Larry Chivers había visto muchas escenas de destrucción en su trayectoria profesional como investigador de incendios, pero jamás había presenciado nada como aquello. La casa era gigantesca, cerca de mil quinientos metros cuadrados, y se había construido con inmensos maderos, vigas, paredes de tronco y tejados altísimos de madera de cedro. Había ardido con tal violencia que habían quedado charcos de cristales donde estaban las ventanas y hasta se habían combado los perfiles doble T de acero usados como vigas de flexión. La nieve se había desvanecido por completo en un radio de quinientos metros alrededor de la casa y los restos carbonizados aún irradiaban calor y despedían columnas de pestilente vapor.

A Chivers, que dirigía una consultoría de investigación de incendios a las afueras de Grand Junction, lo habían llamado a las siete de la mañana. Casi siempre trabajaba para compañías de seguros que pretendían demostrar que el incendio era premeditado para no tener que pagar las indemnizaciones, pero a veces lo llamaba la policía para que determinara si el fuego había sido accidental o un delito. Esta era una de esas veces.

Había un trayecto de dos horas desde Grand Junction, pero lo había hecho en noventa minutos, conduciendo como un loco su camioneta Dodge. A Chivers le gustaba viajar con la barra estroboscópica encendida y la sirena a tope, sobrepasando a todos los pobres imbéciles que tenían que respetar los límites de velocidad en la interestatal. Para añadirle atractivo al caso, la Policía de Roaring Fork pagaba bien y no andaban escatimando como otras comisarías para las que trabajaba.

Sin embargo, el horror de aquel escenario había enfriado su entusiasmo. Hasta Morris, el jefe de policía, parecía deshecho: tartamudeaba, balbucía, no era capaz de hacerse cargo. Chivers hizo todo lo posible por librarse de esa mala sensación. A fin de cuentas, se trataba de ricachones de Hollywood que usaban aquellas mansiones colosales como segunda vivienda —¡segunda vivienda!— solo unas cuantas semanas al año. Costaba sentir compasión por gente así. Seguramente el propietario se podía hacer otras cinco más como aquella sin que apenas lo notara su bolsillo. Del dueño de aquella casa, un tipo llamado Jordan Baker, no se sabía nada y nadie había podido dar con él aún para informarle del incendio. Su familia y él probablemente estarían fuera, en algún lugar de vacaciones muy pijo. O igual tenían una tercera vivienda; a Chivers no le sorprendería.

Empezó a prepararse para la inspección, comprobando y organizando el equipo, probando la grabadora digital, poniéndose los guantes de látex. Lo bueno de la aparente parálisis del jefe de policía era que los de criminalística, que aún andaban reuniéndose y esperando para intervenir, no habían toqueteado ni desordenado todavía el escenario del incendio. Morris los había mantenido a todos al margen, esperando a que Chivers llegara, y este se lo agradecía. Aunque, como de costumbre, los bomberos, que destrozaban los suelos y las paredes a hachazos, removían los escombros con palas y lo empapaban todo de agua, ya le suponían un trastorno considerable. El cuerpo de bomberos ya había analizado someramente la integridad del edificio, había identificado las zonas inestables y las había acordonado.

Chivers se colgó la bolsa del hombro y le hizo un gesto al jefe Morris.

—Listo.

—Bien —contestó Morris, ausente—. Estupendo. Rudy le guiará.

El bombero llamado Rudy le levantó la cinta que acordonaba la vivienda para que pasara y él lo siguió por el pasillo de ladrillo y cruzó el umbral de lo que había sido la puerta principal. El escenario del incendio apestaba a plástico, madera y poliuretano quemados y empapados. Aún quedaba algo de calor residual; pese a la gélida temperatura, la casa todavía lanzaba columnas de vapor al frío cielo azul. Aunque lo obligaban a llevar casco, no se había puesto la careta antigás. Chivers se veía a sí mismo como un investigador de incendios a la antigua usanza, duro, sensato, que se fiaba más de la intuición y dejaba la ciencia a las ratas de laboratorio. Estaba acostumbrado al hedor y necesitaba que su nariz olfateara cualquier residuo de acelerante.

Al pasar la puerta, se detuvo en lo que había sido la entrada. La segunda planta se había derrumbado sobre la primera y causado un tremendo caos. La escalera conducía al cielo. En las partes bajas, había charcos de cristales y metales, junto con montones de porcelana destrozada por el fuego.

Pasó de la entrada a lo que obviamente había sido la cocina, observando el patrón de la abrasión. Su prioridad era determinar si el incendio había sido provocado, si se había cometido un delito, y Chivers ya tenía claro que sí. Solo un acelerante podría haber hecho que un fuego ardiera tan rápido y tan intensamente. Se lo confirmó un vistazo a la cocina, donde pudo ver sutiles patrones de vertido en los restos del suelo de pizarra. Se arrodilló, sacó de la bolsa un detector portátil de hidrocarburo y tomó algunas muestras desplazando el aparato en el aire. Con tranquilidad.

Aún arrodillado, clavó un cuchillo en el suelo quemado y descascarillado, arrancó un par de pedacitos y los metió en bolsas de nailon para pruebas.

La cocina era un desastre, todo fundido, carbonizado, derretido. En el centro había caído uno de los baños de la segunda planta, y los restos de una bañera con patas, de hierro revestido de porcelana; además, había trozos del lavabo, del váter y del suelo de baldosas amontonados y esparcidos por todas partes.

Con el detector, obtuvo una señal claramente positiva de los restos del baño de la segunda planta. Avanzando a cuatro patas, con el detector casi pegado al suelo, Chivers hizo una pasada por la zona. Los niveles de hidrocarburo parecían aumentar a medida que se aproximaba a la bañera. Se levantó y se asomó dentro. Había mucho material en su interior y, al fondo y una capa gruesa de mugre negra en la que estaban incrustados los escombros.

Examinó la mugre agitándola un poco con el dedo enguantado. El detector se volvió loco. Y entonces Chivers paró en seco. Entre la mugre y los escombros, vio asomar unos fragmentos de huesos y, en la zona que había agitado, unos dientes. Dientes humanos. Tanteó despacio con el dedo enguantado y dejó al descubierto un pedazo pequeño de cráneo, un trozo de mandíbula y el borde de una cavidad orbitaria.

Buscó un punto de apoyo y bajó el detector. La aguja se disparó de nuevo.

Sacó la grabadora digital y empezó a murmurarle algo. La casa no estaba vacía, después de todo. Era evidente que alguien había colocado un cuerpo en la bañera y lo había quemado con un acelerante. Dejando a un lado la grabadora, sacó otra bolsa de pruebas y tomó muestras de los escombros y de la mugre, incluidos algunos fragmentos pequeños de huesos. Mientras hurgaba en la pasta negra, vio brillar algo: un trozo de oro, sin duda en su día alguna joya. Eso lo dejó pero cogió muestras del polvillo y la mugre que lo rodeaban, incluida una falange carbonizada.

Se puso de pie, con la respiración acelerada y un poco de náuseas. Aquello era algo más de lo que solía encontrarse. Claro que, evidentemente, ese iba a ser un caso gordo. Muy gordo. «Céntrate en eso», se dijo inspirando hondo una vez más.

Chivers le hizo una seña a Rudy y siguió al bombero por el resto de la casa, usando el detector, tomando muestras y registrando sus observaciones con la grabadora digital de bolsillo. El cuerpo carbonizado de lo que en su día fuera un perro se hallaba fundido al suelo de piedra en la salida posterior de la casa. A su lado había dos montones largos y desordenados de cenizas granulosas, que Chivers identificó como los restos achicharrados de dos víctimas más, tendidas una junto a la otra, ambos adultos a juzgar por la longitud de los restos. Más fragmentos de oro y plata.

¡Cielo santo! Hizo una lectura con el detector, pero no registró nada significativo. Por el amor de Dios, nadie le había dicho (y entonces cayó en la cuenta de que probablemente no lo supieran) que el incendio se había cobrado vidas humanas.

Respiró hondo un par de veces más y siguió adelante. Entonces, en lo que había sido el salón, dio con algo más. En montones encharcados yacían los escombros del piso de arriba que se había desplomado y, en el centro, parte de los muelles medio derretidos de un somier. Al acercarse, detectó unos aros de alambre de embalar enganchados a los muelles, como si hubieran amarrado algo a la cama. Cuatro aros, aproximadamente a la altura de los tobillos y de las manos. En uno de ellos, divisó un fragmento de una pequeña tibia adolescente.

¡Madre mía! Chivers pasó el detector por allí y, una vez más, la aguja se disparó. Era más que evidente lo que había ocurrido: habían atado a alguien joven a la cama, lo habían rociado de acelerante y le habían prendido fuego.

—Necesito que me dé un poco el aire —espetó de pronto, y se levantó, tambaleándose—. Aire.

El bombero lo agarró del brazo.

—Déjeme que le ayude a salir, señor.

Mientras abandonaba el escenario del incendio y recorría bamboleándose el pasillo de la entrada de la casa, Chivers vio con el rabillo del ojo a un hombre pálido vestido de negro, sin duda el juez de instrucción, que lo miraba fijamente. Hizo un esfuerzo inmenso por recobrar la compostura.

—Estoy bien, gracias —le soltó al bombero, zafándose de la embarazosa mano que lo sujetaba. Miró alrededor, localizó al jefe Morris en el improvisado centro de mando, rodeado por los equipos de criminalística allí congregados: fotógrafos, técnicos de pelo y fibra, huellas, balística, ADN… cambiándose de ropa y preparándose para entrar.

«Tranquilízate», se dijo. Pero no podía tranquilizarse. Le temblaban las piernas y le costaba caminar derecho.

Se acercó al jefe Morris, que sudaba, a pesar del frío.

—¿Qué ha encontrado? —le preguntó angustiado.

—Es el escenario de un crimen —dijo Chivers procurando que no le temblara la voz. Le bailaban lucecitas delante de los ojos—. Cuatro víctimas. De momento, por lo menos cuatro.

—¿Cuatro? Ay, Dios mío, entonces estaban dentro. La familia entera. —El jefe se enjugó la frente con una mano temblorosa.

Chivers tragó saliva.

—Uno de los restos es de… de un adolescente a quien… ataron a la cama, rociaron de acelerante… y prendieron fuego. A otro lo quemaron en… en…

Mientras Chivers intentaba pronunciar las palabras, el jefe Morris se puso blanco como el papel. Pero el investigador apenas se dio cuenta, porque su propio mundo fue oscureciéndose poco a poco.

Aún no había logrado terminar la frase cuando sufrió un desmayo y se desplomó en el suelo.