Cinco largos días después, Corrie seguía encerrada en la prisión del condado de Roaring Fork. Se había establecido una fianza de cincuenta mil dólares, que ella no tenía, ni siquiera el depósito de cinco mil, y el fiador judicial de la zona se había negado a aceptarla como cliente porque era de otro estado y no poseía bienes que la avalaran ni familiares que respondieran por ella. Le había dado demasiada vergüenza llamar a su padre y, además, sabía que él tampoco tendría el dinero. No había nadie más en su vida, salvo Pendergast, y aunque hubiera podido localizarlo, habría preferido morir a aceptar más dinero de él, sobre todo para una fianza.

Pese a todo, había tenido que escribirle una carta. No tenía ni idea de dónde estaba ni de qué estaba haciendo. Hacía casi un año que no sabía de él. Pero él, o alguien en su nombre, seguía pagándole los estudios. Así que el día después del arresto, al ver la crónica de lo sucedido en primera plana del Roaring Fork Times, supo que debía escribirle. Porque si no lo hacía y él se enteraba por otra persona de que la habían detenido y veía aquellos titulares… Tenía que contárselo ella misma, se lo debía.

De modo que le había escrito a su dirección en Dakota, a la atención de Proctor. En la carta se lo contaba todo, sin adornos. Lo único que omitió fue el asunto de la fianza. Al verlo todo por escrito, había caído en la cuenta de lo insensata, arrogante y temeraria que había sido. Había concluido añadiendo que su obligación para con ella había terminado y que no esperaba ni deseaba respuesta. Él ya no tenía por qué preocuparse por ella. A partir de ahora, se cuidaría sola. Eso sí, algún día, en cuanto le fuera posible, le devolvería todo el dinero que había malgastado pagándole sus estudios en el John Jay.

Escribir aquella carta había sido lo más duro que había hecho jamás. Pendergast le había salvado la vida, la había sacado de Medicine Creek, en Kansas; la había librado de una madre alcohólica y maltratadora, le había pagado un internado y después le había financiado su formación en el John Jay. ¿Y para qué?

Pero todo eso había terminado ya.

El hecho de que la prisión fuera relativamente pija solo le hacía sentirse peor. Las celdas tenían ventanales soleados con vistas a las montañas, suelos enmoquetados y muebles bonitos. La dejaban salir de la celda desde las ocho de la mañana hasta la hora del cierre, a las diez y media de la noche. Durante su tiempo libre, a los presos se les permitía estar en el salón y leer, ver la televisión o charlar con otros presos. Había incluso una sala de entrenamiento con una bicicleta elíptica, pesas y cintas de correr.

En aquel momento, Corrie estaba sentada en el salón, mirando fijamente la moqueta a cuadros blancos y negros. Sin hacer nada. Durante los últimos días, había estado tan deprimida que no le había apetecido hacer nada, ni leer, ni comer, ni siquiera dormir. Se quedaba allí sentada, todo el día, todos los días, mirando al infinito, y luego pasaba las noches en su celda, tumbada boca arriba en la cama, contemplando la oscuridad.

—¿Corrie Swanson?

Despertó y alzó la mirada. Había un celador en la puerta de la sala, con un portapapeles de pinza en la mano.

—Aquí —dijo ella.

—Su abogado ha venido a verla.

Lo había olvidado. Se levantó sin ganas y siguió al celador a otra estancia. El aire que la rodeaba le parecía denso, granuloso. Los ojos no paraban de lagrimearle, pero no lloraba exactamente; era una especie de reacción fisiológica.

Entró en una pequeña sala de conferencias donde la esperaba el abogado de oficio, sentado a la mesa, con el maletín abierto y una serie de subcarpetas de color vainilla extendidas en un perfecto abanico. Se llamaba George Smith y ya se había reunido con él unas cuantas veces. Era un hombre de mediana edad, rubio, algo calvo y con una expresión de perpetua disculpa en el rostro. Era bastante agradable y tenía buena intención, pero no era precisamente Perry Mason.

—Hola, Corrie —dijo.

Ella se dejó caer en una silla, sin decir nada.

—Me he reunido varias veces con el fiscal del distrito —empezó diciendo Smith— y, bueno, he conseguido que acepte un acuerdo.

Corrie asintió con indiferencia.

—La situación es la siguiente: usted se declara culpable de allanamiento de morada, violación de la propiedad privada y profanación de un cadáver, y ellos retiran el cargo menor de robo. Se enfrenta a diez años, máximo.

—¿Diez años?

—Lo sé. No es lo que yo esperaba. Se está ejerciendo mucha presión para que se la condene a la pena máxima. No acabo de entenderlo, pero quizá tenga algo que ver con toda la publicidad que está generando este caso y la actual controversia sobre el cementerio. Estoy convencido de que quieren aplicarle un castigo ejemplar.

—¿Diez años? —repitió Corrie.

—Con buena conducta, podría salir en ocho.

—¿Y si vamos a juicio?

El rostro del abogado se ensombreció.

—Descartado. Las pruebas que hay contra usted son irrefutables. Nos encontramos ante una concatenación de delitos que van desde el allanamiento hasta la profanación de tumbas. Solo este último delito ya conlleva una pena de hasta treinta años de prisión.

—¿En serio? ¿Treinta años?

—En el estado de Colorado, la legislación es particularmente taxativa en esa materia por su largo historial de saqueo de tumbas. —Hizo una pausa—. Mire, si no se declara culpable, el fiscal se cabreará y podría pedir la máxima condena. A mí ya me ha amenazado con ello.

Corrie contempló la maltrecha mesa.

—Tiene que declararse culpable, Corrie. Es su única opción.

—Pero… es que no me lo puedo creer. ¿Diez años por lo que he hecho? Eso es bastante más de lo que les cae a muchos asesinos.

Se hizo un largo silencio.

—Siempre puedo volver a hablar con el fiscal. El problema es que la pillaron con las manos en la masa, y usted no tiene nada con qué negociar.

—Pero ¡yo no he profanado ningún cadáver!

—Bueno, según la legislación de Colorado, sí. Abrió el ataúd, manipuló los huesos, los fotografió y se llevó dos de ellos. Eso argüirán, y me costará rebatirlo. No merece la pena arriesgarse. Aquí se elige a los miembros del jurado entre los habitantes de todo el condado, no solo de Roaring Fork, y hay muchos rancheros y granjeros conservadores por ahí, gente religiosa a la que no le agradará lo que hizo.

—Yo solo intentaba demostrar que las marcas de los huesos… —No pudo acabar la frase.

El abogado extendió sus manos finas y una expresión apenada contrajo su rostro afilado.

—Es lo mejor que puedo ofrecerle.

—¿Cuánto tiempo tengo para pensármelo?

—No mucho. Podrían retirar la oferta en cualquier momento. Sería preferible que lo decidiera ahora mismo.

—Tengo que meditarlo.

—Ya tiene mi número.

Corrie se levantó, le estrechó la mano lacia y sudorosa y salió. El celador, que había estado esperando en la puerta, volvió a llevarla al salón. Ella se sentó y, mirando fijamente la moqueta a cuadros blancos y negros, pensó en cómo sería su vida dentro de diez años, cuando saliera de la cárcel. Los ojos empezaron a llorarle otra vez, y se los secó furiosa, en vano.