Unos minutos después de la medianoche, un Porsche 911 Turbo S Cabriolet plateado se dirigió a la elegante puerta principal del número 3 de Quaking Aspen Drive. Sin embargo, no se detuvo allí, sino que continuó hasta acercarse a la entrada del garaje de cuatro plazas que había un poco más adelante.
El joven que iba al volante aparcó el vehículo.
—Por fin en casa —dijo—. Como querías.
Se inclinó por encima del cambio de marchas para besuquear a la chica que ocupaba el asiento del copiloto.
—Para ya —le pidió ella apartándolo.
Él se fingió dolido.
—Soy tu amigo, ¿no?
—Sí.
—Pues déjame que lo disfrute —añadió intentándola besar de nuevo.
—Qué idiota. —La chica bajó del coche riendo—. Gracias por la cena.
—Y por la película.
—Y por la película.
Jenny Baker cerró la puerta de golpe, luego vio el coche alejarse por el largo y curvilíneo camino de entrada hasta llegar a la carretera que conducía a la garita de The Heights, en el valle, a poco menos de un kilómetro de distancia. Para muchas de sus amigas de Hollywood High, perder la virginidad era una especie de honor; cuanto antes, mejor. Pero Jenny no lo veía así. No en la primera cita. Y menos aún con un memo como Kevin Traherne. Como muchos de los chicos de Roaring Fork, pensaba que el dinero de su padre era lo único que le hacía falta para camelarse a una chica.
Jenny se acercó a la puerta del garaje, tecleó un código en el panel y esperó a que la puerta se levantara. Luego pasó por delante de la fila de resplandecientes coches caros, pulsó el botón para cerrar y entró en la casa. La alarma estaba, como siempre, desconectada; había pocos robos en Roaring Fork, y ni uno solo en The Heights, salvo que se contase cuando Corrie Swanson se había colado en el almacén, claro. Le vino a la mente de nuevo la sesión del consistorio de esa tarde, y el intimidatorio agente del FBI vestido de negro que había llegado como un ángel vengador. Le daba pena el jefe Morris; era un tipo decente, pero tenía un verdadero problema: se dejaba avasallar por los demás, como por esa bruja de Kermode. En cualquier caso, se alegraba de que el agente Pendergast, recordó que así se llamaba, hubiera sacado a Corrie de la cárcel. Esperaba volver a toparse con ella, preguntarle por el John Jay, quizá, siempre que el jefe no anduviera cerca.
Jenny pasó por el cuarto de aseo, cruzó la despensa y entró en la espaciosa cocina de la típica vivienda de vacaciones. A través de las puertas de cristal, pudo ver el árbol de Navidad, cubierto y adornado de lucecitas. Sus padres y su hermana pequeña estarían arriba, durmiendo.
Encendió de golpe todas las luces. Se iluminaron la larga encimera de granito, el horno Wolf, el frigorífico combo Sub-Zero con sus unidades de congelación, las tres puertas que conducían respectivamente al lavadero, la segunda cocina y el comedor.
De pronto se dio cuenta de que no había oído el golpeteo de unas uñas en el suelo, que ningún perro greñudo y cariñoso había salido a saludarla meneando su cola deforme.
—¿Rex? —lo llamó.
Nada.
Se encogió de hombros, cogió un vaso de uno de los armarios, se acercó al frigorífico, decorado, como siempre, con las estúpidas fotos de Nicki Minaj que colgaba Sarah, se sirvió un vaso de leche y se sentó a la mesa en el rincón del desayuno. Había una pila de libros y revistas en el asiento de la ventana; apartó algunos y, al hacerlo, observó que por fin Sarah había seguido su consejo y había empezado a leer La colina de Watership, y aprovechó para coger su ejemplar de La justicia penal en nuestros días, de Schmalleger. Entonces reparó en que una de las sillas de la cocina estaba tirada en el suelo.
Qué desastre.
Encontró la página hasta donde había leído y continuó la lectura, bebiendo sorbitos de leche al mismo tiempo. A su padre, un importante abogado de Hollywood, le enfurecía que Jenny quisiera estudiar criminalística. Para él los policías y los fiscales eran formas de vida inferiores, pero, en realidad, él era en parte responsable de su interés. Todas las películas de acción policial a cuyo estreno había asistido —producidas o dirigidas por clientes de su padre— habían logrado que le fascinara aquel trabajo desde una edad muy temprana. Y, a partir del otoño siguiente, estudiaría la materia a jornada completa, como alumna de primero de la Universidad Northeastern.
Cuando se terminó la leche, volvió a cerrar el libro, llevó el vaso al fregadero, salió de la cocina y enfiló las escaleras rumbo a su habitación. Su padre tenía contactos suficientes para impedir que le dieran trabajos de verano en la policía de California, pero no para evitar que trabajara como becaria durante las vacaciones de Navidad allí, en Roaring Fork. La sola idea lo volvía loco.
Y eso, claro, lo hacía más divertido.
La enorme y laberíntica casa permanecía en calma. Ascendió la escalera de caracol hasta la segunda planta; el rellano estaba oscuro y silencioso. Mientras subía, pensó de nuevo en el misterioso agente del FBI. «El FBI —se dijo—. Quizá el próximo verano debería solicitar una beca en Quantico…».
Al final de las escaleras, se detuvo. Pasaba algo. Por un instante, no supo bien de qué se trataba. Entonces cayó en la cuenta: la puerta de Sarah estaba abierta de par en par y una tenue luz se proyectaba en la penumbra del pasillo.
Sarah, que tenía dieciséis años, estaba en esa etapa adolescente en que la intimidad era primordial. Últimamente su puerta estaba cerrada a todas horas. Jenny olisqueó el aire, pero no olía a hierba. Sonrió: su hermana debía de haberse quedado dormida leyendo una revista o algo. Así podría colarse en su cuarto y reorganizarle las cosas. Seguro que eso la molestaría.
Con sigilo, enfiló el pasillo y se acercó de puntillas al cuarto de su hermana. Llegó hasta el marco de la puerta, puso una mano en él y asomó la cabeza muy despacio.
Al principio, le costó procesar lo que estaba viendo. Sarah estaba tumbada en la cama, amarrada con alambre, con un trapo sucio en la boca y una bola de billar —con un número, el siete, grabado en su superficie amarilla y blanca— apoyada en el trapo y sujeta a la nuca con una cuerda elástica. Bajo la tenue luz azul, Jenny vio que las rodillas de su hermana sangraban profusamente y manchaban de un rojo negruzco las sábanas. Boquiabierta de espanto y horror, descubrió que Sarah la miraba fijamente, con los ojos como platos, aterrada, suplicante.
Entonces vio algo con el rabillo del ojo. Al volverse, descubrió espantada una temible aparición en el pasillo, a su lado; vestía vaqueros negros y una chaqueta de cuero negro muy ajustada. La figura guardaba silencio y estaba completamente inmóvil. Llevaba guantes y sostenía un bate de béisbol. Lo peor de todo era la máscara de payaso: blanca, con enormes labios rojos que sonreían diabólicos, e intensos coloretes en ambas mejillas. Jenny retrocedió tambaleándose, las piernas le flojeaban. Por los orificios, a ambos lados de la larga y puntiaguda nariz, pudo ver unos ojos oscuros que la miraban, aterradoramente inexpresivos, en terrible contrapunto con la máscara de lasciva sonrisa.
Jenny abrió la boca para gritar, pero la figura, que saltó de pronto con violencia, se abalanzó sobre ella y le tapó la nariz y la boca con un paño de espantoso olor. Mientras perdía el conocimiento y se desplomaba en el suelo, oyó un lamento débil y agudo proveniente de la mordaza de Sarah…
Despacio, muy despacio, recobró el sentido. Todo era borroso e indefinido. Por un instante, no supo dónde estaba. Se hallaba tumbada en algo duro y liso que la envolvía. Luego, al mirar alrededor en la oscuridad, lo comprendió: se encontraba en la bañera de su aseo privado. ¿Qué hacía allí? Le parecía que había estado dormida durante horas, pero no: el reloj colgado encima del lavabo marcaba las 12.50. Solo había estado inconsciente un par de minutos. Intentó moverse y descubrió que estaba atada de pies y manos.
Fue entonces cuando el recuerdo de lo sucedido le vino a la cabeza y cayó sobre ella como un peso muerto.
El corazón se le aceleró de inmediato, golpeándole el pecho con fuerza. Aún llevaba el trapo en la boca. Trató de escupirlo y vio que no podía. La fuerte ligadura de la cuerda le raspaba las muñecas y los tobillos. Las fotografías de escenas de crímenes que había visto, terribles, desfilaron rápidamente por su cabeza.
«Me van a violar», pensó estremeciéndose al recordar aquella máscara de payaso de mirada lasciva. Pero no. Si lo que pretendía era violarla, no la habría atado de aquel modo. Aquello era una invasión de la propiedad privada, y ella lo había pillado in fraganti.
Una invasión de la propiedad privada.
«A lo mejor, lo único que quiere es dinero —se dijo—. Igual solo quiere las joyas. Cogerá lo que sea y se irá, y luego…».
Pero era tan espantosamente sigiloso, tan diabólicamente calculador. Primero Sarah, después ella…
«¿Y papá y mamá?».
Al pensarlo, sintió un pánico absoluto.
Se revolvió con violencia, moviendo la mandíbula, empujando con la lengua el paño que tenía metido a presión en la boca. Quiso levantarse, pero le recorrió las piernas un dolor insoportable que casi la hizo desmayarse. Vio que le había golpeado las rótulas como a su hermana, porque los bordes blancos de hueso roto sobresalían por la carne abierta y ensangrentada. Recordó el bate de béisbol que aquel tipo sostenía en la mano enguantada de negro, y una nueva punzada de pánico la hizo gemir y revolcarse en el fondo de la bañera pese al horrible dolor en las rodillas.
De pronto, oyó sonidos de lucha procedentes del pasillo: su padre gritando, su madre chillando de miedo. Jenny escuchó con indecible horror. Oyó que se volcaban muebles, que se rompían cristales. Los gritos de su madre aumentaron de volumen. Un fuerte estrépito. De pronto, los alaridos de rabia y de sobresalto de su padre se convirtieron en aullidos de dolor. Se oyó un terrible chasquido como de madera sobre hueso y la voz de su padre se extinguió bruscamente.
Jenny aguzó el oído en el tremendo silencio, gimoteando bajo la mordaza, con el corazón cada vez más alborotado. Un instante después, captó otro sonido: sollozos, unos pies que corrían. Era su madre enfilando el pasillo, tratando de escapar. La oyó entrar en el cuarto de Sarah, oyó su grito. Entonces se escucharon pasos más fuertes en el pasillo. No eran los de su padre.
Otro grito de miedo de su madre, el sonido de unos pies bajando las escaleras. «Conseguirá escapar —se dijo Jenny, y la esperanza creció de pronto en su interior como una luz blanca—. Activará la alarma, saldrá corriendo, avisará a los vecinos, llamará a la policía…».
Los pasos del desconocido, más rápidos ahora, bajaron estrepitosamente las escaleras.
Con el corazón en la boca, Jenny percibió los sonidos que iban debilitándose. Oyó a su madre correr hacia la cocina, al panel principal de la alarma. Escuchó un grito cuando él, al parecer, la interceptó. El ruido de una silla volcada, el de vasos y platos haciéndose añicos en el suelo. Jenny, revolviéndose para zafarse de las ataduras, lo oyó todo, siguió aterrada la persecución. Oyó a su madre cruzar corriendo el cuarto de estar, el salón, la biblioteca. Un instante de silencio. Y luego el sonido de algo que se deslizaba con sigilo: era su madre abriendo con cuidado la puerta que llevaba a la piscina cubierta. «Va a salir por la puerta de atrás —se dijo—. Por detrás, para poder llegar a la casa de los MacArthur…».
De pronto, se produjo una ráfaga de golpes brutales, su madre profirió un solo grito agudo, y después se hizo el silencio.
No, no del todo. Mientras escuchaba, con los ojos como platos, gimoteando, la sangre zumbándole en los oídos, distinguió de nuevo los pasos del desconocido. Ahora se movía despacio, deliberadamente. Y se acercaba. Estaba cruzando el vestíbulo principal. Volvía a subir las escaleras: oyó chirriar el peldaño que su padre no paraba de decir que iba a arreglar.
Más cerca. Más cerca. Los pasos se aproximaban al pasillo. Estaban en su dormitorio. Y, de pronto, una figura oscura apareció en el umbral de la puerta de su baño. Muda, salvo por la agitada respiración. La máscara de payaso la miró lasciva. Ya no llevaba el bate de béisbol en una mano, sino una botella de plástico arrugada, que irradiaba un dorado pálido bajo la tenue luz.
La figura entró en el baño.
Al verlo aproximarse, Jenny se revolvió en la bañera, ignorando el dolor en las rodillas. El intruso estaba ya encima de ella. Apuntó hacia ella la botella de plástico y, mientras la apretaba y el líquido salía a chorros, Jenny percibió un fuerte olor: gasolina.
Se revolvió histérica.
El de la máscara de payaso la roció con esmero, sin dejarse nada, empapándole la ropa, el pelo, impregnando la bañera de porcelana. Luego, al tiempo que la lucha de Jenny se hacía aún más violenta, el intruso soltó la botella y retrocedió un paso. Se llevó una mano a uno de los bolsillos de la chaqueta de cuero y sacó una cerilla. Agarrándola con cuidado por el extremo, la frotó contra la superficie rugosa de la pared del baño. La cabeza de la cerilla se convirtió en una llama amarilla. Se meció sobre ella un segundo agónico e interminable.
Y después, cuando el pulgar y el índice se separaron, cayó.
Y el mundo de Jenny se disolvió en un fragor de llamas.