Jenny Baker llegó al ayuntamiento de Roaring Fork abrazada al segundo maletín del jefe de policía Stanley Morris. Él llevaba dos maletines a reventar a todas las reuniones a las que asistía, al parecer, para poder responder a cualquier pregunta que pudiera surgir. Jenny había intentado persuadirlo de que se comprara una tablet, pero Morris era un ludita redomado y se negaba incluso a utilizar el ordenador de sobremesa que tenía en el despacho.
A Jenny no le disgustaba, pese a lo incómodo de tener que ir cargando con dos maletines a todas partes. De momento, le había resultado agradable trabajar para el jefe Morris, que rara vez le exigía nada y era siempre simpático. En las dos semanas que llevaba de becaria en la comisaría, lo había visto nervioso y preocupado, pero nunca enfadado. En ese momento estaba caminando a su lado, charlando de los asuntos de la ciudad, mientras entraban en la sala de sesiones. Las grandes reuniones del ayuntamiento se celebraban en el Teatro de la Ópera, pero aquella, la del 13 de diciembre, a menos de dos semanas de Navidad, no se esperaba que estuviera muy concurrida.
Jenny tomó asiento justo detrás del jefe, en la zona de funcionarios del ayuntamiento. Llegaban temprano —Morris siempre llegaba temprano— y pudo ver entrar al alcalde, a la Junta de Planificación, al fiscal del condado y a otros funcionarios cuyos nombres desconocía. Pegado a sus talones llegó un contingente de The Heights, encabezado por la señora Kermode, con su melena gris a capas perfectamente peinada. La seguían su cuñado, Henry Montebello, y otros hombres trajeados de aspecto anónimo.
El tema principal de la reunión, cuyo orden del día se publicaba regularmente en el periódico, era una propuesta de The Heights sobre la nueva ubicación de los restos mortales desenterrados de Boot Hill. En cuanto dio comienzo la sesión con el habitual juramento de fidelidad y la lectura de las actas, los pensamientos de Jenny derivaron hacia la mujer que había conocido, Corrie, y lo que le había sucedido. Le ponía los pelos de punta. Le había parecido tan agradable, tan profesional, y que la hubieran pillado entrando por la fuerza en un almacén, profanando un ataúd y robando huesos… No había forma de saber de lo que eran capaces algunas personas. Y encima era alumna del John Jay. Nada por el estilo había sucedido jamás en The Heights, y el vecindario aún estaba indignado por ello. Sus padres no hablaban de otra cosa a la hora del desayuno todos los días, incluso ahora, diez días después del suceso.
Durante los preliminares, a Jenny le sorprendió la cantidad de gente que iba ocupando los asientos destinados al público. La zona estaba ya a rebosar. Quizá volviera a estallar la controversia con el asunto del cementerio. Confiaba en que la sesión no se alargara, porque había quedado esa noche para cenar.
Se pasó al primer punto del orden del día. El abogado de The Heights se puso en pie e hizo su presentación con un dejo nasal. The Heights, dijo, proponía que los restos desenterrados se sepultaran ahora en un campo comprado a tal efecto en una loma a unos ocho kilómetros por la carretera 82. A Jenny le sorprendió; había dado por supuesto que los restos volverían a enterrarse dentro de los límites de la ciudad. Ahora entendía por qué había tanta gente allí.
En su jerigonza jurídica, el abogado explicó que aquello era perfectamente legal, razonable, idóneo, preferible y, sin duda, inevitable por diversas razones que Jenny no comprendía. Mientras el abogado proseguía, ella percibió el lento incremento de un murmullo de protesta, hasta algunos silbidos de desaprobación, procedentes de los asientos públicos. Miró en la dirección del ruido. La propuesta, por lo visto, no estaba teniendo muy buena acogida.
Justo cuando estaba a punto de devolver su atención al estrado, vio aparecer al fondo de la zona pública una figura llamativa vestida con un traje de chaqueta negro. Había algo cautivador en aquel hombre. ¿Sería su rostro perfecto de alabastro? ¿O su pelo, rubio casi blanco? ¿O sus ojos, de un azul grisáceo tan claro que, incluso desde el otro extremo de la sala, parecía un extraterrestre? ¿Sería una celebridad? Si no lo era, debía serlo, decidió Jenny.
Ahora se había puesto en pie un paisajista, que soltaba su perorata acompañada de una presentación con imágenes en la pantalla portátil que mostraban una parcela de la zona propuesta para el enterramiento, seguidas de unas vistas en tres dimensiones del futuro cementerio, con sus muros de piedra, una singular arcada de hierro forjado que conducía al interior y los pasillos adoquinados entre las tumbas. Luego vinieron unas fotografías del solar en cuestión: un hermoso prado verde a medio camino de la montaña. Era precioso, pero no estaba en Roaring Fork.
Mientras hablaba, el murmullo de desaprobación y la inquietud de la gente allí congregada aumentaron de intensidad. Jenny reconoció a un reportero del Roaring Fork Times, sentado en la primera fila de la zona pública y, a juzgar por la expresión de deleite anticipatorio de su rostro, esperaba fuegos artificiales.
Por fin, Betty Brown Kermode se levantó para hablar. Entonces se hizo el silencio. Era una presencia imponente en la ciudad —hasta al padre de Jenny parecía intimidarlo— y los que se habían reunido allí para expresar su opinión enmudecieron temporalmente.
Comenzó mencionando el extremadamente desafortunado robo de hacía diez días, la espantosa profanación de un cadáver y la necesidad que eso demostraba de volver a enterrar aquellos restos humanos cuanto antes. Comentó de pasada la gravedad del delito, tal que su autora había accedido a pactar con el fiscal su encarcelación durante diez años.
The Heights, prosiguió, había estado cuidando esos restos con esmero, perfectamente consciente de su sagrado deber: asegurarse de que a aquellos rudos mineros, a aquellos primeros habitantes de Roaring Fork, se les proporcionaba un enterramiento acorde con su sacrificio, su arrojo y su contribución a la apertura del oeste americano. Habían encontrado, dijo, el lugar perfecto donde descansar: en las lomas de Catamount, con unas vistas arrebatadoras a la divisoria continental. Alrededor del cementerio, habían adquirido cuarenta hectáreas de terreno abierto, que sería siempre agreste. Eso era lo que aquellos pioneros de Colorado merecían, no que los apretujaran en una parcela de la ciudad, rodeados del bullicio y el alboroto del comercio, el tráfico, las compras y el deporte.
Fue una presentación muy eficaz. Hasta Jenny se sorprendió coincidiendo con la señora Kermode. Cuando esta volvió a su sitio, ya no se oían las protestas.
El siguiente en ponerse de pie fue Henry Montebello, que había entrado a formar parte de la familia Kermode por vía matrimonial y, en consecuencia, había obtenido un poder y una respetabilidad instantáneas en la ciudad. Era un hombre mayor, flaco, reservado y de aspecto avejentado. A Jenny no le gustaba y, de hecho, le tenía miedo. Hablaba con un acento lacónico del Medio Oeste que, de algún modo, hacía que todos sus comentarios sonaran cínicos. Aunque había sido el arquitecto jefe de The Heights, a diferencia de Kermode no vivía en el complejo, sino que tenía su domicilio personal y su despacho en una gran mansión al otro lado de la ciudad.
Se aclaró la garganta. No se había reparado en gastos, dijo a los presentes, en la construcción de The Heights, y no solo en eso, sino también en garantizar que se ajustaba tanto al espíritu y la estética de Roaring Fork como a la ecología y el medio ambiente locales. Podía afirmar eso, prosiguió Montebello, porque él mismo había supervisado personalmente la preparación de la obra, el diseño de las mansiones y el club, así como la construcción del complejo. Supervisaría también, señaló, la creación del nuevo cementerio con la misma devoción y dedicación que había otorgado a The Heights. De todo aquello se deducía que los ocupantes de Boot Hill, muertos hacía años, habrían de estar agradecidos a Montebello por su entrega personal en su nombre. Montebello hablaba con una dignidad pausada y con gravedad aristocrática, y aun así subyacía a sus palabras cierta frialdad, sutil pero inconfundible, que parecía desafiar a todo aquel que pretendiera contradecir una sola sílaba pronunciada por él. Nadie lo hizo, así que tomó asiento de nuevo.
Entonces se levantó el alcalde, agradeció su intervención a la señora Kermode y al señor Montebello, y abrió el turno de ruegos y preguntas. Se alzaron unas cuantas manos y el alcalde señaló a alguien. Pero, cuando esa persona se levantó para hablar, el hombre del traje negro —que, de algún modo, se había situado en primera fila— alzó la mano para silenciarlo.
—No es su turno, señor —lo reprendió el alcalde, con un golpe de mazo.
—Eso está por ver —respondió.
Su voz era dulce como la miel y tenía un acento inusual del sur profundo que Jenny no fue capaz de ubicar, pero que hizo recapacitar al alcalde lo suficiente como para permitirle continuar.
—Señora Kermode —dijo el hombre volviéndose hacia ella—, como bien sabe, para exhumar restos humanos, se precisa autorización de un descendiente legítimo. Cuando se trata de cementerios históricos, tanto la legislación de Colorado como la legislación federal estipulan que debe realizarse un «esfuerzo verdadero» por localizar a dichos descendientes para poder exhumar los restos. Doy por supuesto que The Heights hizo ese esfuerzo, ¿no es cierto?
El alcalde volvió a hacer sonar el mazo.
—¡Le repito que no es su turno, señor!
—Responderé encantada a la pregunta —intervino la señora Kermode con serenidad—. Ciertamente efectuamos una búsqueda diligente de descendientes. No se encontró ninguno. Esos mineros eran, en su mayoría, nómadas sin familia que murieron hace siglo y medio sin dejar descendencia. Está todo en los documentos públicos.
—Muy bien —dijo el alcalde—. Gracias, señor, por su opinión. Hay muchas otras personas que desean hablar. ¿Señor Jackson?
Pero el hombre prosiguió.
—Qué raro —repuso—, porque, en solo quince minutos de búsqueda aleatoria en internet, he localizado a un descendiente directo de uno de los mineros.
Se hizo el silencio. Luego el alcalde volvió a intervenir:
—¿Quién es usted, señor?
—Hablaré de eso en un momento. —El hombre levantó un papel—. Tengo aquí una carta de la capitana Stacy Bowdree, de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, recién llegada de un viaje a Afganistán. Cuando la capitana Bowdree se ha enterado de que ustedes, señores, habían desenterrado a su tatarabuelo, Emmett Bowdree, habían depositado sus restos en una caja y los habían almacenado en un asqueroso almacén de materiales en una pista de esquí, se ha disgustado muchísimo. De hecho, piensa presentar cargos.
Se hizo de nuevo el silencio.
El hombre sostuvo en alto otro documento.
—La legislación de Colorado es muy estricta en lo que respecta a la profanación de cementerios y de restos humanos. Permítanme que les lea el apartado noventa y siete del Código Penal de Colorado: «Profanación de un cementerio»:
(2) (a) Toda persona que desenterrara, a sabiendas y por voluntad propia, salvo como estipula la ley con la autorización de un descendiente legítimo, el cadáver o los restos de cualquier ser humano, o con sus palabras, hechos o actos, favoreciera la exhumación, será acusado de un delito en primer grado y será encarcelado por un período mínimo de treinta (30) años o deberá pagar una multa de no más de cincuenta mil (50 000) dólares, o ambos, según decida el tribunal.
El alcalde se levantó furibundo, aporreando la mesa con el mazo.
—¡Esto no es un tribunal! —¡Zas!—. No toleraré que se mencionen aquí esos procedimientos. Si tiene usted cuestiones legales, lléveselas al fiscal del condado, en vez de hacernos perder el tiempo en una sesión del consistorio.
Pero no logró silenciar al hombre del traje negro.
—Alcalde, permítame que le cite textualmente: «… o con sus palabras, hechos o actos, favoreciera la exhumación». Parece que eso se aplica muy concretamente a usted, así como a la señora Kermode y al jefe de policía. Los tres han sido responsables «con sus palabras, hechos o actos» de la exhumación ilegal de Emmett Bowdree, ¿no es así?
—¡Basta! ¡Seguridad, saquen a este hombre del edificio!
Aun cuando dos policías se esforzaban por llegar hasta el hombre, este volvió a hablar, cortando el aire con su voz como con un cuchillo.
—¿No están ustedes a punto de condenar a alguien a diez años de prisión por violar precisamente esa ley que ustedes mismos han violado flagrantemente?
Esto despertó al público, tanto a favor como en contra. Hubo algunos murmullos y gritos dispersos: «¿Es eso cierto?» y «¡Le ha salido el tiro por la culata!», al lado de «¡Desháganse de él!» y «¿Quién demonios es este tipo?».
Los dos policías llegaron hasta el hombre abriéndose camino entre la multitud de espectadores, ahora de pie. Uno lo agarró del brazo.
—No nos cause problemas, señor.
El hombre se zafó del policía.
—Le aconsejo que no me toque.
—¡Arréstenlo por escándalo público! —gritó el alcalde.
—¡Que le dejen hablar! —chilló alguien.
—Señor, si no colabora, nos veremos obligados a detenerlo —le oyó decir Jenny a uno de los policías.
El alboroto ahogó la respuesta del hombre. El alcalde aporreó la mesa con el mazo repetidas veces, instando al orden.
—Está usted detenido —dijo el policía—. Las manos a la espalda.
En lugar de obedecer la orden, Jenny vio al hombre sacarse la cartera con un solo movimiento suave y abrirla de golpe. Brilló algo dorado y los dos policías se quedaron atónitos.
El alboroto empezó a extinguirse.
—En respuesta a su pregunta anterior —le dijo el hombre al alcalde con su meloso timbre sureño—, soy el agente especial Pendergast del FBI.
Se hizo el silencio absoluto en toda la sala. Jenny jamás había visto la expresión que veía ahora en el rostro de la señora Kermode: de sorpresa y de rabia. La cara de Henry Montebello no revelaba nada. El jefe Morris, por su parte, parecía paralizado. No, paralizado no era la palabra; descorazonado, hundido. Como si quisiera derretirse en la silla y desaparecer. Al alcalde se le veía sencillamente destrozado.
—Emmett Bowdree —prosiguió aquel hombre llamado Pendergast— no es más que uno de los ciento treinta cadáveres que ustedes cuatro, la señora Kermode, el alcalde, el señor Montebello y el jefe de policía, que firmaron la orden de exhumación, han profanado, según las leyes de Colorado. La responsabilidad penal y civil es pasmosa.
La señora Kermode se recuperó primero.
—¿Así es como opera el FBI? ¿Viene aquí e interrumpe la sesión consistorial para proferir amenazas? ¿De verdad es usted agente? ¡Acérquese y preséntele sus credenciales al alcalde como es debido!
—Gustosamente.
El hombre pálido pasó la puertecilla que separaba la zona pública de la de los funcionarios y avanzó por el pasillo con una suerte de insolente desenfado. Se plantó delante del alcalde y dejó su placa sobre el estrado. El hombre la examinó, y su rostro reveló una consternación creciente.
Con un movimiento ágil y repentino, Pendergast desmontó el micrófono del alcalde. Solo entonces comprendió Jenny que invitar a un extraño a que se aproximara al estrado probablemente no había sido la mejor de las ideas. Vio al reportero del Roaring Fork Times garabatear como un poseso, con una expresión de puro gozo en su rostro.
Entonces habló el alcalde, alzando la voz, dado que ya no disponía de amplificación.
—Agente Pendergast, ¿se encuentra usted aquí de servicio?
—Aún no —respondió.
—Siendo así, propongo que aplacemos esta sesión para que nuestros abogados, los abogados de The Heights y usted puedan tratar este asunto en privado. —Selló su propuesta con un golpe de mazo.
El agente Pendergast alargó su brazo vestido de negro, cogió el mazo y lo apartó del alcance del alcalde.
—Ya basta de aporrear la mesa como un energúmeno.
Eso provocó las carcajadas de los espectadores allí presentes.
—Aún no he terminado. —La voz de Pendergast, ahora amplificada por el sistema de sonido, llenó la sala—. La capitana Bowdree me ha escrito que, dado que los restos de su tatarabuelo ya han sido tan desconsideradamente desenterrados, y nada puede reparar la ofensa a su memoria, cree que deberían al menos examinarse para averiguar la causa de su muerte, con fines históricos, por supuesto. Por consiguiente, ha concedido permiso a una tal Corrie Swanson para que examine esos restos antes de que vuelvan a ser enterrados. En su lugar de descanso original, por cierto.
—¿Qué? —Kermode se levantó furibunda—. ¿Lo ha enviado esa chica? ¿Está ella detrás de todo esto?
—Ella no tiene ni idea de que estoy aquí —dijo el hombre con serenidad—. No obstante, parece que el cargo más grave que hay ahora contra ella es debatible, puesto que ha redundado en ustedes cuatro. Son ustedes los que se enfrentan ahora a treinta años de prisión no solo por delinquir una vez, sino por ciento treinta. —Hizo una pausa—. Imaginen si tuvieran que cumplir esas condenas una detrás de otra.
—¡Esas acusaciones son indignantes! —exclamó el alcalde—. La sesión queda aplazada. ¡Que seguridad despeje inmediatamente la sala!
Se produjo el caos, pero Pendergast no hizo nada por evitarlo. Finalmente se despejó la sala de sesiones y él se quedó a solas con los concejales, los abogados de The Heights, Kermode, Montebello, el jefe Morris y algunos otros funcionarios. Jenny esperó en su sitio, junto al jefe, sin aliento. ¿Qué ocurriría ahora? Por primera vez, Kermode parecía derrotada, demacrada, con su pelo grisáceo despeinado. El jefe estaba empapado en sudor; el alcalde, pálido.
—Por lo que se ve, el Roaring Fork Times tendrá un notición que publicar mañana —señaló Pendergast.
La idea pareció dejarlos pasmados a todos. El alcalde se enjugó la frente.
—Además de esa noticia —añadió Pendergast—, me gustaría ver otra publicada.
Se hizo un largo silencio. Montebello fue el primero en hablar:
—¿Y cuál sería?
—La de que usted —dijo Pendergast volviéndose hacia el jefe Morris— ha retirado todos los cargos contra Corrie Swanson y la ha dejado en libertad.
Les cedió unos minutos para digerirlo.
—Como he dicho antes, el cargo más grave es ahora discutible. La señorita Swanson cuenta con permiso para examinar los restos de Emmett Bowdree. Los otros cargos, el de invasión de la propiedad privada y el de allanamiento de morada, son menos graves y pueden desestimarse fácilmente. Todo puede, de hecho, atribuirse a un desafortunado malentendido entre el jefe Morris, aquí presente, y la señorita Swanson.
—Eso es chantaje —dijo Kermode.
Pendergast se volvió hacia ella.
—Podría señalar que no fue en realidad un malentendido. Por lo que sé, el jefe Morris le indicó que tendría acceso a los restos. Luego se desdijo, como consecuencia de su evidente intervención, señora. Fue injusto. Yo no hago más que reparar el error.
Hubo otro silencio mientras los demás digerían aquello.
—¿Y qué hará usted por nosotros a cambio? —preguntó Kermode—. Me refiero a si el jefe Morris suelta a esa señorita amiga suya.
—Persuadiré a la capitana Bowdree para que no presente su demanda oficialmente al FBI —señaló Pendergast sereno.
—Ya entiendo —repuso Kermode—. Todo depende de esa tal capitana Bowdree. Siempre, claro está, que esa persona exista siquiera.
—Ha tenido usted la mala suerte de que Bowdree no sea un apellido corriente. Me ha facilitado mucho la búsqueda. Una llamada telefónica me bastó para saber que conocía bien sus raíces en Colorado y que, de hecho, se sentía muy orgullosa de ellas. Usted asegura, señora Kermode, que The Heights hizo un esfuerzo verdadero por localizar a los descendientes. Evidentemente eso es una falsedad. Como es lógico, es algo que el FBI tendrá que investigar.
Jenny observó que el rostro de la señora Kermode palidecía bajo el maquillaje.
—Aclaremos una cosa. Esa joven, Swanson… ¿qué es, su novia? ¿Algún familiar?
—No tiene ninguna relación conmigo —dijo Pendergast entrecerrando sus ojos plateados y mirando a Kermode de una forma desconcertante—. Aun así, pasaré las Navidades en Roaring Fork para asegurarme de que no vuelve usted a interferir en su trabajo.
Mientras Jenny lo observaba, Pendergast se volvió hacia el jefe Morris.
—Le sugiero que llame al periódico inmediatamente; imagino que estarán a punto de cerrar la edición. Ya he reservado una habitación para la señorita Swanson en el hotel Sebastian y, por su bien, confío en que no pase una sola noche más en prisión.