Larry Chivers estaba de pie junto a su camioneta, cerrando las bolsas de pruebas de nailon con un sellador térmico y rematando sus notas y observaciones. Se había recuperado del desmayo, pero no de la tremenda vergüenza que le daba. Nunca le había pasado algo semejante. Jamás. Imaginaba que todos lo miraban y cuchicheaban sobre él.

Con una mueca de disgusto, terminó de cerrar la última bolsa de pruebas, procurando que quedara perfectamente sellada. Ya había registrado el resto de sus observaciones con la grabadora digital, mientras aún las tenía frescas. Debía asegurarse de que lo hacía todo de la forma correcta. Aquel iba a ser un caso tremendo, probablemente incluso de repercusión nacional.

Oyó ruido a su espalda y, al volverse, vio que se acercaba el jefe Morris. Parecía completamente destrozado.

—Lamento mi reacción de antes —masculló Chivers.

—Yo conocía a la familia —le explicó el jefe Morris—. Una de las chicas trabajaba de becaria en mi despacho.

Chivers movió la cabeza.

—Lo siento.

—Me gustaría oír su reconstrucción del incendio.

—Puedo darle mis primeras impresiones. Los resultados del laboratorio tardarán unos días.

—Adelante.

Chivers inspiró hondo.

—A mi juicio, el fuego se originó en el baño de la segunda planta o en el dormitorio que había sobre el salón. Ambas zonas se regaron generosamente de acelerante, tanto que el autor de los hechos debió de tener que salir muy rápido de la casa. Las dos zonas contenían restos humanos.

—¿Insinúa que a los Baker… a las víctimas… las quemaron con un acelerante?

—A dos de ellas, sí.

—¿Vivas?

«Menuda pregunta».

—Habrá que esperar al informe del forense. Pero lo dudo.

—Gracias a Dios.

—Se han encontrado dos víctimas más junto a la entrada trasera, probablemente por donde salió el autor de los hechos. Allí estaba también el cadáver de un perro.

Rex —dijo el jefe en voz baja enjugándose la frente con una mano temblorosa.

Chivers divisó a lo lejos al mismo hombre del traje negro que había visto antes, con los ojos clavados en ellos. Frunció el ceño. ¿Por qué dejaban al empleado de la funeraria pasar el cordón policial?

—¿Móvil? —preguntó Morris.

—Aún no lo tengo claro —prosiguió Chivers—, pero mis treinta años de experiencia me dicen que sin duda estamos ante un asalto domiciliario con robo y posiblemente algún delito sexual. El hecho de que se sometiera y controlara a la familia, a mi parecer, indica que casi con toda seguridad hubo más de un responsable.

—No ha sido un robo —dijo una voz suave y en un tono lento.

Chivers volvió de golpe la cabeza y descubrió que el hombre del traje negro había conseguido de algún modo acercarse sin ser advertido y se encontraba en ese momento detrás de ellos.

El investigador frunció aún más el ceño.

—Estoy hablando con el jefe Morris, si no le importa.

—En absoluto. Pero, si me lo permite, quisiera ofrecer algunas observaciones en beneficio de la investigación. Un simple ladrón no se habría tomado la molestia de atar a sus víctimas y luego quemarlas vivas.

—¿Vivas? —exclamó el jefe—. ¿Cómo lo sabe?

—El sadismo y la rabia con que se ha procedido en este crimen son evidentes. Un sádico desea ver sufrir a sus víctimas. De ello deriva su satisfacción. Alguien que ata a una persona a una cama, la rocía de gasolina y le prende fuego, ¿qué satisfacción puede obtener si esa persona está ya muerta?

Morris se puso blanco como el papel.

—Bobadas —señaló Chivers furioso—. Esto ha sido un asalto domiciliario con robo. No es la primera vez que me encuentro con este tipo de casos. Los ladrones se cuelan en la casa, se topan con un par de chicas guapas, se divierten un poco con ellas, cogen todas las joyas y queman la vivienda creyendo que así destruirán todas las pruebas, sobre todo el ADN dejado en el interior de las niñas.

—Sin embargo, no se han llevado las joyas, como usted mismo ha registrado hace un momento en sus anotaciones grabadas al mencionar unos nódulos de oro que ha descubierto.

—Oiga, ¿acaso me estaba espiando? ¿Quién demonios es usted? —Chivers se volvió hacia el jefe Morris—. ¿Este tipo forma parte de la investigación?

Morris se pasó un pañuelo empapado por la frente. Parecía indeciso y aterrado.

—Ya basta, por favor.

El hombre de negro lo miró un instante con sus ojos grises y luego se encogió de hombros con indiferencia.

—No tengo un papel oficial en esta investigación. No soy más que un simple espectador que ofrece sus impresiones. Los dejo, caballeros, para que puedan trabajar.

Dicho esto, dio media vuelta y se dispuso a marcharse. Luego añadió por encima del hombro:

—No obstante, debo mencionar que muy probablemente haya más.

Y entonces se alejó, pasó por debajo del cordón policial y desapareció entre la multitud de curiosos.