero, a la larga, me ha ahorrado un montón de dinero en seguros. Además, está todo conectado en red y es accesible desde internet. Puedo controlar el sistema entero desde mis ordenadores en Nueva York.
«Así que a eso se refería con lo de tenerme vigilada», pensó Corrie.
—¿Cómo funciona el sistema de vigilancia?
Fine señaló una gran pantalla plana con un pequeño ordenador compacto a un lado y un dispositivo debajo que parecía un DVD atiborrado de esteroides.
—Hay un total de veinticuatro cámaras.
Pulsó un botón y la pantalla cobró vida, mostrando una imagen del salón. En la esquina superior izquierda había un número, y abajo se veía un indicador de la fecha y la hora.
—Cada uno de estos veinticuatro botones controla una de las cámaras.
Pulsó el botón etiquetado como ENTRADA y el contenido de la pantalla cambió para mostrar el acceso principal de la casa, claro, con el coche de alquiler de Corrie en primerísimo plano.
—¿Se pueden manipular las cámaras? —quiso saber Corrie.
—No. Pero cualquier movimiento registrado por los sensores activa la cámara y se graba en un disco duro. Mire, eche un vistazo.
Fine señaló la pantalla en la que un ciervo cruzaba ahora la entrada. Mientras se movía, lo rodeaba una pequeña retícula de cuadrados negros, casi como las ventanas de encuadre de una cámara digital, que lo seguían. Al mismo tiempo, aparecía en la pantalla una gran M roja dentro de un círculo.
—M de «movimiento» —explicó Fine.
El ciervo había salido de la pantalla, pero la letra roja seguía allí.
—¿Por qué permanece la M? —preguntó Corrie.
—Porque, cuando una de las cámaras detecta movimiento, se guarda en el disco duro una grabación de esas imágenes que comienza un minuto antes de que se inicie la actividad y sigue hasta un minuto después de que cese. Entonces, si ya no hay más movimiento, la M desaparece.
«Movimiento».
—¿Y todo esto se puede controlar por internet? —inquirió Corrie.
No le gustaba la idea de ser el blanco de un mirón de larga distancia.
—No. Esa parte de la domótica nunca se conectó a internet. Dejamos de trabajar en el sistema de seguridad cuando decidimos vender la casa. Preferimos que el nuevo propietario asumiera el gasto. Pero funciona perfectamente desde aquí. —Fine señaló otro botón—. También se puede dividir la pantalla pulsando repetidamente este botón.
Por primera vez, Fine le pareció involucrado en lo que hacía. Le hizo una demostración y la imagen se dividió en dos: en la mitad izquierda aparecía la entrada de la casa y en la derecha, el barranco. Con varias pulsaciones más, la pantalla se dividió en cuatro, luego en nueve, después en dieciséis imágenes cada vez más pequeñas, cada una de una cámara diferente.
La curiosidad de Corrie menguaba rápidamente.
—¿Y cómo funciona la alarma? —preguntó.
—Tampoco se llegó a instalar. Por eso necesito tener la casa vigilada.
Apagó la luz, salió, enfiló el pasillo y cruzó la puerta que había al fondo. De pronto, la casa se transformó. Adiós al arte caro, los muebles ultramodernos, los llamativos electrodomésticos de gama profesional. Delante tenía un vestíbulo pequeño y estrecho con dos puertas a cada lado y rematado por otra que conducía a un pequeño baño con accesorios baratos. El suelo era de linóleo y en las paredes de pladur no había cuadros. Todas las superficies estaban pintadas de blanco roto.
—La zona de servicio —dijo Fine con orgullo—. Donde se alojará usted.
Corrie se adelantó y se asomó a las puertas abiertas. Las dos de la izquierda daban a dormitorios de tamaño casi monástico y aspecto ascético. Una de las puertas de la derecha conducía a una cocina con un frigorífico de cuarto de estudiante y una cocina barata; la otra estancia parecía una despensa pequeña. Era apenas un poco más grande que su habitación del motel en Basalt.
—Como ya le he dicho, me marcho inmediatamente —señaló Fine—. Venga a la despensa y le daré la llave. ¿Alguna pregunta?
—¿Dónde está el termostato? —inquirió Corrie abrazándose para no temblar.
—En la sala.
Fine salió de la zona de servicio, volvió a enfilar el pasillo y giró en dirección al salón. Había un termostato en la pared, sí, tapado por una cubierta de plástico transparente y con cerradura.
—Diez grados —sentenció Fine.
Corrie se lo quedó mirando.
—¿Cómo dice?
—Diez grados. A esa temperatura tengo la casa y así quiero que siga. No voy a gastar un centavo más de lo que ya he gastado en esta condenada vivienda. Que cubra los gastos la arpía si quiere. Ah, y otra cosa: haga el mínimo uso posible de la electricidad. Con un par de luces, basta. Por cierto —dijo como si le acabara de venir a la memoria—, los ajustes del termostato y el gasto de electricidad sí que se controlan por internet. Los supervisaré desde mi iPhone.
Corrie miró descorazonada el termostato encerrado bajo llave. «Genial. Vamos, que me voy a pelar de frío de noche y de día». Empezaba a entender por qué el candidato anterior al puesto se había echado atrás.
Fine la miraba con una cara que indicaba que la entrevista había terminado. Solo quedaba una pregunta.
—¿Cuánto paga para que le cuiden la casa? —dijo.
—¿Pagar? Se va a alojar gratis en una casa enorme y preciosa, aquí mismo, en Roaring Fork, ¿y espera un sueldo? Tiene suerte de que no le cobre el alquiler.
Y volvió a llevarla hasta el estudio.