Corrie Swanson entró en el comedor del hotel Sebastian y la deslumbró su elegancia. Estaba decorado al estilo decimonónico de los llamados «alegres noventa», con papel pintado de terciopelo rojo, adornos de bronce bruñido y vidrio tallado, techo de estaño prensado y mesas y sillas de caoba de la época victoriana rematadas de seda y oro. Desde los ventanales, se veían las resplandecientes luces de Navidad de Main Street y las laderas impolutas, las pistas de esquí y los picos de las montañas al fondo.
Aunque era casi medianoche, el comedor estaba atestado, y el agradable murmullo de voces se mezclaba con el tintineo de la cristalería y el ajetreo de los camareros. La luz era tenue y le llevó un momento divisar la figura solitaria de Pendergast, sentado a una mesa discreta, junto a una de las ventanas.
Ignoró las incisivas preguntas del maître sobre si podía ayudarla —aún iba vestida con la ropa de la cárcel— y se fue derecha a la mesa de Pendergast. Él se levantó y le tendió la mano. La sobresaltó su aspecto: lo vio más pálido, más delgado y más ascético de lo habitual; casi «purificado», habría dicho.
—Corrie, me alegro de verla.
Le envolvió la mano con la suya, fría como el mármol, y luego le apartó la silla para que se sentara. Ella tomó asiento.
Había estado ensayando lo que iba a decirle, pero todo le salió en un precipitado barullo.
—No puedo creer que esté libre, ¿cómo voy a agradecérselo? Estaba desesperada, de mierda hasta arriba porque, como ya sabe, me habían obligado a aceptar diez años. Gracias, gracias por todo, por salvarme el culo, por rescatarme de mi asombrosa e imperdonable estupidez. Lo siento mucho, ¡muchísimo!
Pendergast alzó la mano para detener aquella avalancha de palabras.
—¿Le apetece beber algo? ¿Vino, quizá?
—Mmm, solo tengo veinte años.
—Ah, naturalmente. Pediré una botella para mí, entonces.
Cogió la carta de vinos, encuadernada en piel, tan inmensa que podría haber sido un arma arrojadiza.
—Esto, desde luego, es preferible a la cárcel —dijo Corrie mirando alrededor, inhalando el ambiente, el aroma a comida.
Le costaba creer que hacía solo unas horas estuviera entre rejas, convencida de que había arruinado por completo su vida. Pero, una vez más, había aparecido el agente Pendergast, como un ángel de la guarda, y todo había cambiado.
—Han tardado más de lo que yo esperaba en hacer todo el papeleo —dijo Pendergast examinando la carta de vinos—. Por suerte, el comedor del Sebastian está abierto hasta tarde. Creo que el Château Pichon-Longueville del 2000 estará bien, ¿no le parece?
—No sé nada de vinos, lo siento.
—Debería aprender. Es uno de esos placeres auténticos y ancestrales que hacen la existencia humana tolerable.
—Eh… sé que no es el momento, pero tengo que preguntárselo… —Notó que se ponía colorada—. ¿Por qué me ha rescatado así? ¿Y por qué se toma tantas molestias conmigo? Me sacó de Medicine Creek, me pagó el internado, me está ayudando a costear los estudios en el John Jay. ¿Por qué? Yo no paro de meter la pata.
Pendergast le dedicó una mirada inescrutable.
—El costillar de cordero de Colorado para dos iría bien con el vino. Tengo entendido que es excelente.
Corrie contempló la carta. La verdad es que estaba muerta de hambre.
—Por mí está bien.
Pendergast le hizo una seña al camarero y pidió.
—Bueno, volviendo a lo que decía… Me gustaría mucho saber, de una vez por todas, por qué me ha estado ayudando todos estos años. Sobre todo cuando no paro de pifiarla.
Le dedicó de nuevo aquella mirada impenetrable.
—¿Pifiarla? Veo que su afición por los eufemismos con encanto no ha remitido.
—Ya sabe a qué me refiero.
Aquella mirada parecía no tener fin. Entonces Pendergast dijo:
—Algún día quizá se convierta en una buena policía o criminóloga. Por eso. No hay otra razón.
Corrie notó que volvía a ruborizarse. No estaba segura de que le gustase la respuesta. Deseó no haber formulado la pregunta.
Pendergast volvió a coger la carta de vinos.
—Es asombrosa la cantidad de botellas de excelente vino francés de cosechas exquisitas que han llegado hasta esta pequeña población en medio de las montañas. Confío en que se beban pronto; la altitud de esta ciudad es de lo más inadecuada para el burdeos. —Dejó la carta—. Y ahora, Corrie, por favor, cuénteme con detalle lo que observó en los huesos de Emmett Bowdree.
Ella tragó saliva. Pendergast era tan condenadamente… hermético.
—Solo tuve unos minutos para examinarlos, pero estoy segura de que a ese tipo no lo mató un oso grizzly.
—¿Tiene pruebas?
—Hice algunas fotografías, pero me confiscaron la tarjeta de memoria. Le puedo contar lo que vi o, por lo menos, lo que me pareció ver.
—Excelente.
—Para empezar, el cráneo presentaba indicios de haber sido aplastado con una piedra. Y el fémur derecho tenía arañazos realizados con un utensilio romo, sin muestras, que yo pudiera ver, de reacción ósea o infecciosa.
Pendergast asintió despacio con la cabeza.
Ella prosiguió, cada vez más segura de sí misma.
—Me pareció ver leves marcas de dientes humanos en parte del hueso esponjoso. Eran levísimas y romas, no afiladas como las de un oso. Creo que el individuo fue víctima de canibalismo.
Llevada por el entusiasmo, había alzado la voz más de lo que pretendía, por lo visto. Los comensales que estaban más cerca de ella la miraban fijamente.
—Ups —dijo bajando la mirada a su trozo de mesa.
—¿Le ha hablado de esto a alguien?
—Aún no.
—Muy bien. Guárdelo en secreto. Solo causaría problemas.
—Pero necesito acceso a más restos.
—Estoy en ello. De los otros mineros, confío en que podríamos encontrar descendientes en al menos unos cuantos casos. Luego, como es lógico, tendríamos que solicitar permiso.
—Ah. Gracias, pero ¿sabe?, eso ya lo puedo hacer yo. —Hizo una pausa—. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse? ¿Unos días?
—Esta es una localidad tan rica, incontinente, hermosa. Creo que aún no había conocido nada así. Y resulta encantadora en Navidades.
—Entonces se va a quedar… ¿mucho tiempo?
—Aquí llega el vino.
Llegó junto con dos copas grandes. Corrie observó a Pendergast proceder con la rutina de agitar el caldo en la copa, olfatearlo, catarlo, volver a catarlo.
—Acorchado, me temo —le dijo al camarero—. Traiga otra botella, por favor. Que sea del 2001, para curarnos en salud.
Disculpándose profusamente, el camarero salió disparado con la botella y la copa.
—¿Acorchado? —preguntó Corrie—. ¿Qué es eso?
—El corcho es un contaminante del vino, que, según dicen, le da cierto regusto a perro mojado.
Llegó la nueva botella y Pendergast procedió con la rutina de nuevo, esta vez asintiendo con la cabeza a modo de aprobación. El camarero llenó la copa y volvió la botella hacia Corrie. Ella se encogió de hombros y él se la llenó también.
Corrie dio un sorbo. Le sabía a vino, ni más, ni menos.
—Este es casi tan bueno como el Mateus que solíamos beber en Medicine Creek.
—Veo que aún disfruta provocándome.
Ella dio otro sorbo. Era asombroso lo rápido que se estaba esfumando el recuerdo de la cárcel.
—Volviendo al asunto de mi liberación, ¿cómo lo ha hecho?
—Casualmente yo ya volvía a Nueva York cuando recibí su segunda carta.
—¿Se hartó de viajar por el mundo?
—Fue su primera carta, en parte, la que me instó a volver.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
En lugar de contestar, Pendergast se asomó al rubí oscuro de su copa.
—Tuve suerte de localizar a la capitana Bowdree tan rápidamente. Se lo conté todo con franqueza: que a su antepasado lo habían exhumado sin miramientos de su histórico camposanto para hacerle sitio a un balneario. Le expliqué quién era usted, qué formación tenía, que el jefe de policía le había prometido acceso a los restos y luego se lo había negado. Le conté su temeraria entrada por la fuerza en el almacén y que la habían pillado con las manos en la masa. Y luego le dije que se enfrentaba a una condena de diez años de cárcel.
Pendergast dio un sorbo a su vino.
—La capitana comprendió inmediatamente la situación. No estaba dispuesta a que, en palabras suyas, «la jodieran así». Repitió esa frase varias veces con notable énfasis, lo que me condujo a creer que quizá había tenido alguna experiencia personal de ese tipo, tal vez en el ejército. En cualquier caso, juntos redactamos una carta bastante eficaz en la que, por un lado, se amenazaba con poner el caso en manos del FBI y, por otro, le concedía a usted permiso para estudiar los restos de su antepasado.
—Ah —dijo Corrie—. ¿Y así es como logró sacarme?
—Esta tarde ha habido una sesión del consistorio bastante tumultuosa en la que he comentado la carta de la capitana. —Pendergast se permitió una levísima sonrisa—. Mi presentación ha sido de lo más efectiva. Mañana lo leerá todo en el periódico.
—Bueno, me ha salvado el trasero. No sé cómo agradecérselo. Y, por favor, dele las gracias a la capitana en mi nombre.
—Lo haré.
Empezó a oírse un fuerte murmullo en el comedor, un revuelo. Varios clientes habían comenzado a mirar hacia los ventanales y algunos se habían levantado de sus mesas y señalaban hacia fuera. Corrie siguió sus miradas y vio una pequeña luz amarilla parpadeante cerca de uno de los montes próximos. Mientras miraba, el tamaño y la intensidad de la luz crecieron rápidamente. Cada vez eran más los clientes que se levantaban y algunos se acercaban a las ventanas. Aumentó el alboroto.
—¡Cielo santo, es una casa en llamas! —exclamó Corrie levantándose también para ver mejor.
—Eso parece.
El fuego se expandía con asombrosa rapidez. Parecía una casa enorme y las llamas la engullían con creciente violencia, saltando al aire de la noche, lanzando columnas de chispas y de humo. Se oyó un camión de bomberos en alguna parte de la ciudad, seguido de otro. El comedor entero estaba en pie, con los ojos clavados en la montaña. El horror se había apoderado de los comensales, luego el silencio, en el que resonó una voz.
—¡Esa es la casa de los Baker, en The Heights!