Corrie se había levantado antes del amanecer, había reunido su equipo y se había dirigido a Roaring Fork. Ahora, cerca ya del mediodía, estaba cómodamente instalada en el almacén de The Heights y concentrada en su trabajo. Los restos de Emmett Bowdree estaban cuidadosamente dispuestos en una mesa plegable de plástico que había comprado en Walmart, bajo un juego de potentes luces de estudio. Le había puesto el zoom al estereoscopio, conectado a su portátil, y en la pantalla se veía la imagen. Su Canon estaba montada en el trípode. El poder estar allí, trabajando exhaustiva y rigurosamente sin tener que morirse de miedo ni preocuparse por que la detuvieran era para ella como hallarse en una especie de pequeño paraíso.
El único problema era que se estaba congelando de frío. Ya estaban bajo cero cuando había iniciado el largo trayecto desde Basalt, después de rechazar la habitación gratuita en el hotel Sebastian, cortesía de Pendergast. Se había saltado el desayuno para ahorrar dinero y ahora estaba muerta de hambre además de helada. Se había puesto un calefactor barato a los pies, pero era de lo más ruidoso y la corriente de aire caliente parecía disiparse a centímetros del aparato. Le venía bien para calentarse las espinillas, pero nada más.
Aun así, ni el frío ni el hambre podían apagar su creciente entusiasmo por lo que estaba descubriendo. Casi todos los huesos revelaban traumatismos en forma de arañazos, cortes romos y hendiduras. Ninguna de las marcas mostraba indicios de reacción ósea, inflamación o granulación, lo que significaba que la lesión se había producido en el momento mismo de la muerte. El tejido suave, esponjoso o poroso del hueso mostraba marcas inconfundibles de dientes, pero no de oso, sino humanos, a juzgar por el radio de la mordedura y el perfil del diente. De hecho, no había ni una sola marca de dientes o garras de oso.
En el interior del fémur y del cráneo rotos, había descubierto más arañazos y hendiduras, lo que indicaba que se había utilizado una herramienta metálica para extraer la médula y los sesos. Bajo el zoom del estereoscopio, esas marcas de vaciado revelaban unas líneas paralelas muy finas, juntas, y algo que parecían depósitos de óxido de hierro, lo que indicaba que la herramienta era de hierro y, muy posiblemente, una lima desgastada.
El primer golpe en el cráneo se había infligido con toda seguridad con una piedra. Al microscopio, había podido extraer unos cuantos fragmentos diminutos de ella, y un examen más detenido había revelado que se trataba de cuarzo.
La caja torácica también se había partido con una piedra y se había abierto después como para llegar al corazón. Los huesos revelaban escasos indicios de traumatismos infligidos por un borde afilado, como un hacha o un cuchillo, ni había lesiones coincidentes con la herida de un disparo. Esto la desconcertaba, porque casi todos los mineros de la época debían de ir sin duda armados con un cuchillo o una pistola.
La crónica periodística del momento en el que fue hallado el cadáver de Emmett Bowdree indicaba que sus huesos se habían encontrado esparcidos por el suelo a cien metros de la puerta de una cabaña; había sido «devorado casi por completo» por el supuesto oso. El artículo del periódico, por cuestión de tacto, no entraba en mucho detalle sobre lo que se había comido el oso o cómo se habían desarticulado los huesos, salvo cuando señalaba que «se habían hallado fragmentos del corazón y otras vísceras a cierta distancia del cadáver, parcialmente devoradas». No hablaba de fuego ni de cocción, y en su examen de los restos Corrie tampoco había encontrado indicios de calor.
A Emmett Bowdree se lo habían comido crudo.
Mientras trabajaba, empezó a visualizar, mentalmente, la secuencia de lesiones infligidas al cuerpo de Bowdree. Lo había atacado un grupo: ninguna persona habría podido despedazar por sí sola un cuerpo humano con tan extremada violencia. Le golpearon en la nuca con una piedra, provocándole una fractura craneal desplazada severa. Aunque puede que no lo matara al instante, casi con absoluta certeza lo dejó inconsciente. Le dieron al cuerpo una paliza brutal con la que le rompieron casi todos los huesos y luego procedieron a cortar y golpear las principales articulaciones: había pruebas de cortes aleatorios y desorganizados hechos con piedras rotas seguidos de una separación de los puntos de unión por medio de una gran fuerza lateral. Tras romperle las articulaciones, le arrancaron los brazos y las piernas del torso, le cortaron las piernas a la altura de las rodillas, le abrieron el cráneo y le extrajeron los sesos, le descarnaron los huesos, rompieron los más grandes y le extrajeron la médula, y le sacaron casi todos los órganos. Al parecer, los asesinos solo tenían una herramienta, una lima desgastada, que complementaron con trozos afilados de cuarzo, con sus manos y con sus dientes.
Corrie suponía que la matanza había comenzado como consecuencia de un ataque de furia y de rabia, y luego se había convertido, más que nada, en un banquete de caníbales. Se apartó de los restos un momento, pensativa. ¿Qué banda podía haber hecho eso? ¿Por qué? Seguía pareciéndole tremendamente extraño que una banda de asesinos rondara las montañas en la década de 1870 sin armas ni cuchillos. ¿Y por qué no habían cocinado la carne? Era casi como si se tratara de una tribu de asesinos prehistóricos, despiadados y salvajes.
«Despiadados y salvajes». Mientras se calentaba delante del calefactor, frotándose las manos, su pensamiento se retrotrajo una vez más al terrible incendio que había tenido lugar la noche anterior, y a la muerte de aquella chica, Jenny Baker. Era espantoso que la familia entera hubiera perecido en el incendio de ese modo. Un empleado de mantenimiento había pasado por el almacén hacía una hora y le había dado la noticia. No le extrañaba que los guardias de seguridad de The Heights le hubieran permitido pasar esa mañana a las diez con un simple movimiento de cabeza y la hubieran dejado a su aire sin advertencia de ningún tipo.
El horror de todo aquello y el rostro de Jenny Baker, tan entusiasta y tan guapa, la atormentaban. «Céntrate en tu trabajo», se dijo irguiéndose y preparándose para poner otro hueso en la platina y examinarlo.
Lo que de verdad necesitaba era hacerse con otros restos para compararlos. Pendergast le había dicho que iba a ayudarla a localizar a más descendientes. Hizo una breve pausa en su trabajo y trató de averiguar qué era lo que le molestaba tanto de aquello. Su personalidad era tan fuerte que dominaba cualquier situación en la que se viera involucrado. Pero ese era un proyecto que le pertenecía a ella, y quería hacerlo sola. No quería que la gente del John Jay, particularmente su director de tesis, desestimara su trabajo por haber recibido la ayuda de un superagente del FBI. La más mínima intervención de Pendergast podría contaminar su logro y darles pie a que lo rechazaran por completo.
Corrie se deshizo de aquellos pensamientos de inmediato. El hombre acababa de salvarle la carrera y posiblemente hasta la vida. Mostrarse tan posesiva, tan dominante, era una grosería. Además, Pendergast siempre rehuía el reconocimiento y la publicidad.
Se quitó los guantes para poner una tibia en la platina del microscopio y la fue moviendo hasta que la luz la iluminó desde el ángulo perfecto. Mostraba los mismos indicios que los otros huesos: fracturas con respuesta plástica, sin rastro de curación, arañazos y el juego de dientes más claro de todos hasta el momento. Los que habían hecho aquello eran unos monstruos. ¿O estaban verdaderamente furiosos?
Tenía las manos casi heladas, pero consiguió hacer una serie de fotografías antes de parar para volver a calentarse con el calefactor.
Claro que podía ser que aquel fuera un caso aislado. Quizá a las otras víctimas sí las había devorado un oso grizzly solitario. La prensa citaba textualmente a testigos que habían visto al animal y, en un caso, habían hallado a un minero a medio devorar, o por lo menos con los huesos mordisqueados. Se vio seriamente tentada de echar un vistazo a otro de los ataúdes, pero resistió la tentación. A partir de ahora, lo iba a hacer todo de forma total y absolutamente legal.
Tras recuperar la sensibilidad en las manos, se irguió. Si los otros restos demostraban que aquello era obra de una banda de asesinos, tendría que modificar su tesis. Tendría entre manos un caso de asesinos en serie con ciento cincuenta años de antigüedad y por documentar. Y eso estaría fenomenal, y le daría un buen empujón a su incipiente trayectoria profesional, si conseguía resolverlo, claro.